Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
»Había escrito entretanto a nuestro embajador en Varsovia, pidiéndole se pusiera en contacto con nuestro cónsul en Gdynia y le rogara encargase a un abogado las consabidas y rutinarias averiguaciones en el Registro Civil y en los libros de bautizos de las parroquias de aquella ciudad. A principios de setiembre recibí la respuesta, pero una respuesta verdaderamente sorprendente. Imagínese: las páginas en que debía estar registrado el nacimiento de Blofeld ¡habían sido cuidadosamente arrancadas! Por supuesto, no transmití esta información a los abogados suizos, ya que me habían dado la orden expresa de no hacer pesquisas en Polonia. Al mismo tiempo, había encargado a un abogado la realización de investigaciones similares en Augsburgo, y en esta ciudad sí se encontraron datos referentes a un buen número de
Blofelds
(tenga en cuenta que éste es un apellido bastante corriente en Alemania), pero no hemos podido hallar pruebas de que ninguno de ellos tuviera nada que ver con los De Bleuville de Calvados. En consecuencia, decidí enviar a los abogados suizos un informe anodino, haciendo constar al mismo tiempo que proseguiría mis investigaciones. Y con aquello —Sable Basilisk cerró de golpe la carpeta del expediente— se dio carpetazo al asunto, hasta que ayer recibí una llamada telefónica, probablemente porque alguien en el Ministerio de Asuntos Exteriores, al revisar las copias de los documentos remitidos desde Varsovia, creyó que el nombre de Blofeld le recordaba algo.
Bond se rascó la cabeza.
—Pero ¿aún sigue latente la cuestión?
—Oh, sí, por supuesto.
—Y ¿puede usted proseguir cuando quiera las gestiones? Supongo que no habrá conseguido averiguar la dirección actual de Blofeld…
Sable Basilisk denegó con la cabeza.
—Vamos a ver, ¿y no podría encontrarse algún pretexto para enviar allá un mensajero que se pusiera en contacto con él? —Bond sonrió—. ¿A mí, por ejemplo? El College of Arms podría encomendarme sin duda la misión de entrevistarme con Blofeld…, por ejemplo, para aclarar algún punto delicado que no puede dilucidarse por correspondencia y que, por tanto, hace necesario interrogar personalmente a Blofeld.
—Pues sí, no deja de haber posibilidades por ese lado. Como usted sabe, en muchas familias se dan ciertos rasgos físicos muy acusados que se transmiten de generación en generación. Tenemos, por ejemplo, el caso típico del labio inferior de los Habsburgos o la tendencia a la transmisión hereditaria de la hemofilia en la familia dinástica de los Borbones. Y podría citar infinidad de casos más. Por cierto que cuando me dediqué a rebuscar datos en la cripta de la Capilla de Blonville, descubrí una circunstancia muy curiosa: ninguno de los Bleuville tenía lóbulos en las orejas…
Por un instante, Bond evocó los detalles de la fotografía antropométrica de Blofeld que se guardaba en los archivos policiales.
—¡Lástima! —exclamó con desilusión—. Blofeld tiene lóbulos en las orejas, y bastante pronunciados, por cierto… Y ahora, otra cosa: aun en el caso de que Blofeld acceda a recibirme, ¿cómo demonios voy a mantenerme en mi papel de entrevistador? ¡Todas esas cuestiones de heráldica son chino para mí! —sonrió con una expresión de perplejidad—. Esta es la fecha en que no he logrado saber siquiera lo que es un baronet. ¿Qué cuento le voy a contar? ¿A quién diablos voy a personificar ante Blofeld?
Sable Basilisk había empezado a animarse.
—Oh, eso es fácil de arreglar —repuso con optimismo—. No es preciso, de momento, que Blofeld sepa lo que en realidad andamos buscando. Y en cuanto a los conocimientos profesionales de usted, yo le iniciaré en todo ese asunto de los Bleuville. Ya vera como se pone en seguida al corriente en cuestiones de heráldica. Por otra parte, tenga en cuenta que son muy pocas las personas que poseen conocimientos de esta ciencia.
—No digo que no; pero no hay que olvidar que ese Blofeld es un tipo muy astuto y desconfiado. Exigirá un montón de pruebas documentales que acrediten mi personalidad.
—Usted cree que Blofeld es muy astuto porque sólo le conoce desde el ángulo de la astucia —contestó Sable Basilisk con sagacidad—. Verá usted: yo he conocido personalmente a cientos de personas astutas…, personajes famosos cuya sola presencia me intimidaba cuando me encontraba con ellos en mi despacho. Pero tan pronto llega el momento de elegir un título de nobleza una vez que les ha sido otorgado, o simplemente de elegir escudo de armas que colgar encima de su chimenea, estos personajes se desinflan por completo y quedan enteramente a merced de usted. Si examinara todos nuestros archivos y expedientes, los encontraría usted literalmente plagados de esnobismo y vanidad. No se preocupe en el caso de Blofeld. Aunque sea un supergángster (y yo no digo que no lo sea), si trata de probar que él es Conde de Bleuville, puede estar seguro de que ya lo tiene medio enganchado en el anzuelo. Ese hombre necesita adquirir una personalidad nueva, respetable: de eso no cabe la menor duda. Desea, por encima de todo, hacerse Conde. Y esto, señor Bond, es tremendamente significativo. Puedo garantizarle que le recibirá si sabemos jugar correctamente nuestras cartas. Sabemos cuál es su talón de Aquiles; a nosotros nos toca ahora conseguir que le nazca pelo en ese talón de Aquiles y que ese mechón de pelo crezca y crezca hasta que Aquiles se enrede en él y caiga de narices.
