Ala de dragón (23 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

BOOK: Ala de dragón
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Las zarpas excavadoras volvieron a perderse en el cielo, aunque el geg no llegó a advertirlo. La tormenta estalló, lo que aumentó su terror pues sabía que no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir a toda su furia en terreno abierto, sin protección. Se vio obligado a quitarse las gafas y entre su miopía, la lluvia cegadora y la creciente oscuridad, no consiguió localizar el manipulador. Lo único que podía hacer era seguir avanzando en la dirección que esperaba fuera la correcta.

Más de una vez, Limbeck pensó que el dios había muerto, pues el cuerpo aterido por la lluvia mostraba una piel cenicienta y unos labios amoratados. El agua había limpiado la sangre y el geg apreció la herida de la cabeza, profunda y de feo aspecto, de la cual aún salía un reguero rojo de sangre. Con todo, el dios aún respiraba.

«Tal vez es realmente inmortal», pensó Limbeck en su aturdimiento.

Consideró que se había perdido pues, según sus cálculos, debían de haber recorrido la mitad de aquella inhóspita isla, por lo menos. No había visto el manipulador o tal vez el aparato, cansado de esperar, había sido izado otra vez. La tormenta arreciaba y a su alrededor caían los relámpagos, abriendo agujeros en la coralita y ensordeciendo a Limbeck con sus intimida-dores truenos. El viento lo mantenía aplastado contra el suelo y el geg no tenía fuerzas para intentar ponerse en pie. Se disponía a arrastrarse hasta la primera zanja para escapar de la tormenta —o para morir, si tenía esa suerte— cuando advirtió confusamente que la zanja que tenía ante él era la suya. Allí estaban los restos destrozados del armazón de las alas. ¡Y, junto a la zanja, estaba el manipulador!

La esperanza dio fuerzas al geg. Se incorporó y, batido por el viento, consiguió pese a todo arrastrar al dios los últimos pasos que quedaban. Dejando el cuerpo en el suelo, abrió la portezuela de la burbuja de cristal y observó el interior con curiosidad.

El manipulador era un aparato destinado a facilitar el descenso de los gegs para auxiliar a las palas excavadoras, en caso necesario. De vez en cuando, alguna de ellas quedaba atascada en la coralita, o se rompía o funcionaba defectuosamente. Cuando tal cosa ocurría, un geg ocupaba el manipulador y descendía en él hasta una de las islas para efectuar las reparaciones necesarias.

El manipulador tenía el aspecto que evocaba su nombre: el de una gigantesca mano metálica seccionada a la altura de la muñeca. Un cable atado a la muñeca permitía izar y bajar el artefacto desde arriba. La mano estaba doblada formando un hueco, con todos los dedos juntos, y sostenía en su seguro interior una gran burbuja de cristal protectora en la que viajaban los gegs encargados de las reparaciones. Una puerta con bisagras servía de entrada y salida de la burbuja, y una bocina de metal unida a un tubo que corría junto al cable permitía a los ocupantes comunicarse con sus colegas de arriba.

En el interior de la burbuja de cristal cabían con comodidad dos gegs de proporciones normales. El dios, considerablemente más alto que un geg, representaba un problema. Limbeck arrastró al dios hasta la burbuja y lo empujó adentro, pero las piernas le quedaron colgando fuera. Al fin, logró alojarlas en la burbuja, doblándoselas hasta que las rodillas le tocaban la barbilla y cruzándole los brazos sobre el pecho. Agotado, Limbeck se introdujo como pudo en el artefacto y, a continuación, saltó adentro el perro. Los tres iban a estar aún más apretados, pero Limbeck no estaba dispuesto a abandonar al animal otra vez. No creía que pudiera soportar el sobresalto de verlo aparecer por segunda vez de entre los muertos.

El perro se enroscó contra el cuerpo de su amo. Limbeck alargó la mano entre los brazos fláccidos del dios, luchando contra la ventolera en un esfuerzo inútil por cerrar la puerta. El viento cambió para atacar desde otra dirección y, de pronto, la puerta se cerró por sí sola, arrojando a Limbeck contra la pared de la burbuja. Así permaneció durante un largo instante, entre gemidos y jadeos.

Limbeck advirtió que la mano temblaba y se mecía bajo la tormenta. Imaginó que el cristal se rompía, que el cable se soltaba, y de pronto sólo tuvo un deseo: acabar de una vez con aquel bamboleo. Le costó un acto supremo de voluntad mover los músculos, pero consiguió alargar la mano y asir la bocina.

—¡Arriba! —exclamó jadeante.

No hubo respuesta y comprendió que su voz quizá resultaba inaudible.

Llenando de aire los pulmones, Limbeck cerró los ojos y concentró las escasas fuerzas que le quedaban.