Unas horas más tarde, M repetía, casi con las mismas palabras, la pregunta que Bond formulara a Sable Basilisk.
—Pero, bueno, ¿y a quién demonios va a representar usted en su fingido papel? —preguntó, levantando la vista de la última página del informe que Bond había dictado, aquel mismo mediodía, a Mary Goodnight.
—Pues… seré un emisario enviado por el College of Arms. Sable Basilisk me habló de la conveniencia de ir armado de algún título aristocrático capaz de causar impresión a gentes obsesionadas por la manía de poseer un timbre de Nobleza. Y es evidente que ese Blofeld está dominado por esa fachendosa idea de convertirse en aristócrata; de lo contrario jamás hubiera revelado a nadie que todavía sigue vivo… ¡ni siquiera a una organización tan famosa por su discreción como el College of Arms!
—Si quiere que le diga la verdad, todo eso me parece una farsa descabellada —repuso M con un tono ligeramente irritado—. ¿Y cuál es ese ridículo título que va a adoptar usted?
Si Bond hubiera sido capaz de ruborizarse, habría sido éste precisamente el momento indicado. Dijo rápidamente:
—Verá usted: parece que hay un caballero llamado Sir Hilary Bray, amigo de Sable Basilisk. Tiene aproximadamente mi misma edad, y además, por lo visto, se parece bastante a mí. Su árbol genealógico es tan largo como mi brazo: figura en él nada menos que Guillermo el Conquistador y qué sé yo cuántos personajes más. Y un escudo de armas más complicado que un rompecabezas. Sable Basilisk me aseguró que él puede arreglar el plan poniéndose de acuerdo con ese caballero. Durante la guerra, Bray se distinguió por su valor… Es un hombre de la más absoluta confianza. Reside en un valle remoto de Escocia, en los Highlands, y su única ocupación consiste en estudiar la vida de los pájaros y escalar las montañas con los pies descalzos. Vive completamente aislado del mundo, sin ver jamás a un alma viviente. El plan consiste precisamente en que yo adopte la personalidad de Sir Hilary. Un plan en apariencia bastante fantástico, pero que yo considero muy acertado.
—Y luego ¿qué? ¿Qué piensa usted hacer? ¿Dedicarse a corretear de un lado a otro por los Alpes, enarbolando su famosa bandera?
Bond se armó de paciencia y dijo:
—Lo primero será conseguir un pasaporte en regla, debidamente usado y manoseado, extendido a nombre de Bray. Luego me dedicaré a estudiar el árbol genealógico de su familia hasta dominar por completo el tema. A continuación, me empollaré bien en Heráldica. Después, si Blofeld muerde el anzuelo y accede a tener conmigo una entrevista personal, entrevista que yo propondré como absolutamente indispensable, me voy a Suiza con todos los libros apropiados al caso y le insinúo la conveniencia de quedarme allí algún tiempo para determinar, con su ayuda, el estudio del árbol genealógico de los Bleuville.
—¿Y después…?
—Después trataré de hallar un pretexto convincente para hacerle salir de Suiza por un determinado punto de la frontera y llevarlo a un lugar donde podamos secuestrarlo, como hicieron los israelíes con Eichmann. Pero todavía no he elaborado este plan en todos sus detalles. Antes necesito contar con la aprobación de usted.
—¿Y por qué no ejercer un poco de presión sobre los abogados de Suiza y sonsacarles la dirección de Blofeld? Una vez conseguido esto, podríamos planear una operación tipo comando.
—Dios sabe la cantidad de dinero que esos abogados habrán recibido ya de Blofeld a título de anticipo por sus servicios. Es posible que acabáramos por sonsacarles su dirección; pero, en tal caso, no dejarían de informar a Blofeld del asunto, aunque sólo fuera para cobrarle el resto de los honorarios antes de que el pájaro levantase el vuelo.
Con un gesto de cansancio, M alargó el expediente a Bond por encima de la mesa.
—Llévese eso —dijo—. Es un plan embrollado que no tiene ni pies ni cabeza. Pero, de todos modos, hemos de seguir adelante como sea. —Volvió a mover la cabeza con escepticismo y añadió:— Dígale al Jefe de Personal que apruebo el plan, aunque a contrapelo. Dígale también que yo le prestaré a usted todo el apoyo necesario. Y téngame al corriente de lo que pase. Eso es todo, 007.
Y Así, en el mes de diciembre, Bond se vio convertido de nuevo en estudiante: sentado a la mesa de su despacho, se puso a trabajar a toda máquina… En vez de elaborar informes ultrasecretos se empollaba en Heráldica: adquirió a toda prisa unos cuantos conocimientos fragmentarios del habla francesa e inglesa de la época medieval y se aprendió al dedillo polvorientas historias y tradiciones populares de antaño. Cuando un día Mary Goodnight, en respuesta a una broma de él, le llamó «Sir Hilary», Bond se puso con ella como un ogro.
Entretanto, las relaciones epistolares entre Sable Basilisk y los Hermanos Moosbrugger marchaban a paso de tortuga. Los abogados, al dictado de Blofeld, por supuesto, formulaban un sinfín de preguntas verdaderamente exasperantes, aunque —Sable Basilisk se vio obligado a reconocerlo— eruditas y propias de un experto en la materia. Después le pidieron informes muy detallados sobre el futuro emisario, el caballero Sir Hilary Bray: se solicitaba el envío de su fotografía y los más minuciosos detalles de su historial desde sus tiempos de estudiante. El verdadero Sir Hilary remitió desde Escocia todos los datos y documentación solicitados, acompañados de una divertidísima nota explicativa para Sable Basilisk. Para tantear el terreno desde el ángulo económico, Sable Basilisk rogó le enviaran una nueva remesa de dinero que agregar a la cuenta de sus honorarios. Tan pronto como recibió el cheque —el día 15 de diciembre—, Basilisk se apresuró a telefonear a Bond.
—¡Ya está en el bote! —dijo con acento triunfal—. ¡El pez se ha tragado el anzuelo!
Al día siguiente llegaba de Zurich una carta firmada por los abogados, comunicándole que su cliente accedía a la celebración de una entrevista y que esperaba que Sir Hilary pudiera ir en el avión de la Swissair, vuelo 105, el día 22 de diciembre, para tomar tierra en Zurich, en cuyo Aeropuerto Central estarían esperándole a las 13 horas.
Durante los últimos días que precedieron al viaje, se desarrolló en el Cuartel General una serie ininterrumpida de reuniones y consultas presididas por el Jefe de Personal. Las principales decisiones adoptadas fueron que Bond no debería llevar consigo armas ni instrumentos secretos de ninguna clase, ni podía contar tampoco con vigilancia y protección por parte del Servicio. Sólo se comunicaría con Sable Basilisk, transmitiéndole todas las informaciones necesarias en forma de mensajes de doble sentido exclusivamente referidas en apariencia a cuestiones heráldicas. Su principal misión consistiría en mantenerse lo más cerca posible de Blofeld por espacio de unos días. Era esencial descubrir a qué actividades se dedicaba Blofeld y quién o quiénes eran sus cómplices, a fin de poder preparar a conciencia el plan para sacarlo de Suiza. Tal vez no habría necesidad de emplear métodos materiales de persuasión. Probablemente Bond sería capaz de vencer en astucia a Blofeld, convenciéndolo de la necesidad de hacer una visita a Alemania, a cuyo fin utilizaría corno argumento un informe de Basilisk sobre diversos documentos genealógicos existentes en el Archivo Provincial de Augsburgo. Estos documentos harían necesaria la presencia de Blofeld, que se encargaría de identificarlos. Entre las oportunas medidas de seguridad figuraban dos muy importantes: se mantendría al Puesto Z del Servicio Secretó Exterior de Zurich en la más completa ignorancia respecto a la misión de Bond en Suiza, y se daría oficialmente por archivado el asunto de la Operación «Bedlam» en el Cuartel General, designándola en lo sucesivo con el nombre clave de «Corona», como si se tratara de una operación completamente distinta.
Por último, se discutió la cuestión de los riesgos a que iba a exponerse Bond. Nadie ponía en duda su talento fértil en recursos, su fortaleza física ni su condición de hombre duro e implacable. Se consideraron dos posibilidades. Primera: si Blofeld llegara a descubrir la verdadera identidad de Bond, éste, por supuesto, seria inmediatamente liquidado. Segunda, que era la más probable: una vez concluidas las investigaciones genealógicas, tanto si demostraban que Blofeld era el Conde de Bleuville como si probaban lo contrario, Sir Hilary Bray moriría
víctima de un accidente
.
Con tan halagüeñas perspectivas, abandonó Bond el Cuartel General del Servicio Secreto en la tarde del 21 de diciembre.
Llevaba en su equipaje cuatro obras de consulta sobre Heráldica, amén de toda una colección de documentos que Mary Goodnight le entregó, con ojos brillantes, por la ventanilla del taxi. ¡Realmente Mary era una chica magnífica!
Pero ahora era Tracy la que ocupaba sus pensamientos. En Suiza estaría cerca de ella. Consideró llegado el momento de entrar de nuevo en contacto con la muchacha. Durante las últimas semanas la había echado mucho de menos, recordándola con cierta preocupación. Había recibido tres tarjetas alegres e insustanciales que ella le había enviado desde la Clínica de L'Aube, de Davos (Suiza). Él, por su parte, le había escrito cartas cariñosas y alentadoras que había mandado expedir desde América… En ellas anunciaba a Tracy que pronto regresaría a Europa y se pondría en contacto con ella. Pero ¿podría cumplir semejante promesa?