¡Arriba!
—gritó con tal fuerza que el perro se levantó de un brinco, alarmado, y el dios se agitó y emitió un gruñido.


¿Kplf guf?
—le llegó una voz, cuyas palabras retumbaron por el tubo como un puñado de guijarros.


¡Arriba!
—chilló de nuevo con exasperación, desesperación y absoluto pánico.

El manipulador dio un tremendo bandazo que hubiera arrojado a Limbeck al suelo, de haber estado de pie. Por fortuna, ya estaba encajado contra el costado de la burbuja para dejar sitio al dios. Lentamente, con un alarmante crujido y balanceándose a un lado y a otro bajo el viento huracanado, el aparato empezó a ascender por los aires.

Tratando de no pensar en qué sucedería si el cable se partía, Limbeck se apoyó en el cristal de la burbuja, cerró los ojos y esperó no marearse.

Por desgracia, al cerrar los ojos le vino el vértigo. Se sintió como si todo diera vueltas y estuviera a punto de caer en una profunda zanja oscura.

—No puede ser —se dijo Limbeck, temblorosamente—.

No me puedo desmayar. Es preciso que explique a los de arriba lo que sucede.

El geg abrió los ojos y, para evitar mirar al exterior, se concentró en estudiar al dios. Advirtió que lo había considerado un varón desde el primer momento. Al menos, su aspecto era más el de un geg que el de una geg, y era lo único en lo que podía basarse Limbeck para determinarlo. Las facciones del dios eran angulosas: la barbilla, cuadrada y hendida, estaba cubierta con una perilla corta; los labios, firmes y tensos, cerrados con fuerza, no se relajaban en ningún momento y parecían guardar secretos que se llevaría con él a la tumba. Las arrugas en torno a los ojos parecían indicar que el dios, aunque no era un viejo, tampoco era ningún muchacho. El cabello contribuía a darle esta impresión de edad. Lo llevaba corto —muy corto— y, pese a estar salpicado de sangre y empapado por la lluvia, Limbeck advirtió unos mechones canosos en las sienes, sobre la frente y en la nuca. El cuerpo del dios parecía hecho sólo de huesos, músculos y tendones. Era muy delgado; para los criterios geg, demasiado delgado.

—Probablemente, por eso lleva tanta ropa —murmuró Limbeck para sí, esforzándose en no mirar por los laterales de la burbuja, donde los relámpagos hacían la noche tormentosa más brillante que el día más luminoso que conocían los gegs en su mundo sin sol.

El dios llevaba una gruesa túnica de cuero sobre una camisa de cuello cerrado, ajustado con una cinta. En torno al cuello llevaba una banda de tela con los extremos anudados debajo de la barbilla y recogidos bajo la túnica. Las mangas de la camisa, largas y amplias, le cubrían las muñecas, cerradas también con sendas cintas. Llevaba unos pantalones de cuero blando con las perneras metidas por dentro de unas botas hasta las rodillas, que se abrochaban por los costados con botones de un material que parecía el hueso o el asta de algún animal. Encima de todo esto, lucía una casaca larga sin cuello, con mangas anchas que le llegaban hasta el codo. Los colores de la ropa eran apagados: blancos y pardos, grises y negros deslustrados. Las telas estaban desgastadas, deshilachadas en algunos lugares. La túnica de cuero, los pantalones y las botas se ajustaban a los contornos del cuerpo como una segunda piel.

Lo más peculiar eran los harapos que le cubrían las manos. Sorprendido por aquel detalle que debería haber advertido, pero que se le había pasado por alto hasta aquel instante, Limbeck estudió con más detenimiento las manos del dios. Los jirones de tela estaban dispuestos con gran cuidado. Partiendo de las muñecas, le cubrían el revés y la palma de la mano, y estaban entrelazados en torno a la base de los dedos.

—¿Por qué? —se preguntó Limbeck, adelantando la mano para averiguarlo.

El gruñido del perro resultó tan amenazador que el geg notó cómo se le erizaba el vello de la cerviz. El animal se había incorporado de un salto y observando al geg con una mirada que decía claramente: «Yo, en tu lugar, dejaría en paz a mi amo».

—Está bien —balbució Limbeck, encogiéndose contra el cristal de la burbuja.

El perro le lanzó una mirada de aprobación. Volvió a acomodarse e incluso cerró los ojos, como si dijera: «Ahora sé que te portarás bien, de modo que, si me disculpas, echaré una cabezadita».

El animal tenía razón, Limbeck iba a portarse bien. Estaba paralizado, temeroso de moverse, casi asustado de respirar.

A los gegs, con su mentalidad práctica, les gustaban los gatos. El gato era un animal útil que se ganaba el sustento cazando ratones y que se ocupaba de sí mismo. A la Tumpa-chumpa también le gustaban los gatos o, al menos, así se suponía, ya que habían sido sus creadores, los dictores, quienes habían traído los primeros gatos desde los reinos superiores para que vivieran con los gegs. En cambio, había pocos perros en Drevlin. Sus propietarios eran, por lo general, los gegs más ricos, como el survisor jefe y los miembros de su clan. Los perros no eran animales de compañía, sino que se empleaban para proteger las riquezas. Los gegs eran incapaces de dar muerte a sus semejantes, pero había algunos que no mostraban reparos en coger lo que pertenecía a otros.

Aquel perro era diferente de los que tenían los gegs, los cuales guardaban cierto parecido con sus propietarios: paticortos, de cuerpos como toneles, con rostros chatos, redondos y de grandes narices..., y una expresión de malvada estupidez. El perro que tenía a Limbeck a raya tenía la piel lisa y el cuerpo enjuto, un morro alargado, cara de excepcional inteligencia y ojos grandes, de un pardo aguado. El pelaje era de un negro indefinido con manchas blancas en las puntas de las orejas, y cejas blancas. Eran estas últimas, se dijo Limbeck, lo que daban al perro un aire excepcionalmente expresivo para tratarse de un animal.

Tales fueron las observaciones de Limbeck sobre el dios y su perro. Fueron muy detalladas, porque tuvo un buen rato para estudiar a ambos durante la ascensión en el manipulador, de regreso a la isla de Drevlin.

Y, mientras duró el viaje, no pudo dejar de preguntarse un solo instante:
¿Qué?... ¿Por qué?...

CAPÍTULO 19

LEK, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Jarre aguardó con impaciencia a que la Tumpa-chumpa recuperara lenta y trabajosamente el cable del que colgaba el manipulador. De vez en cuando, si se acercaba por casualidad algún otro geg, se cubría el rostro con un pañuelo y miraba con profundo y ceñudo interés una gran caja redonda de cristal que encerraba una flecha negra que en toda su vida no hacía prácticamente otra cosa que oscilar, vacilante, entre un sinfín de rayas negras junto a las que había unos símbolos extraños y misteriosos. Lo único que sabían los gegs de esta flecha negra —conocida familiarmente por «el dedo puntiagudo»— era que, cuando oscilaba hacia la zona donde las rayas negras pasaban a ser rojas, todos salían huyendo para salvar la vida.

Esa noche, el dedo puntiagudo se portaba bien y no daba ninguna muestra de que fuera a desencadenar uno de sus terribles chorros de vapor que sancocharía a cuantos gegs pillara en su camino. Esa noche todo funcionaba muy bien, perfectamente. Las ruedas giraban, las palancas impulsaban y los engranajes encajaban. Los cables subían y bajaban. Las excavadoras depositaban la carga de roca en las carretillas empujadas por los gegs, que volcaban su contenido en la enorme boca de la Tumpa-chumpa, la cual masticaba la roca, escupía lo que no quería y digería el resto.

La mayoría de los gegs que trabajaban esa noche eran miembros de la UAPP. Durante el día, uno del grupo había observado la L grabada por Limbeck en el brazo de la excavadora. Por un extraordinario golpe de suerte, la zarpa pertenecía a la parte de la Tumpa-chumpa situada cerca de la capital de la isla, Wombe. Jarre, desplazándose en la centella rodante (gracias a la ayuda de unos miembros de la Unión), había llegado a tiempo para recibir a su amado y afamado líder.

Todas las excavadoras habían subido ya salvo una, que parecía haberse estropeado en la isla de abajo. Jarre abandonó su supuesto lugar de trabajo y se reunió con los otros gegs, que se asomaban nerviosamente al vacío —un enorme hueco excavado en el suelo de coralita de la isla, a través del cual podía observarse el cielo que quedaba debajo de Drevlin—. De vez en cuando, Jarre dirigía una inquieta mirada a su alrededor pues se suponía que no pertenecía a aquella cuadrilla de trabajo y, si la sorprendían allí, debería dar muchas explicaciones. Por fortuna, rara vez acudían a la zona reservada al manipulador otros gegs, que sólo se acercaban allí si surgían problemas con alguna de las zarpas.

Jarre observó con inquietud las carretillas que rodaban por el nivel superior al que ocupaban.

—No te preocupes —dijo Lof—. Si alguien mira hacia aquí, creerá que estamos ayudando a reparar alguna zarpa.

Lof era un geg joven y bien parecido que sentía una inmensa admiración por Jarre y a quien no había producido un gran pesar, precisamente, el anuncio de la ejecución de Limbeck. Lof estrechó la mano de Jarre y pareció que trataba de prolongar el contacto, pero Jarre necesitaba la mano y la retiró.

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