Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
Bond se volvió de nuevo hacia los dos hombres e inmediatamente se dio cuenta de la amarga realidad: se habían arremangado los pantalones hasta la rodilla y estaban esperando con los zapatos en una mano y la pistola en la otra. No, no había tal salvación: aquella treta formaba parte del plan criminal. ¡Pues bien, adelante! Bond se agachó, se arremangó los pantalones y, mientras se quitaba los zapatos y los calcetines, escondió en el hueco de la mano una de las navajas que llevaba ocultas en el talón. Luego, volviéndose a medias hacia el bote, que ya estaba encallado en la arena, deslizó la navaja en el bolsillo derecho del pantalón.
Nadie pronunció una sola palabra. Subieron al bote, primero la muchacha, luego Bond y a continuación los dos hombres, los cuales empujaron la embarcación por la popa para que el motor pudiera hacerla avanzar. El barquero hizo girar rápidamente la redonda proa del Bombard e inmediatamente se encontraron navegando de nuevo hacia el norte entre el chapoteo de las olas que zarandeaban el bote. La dorada cabellera de la muchacha flameaba como una bandera al viento, azotando suavemente las mejillas de Bond.
—Tracy, te vas a resfriar. ¡Ponte esto!
James Bond se quitó la chaqueta. Al ayudar a ponérsela, la mano de ella tropezó con la suya y se la estrechó con fuerza. «¡Diablos!, ¿qué significa esto?», exclamó él en su fuero interno. Luego, al arrimarse más a la muchacha, notó que ella respondía. Bond miró de reojo a los dos hombres: iban sentados de espaldas al viento, en actitud vigilante, pero al mismo tiempo con una extraña expresión de indiferencia. La mano derecha de James Bond, metida en el bolsillo del pantalón, tanteó la confortadora navaja pasando el pulgar por la afiladísima hoja. Después se dedicó a repasar los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, tamizando finamente la arena de sus recuerdos a fin de obtener el polvillo de oro de la verdad.
GRAN TURISMO
Casi exactamente veinticuatro horas antes, James Bond avanzaba por la Carretera Nacional número 1 en su Continental Bentley —el seis cilindros de chasis «R» con diferencial de relación 13/40— recorriendo el rápido pero aburrido trayecto que va desde Abbeville a Montreuil. El piloto automático que todos los automóviles de la clase rally llevan incorporado le permitía correr tranquilamente y sin riesgo alguno a una velocidad de 130 a 150 kilómetros por hora, y así pudo ir pensando durante el viaje en cómo redactaría la carta de dimisión como agente del Servicio Secreto británico. Del escrito que pensaba dirigir a su jefe con la indicación «Particular. Para entregar a M», ya había hecho mentalmente un primer borrador, concebido en los siguientes términos:
Ilustrísimo Señor:
Tengo el honor de dirigirme a Vd con el ruego de que se digne aceptar, a la mayor brevedad posible, mi cese en el Servicio. Me permito exponer a continuación las razones que me impulsan —con gran sentimiento por mi parte— a tomar esta decisión.
1. Hasta hace aproximadamente un año, vine prestando mis servicios encuadrado dentro de la Sección 00, y Vd tuvo la amabilidad de manifestarme, repetidas veces, que estaba muy satisfecho de mi actuación. Pero no puedo ocultar la decepción tan humillante que sentí (a Bond esta frase le parecía admirable) cuando, después de haber llevado a cabo con pleno éxito la Operación «Trueno», recibí de Vd la orden de que me dedicara exclusivamente a la búsqueda y captura de Ernst Stavro Blofeld y de todos los posibles miembros de su organización
ESPECTRA
[1]
, en el caso de que esta, después de haber sido aniquilada en la fase culminante de la Operación «Trueno», hubiera vuelto a resucitar y a reorganizarse.
2. Yo sostenía la opinión —y así se lo comuniqué a Vd entonces— de que esta empresa era una pura tarea de investigación, tarea que podía ser realizada perfectamente por otras secciones del Servicio mediante los procedimientos policíacos ordinarios, es decir: por los puestos locales del extranjero, los servicios secretos extranjeros aliados y la Interpol. Pero las objeciones que entonces formulé fueron rechazadas, y así, desde hace ya casi un año, vengo realizando por todas las regiones del globo una rutinaria labor de detective, sin el menor resultado en ninguna de las pistas que he seguido. No he podido descubrir el menor rastro de Blofeld ni tampoco de esa supuestamente renacida organización ESPECTRA.
3. Mis numerosas peticiones para que se me relevara de esta infructífera misión sólo han obtenido por respuesta el silencio o bien la más rotunda negativa; del mismo modo, mi bien fundada y reiteradamente expresada sospecha (otra frase acertadísima, a juicio de Bond) de que Blofeld había muerto fue siempre acogida con una cortesía que no puedo menos de estimar un tanto seca. (¡Qué expresión más elegante y rotunda, aunque quizá demasiado rotunda!).
4. En atención a todo lo expuesto y especialmente al mal uso que estoy haciendo de mis cualidades y aptitudes, que, aunque modestas, me han capacitado oficialmente para realizar misiones de la Sección 00 más difíciles y también más satisfactorias para mí, me permito presentar a Vd mi renuncia, rogándole curse las órdenes oportunas para que se me dé de baja en el Servicio.
Siempre a sus órdenes, le saluda respetuosamente su afectísimo 007
«Desde luego», reflexionó Bond, enfilando una curva en S, «desde luego, hay en esta carta algunas frasecitas demasiado pomposas y retóricas. Pero, en lo esencial, es esto lo que le voy a dictar a mi secretaria tan pronto como regrese pasado mañana a mi oficina. Estoy más que harto de andar a la caza de ese fantasma de Blofeld. Y lo mismo puedo decir de la organización ESPECTRA. Pues, si ésta ha sido definitivamente triturada, ¿a qué viene el seguir insistiendo en…?». Y, entonces, de pronto, ¡ocurrió aquello! Fue exactamente en el momento en que Bond avanzaba por una recta de quince kilómetros a través de un bosque.
Hirió sus oídos el estruendo de un claxon musical de tres notas, y casi al mismo tiempo le adelantó a toda velocidad un coche deportivo de color blanco, un Lancia Flaminia Zagato Spyder descapotable. Lo conducía una muchacha tocada con un llamativo pañuelo rosa. Si había una cosa, aparte el estampido de los disparos, capaz de soliviantar a Bond y ponerlo inmediatamente en acción, era que una muchacha bonita le adelantara como un bólido. Y, según propia experiencia, las muchachas dadas, como aquélla, a competir en velocidad, eran siempre guapas y… provocativas.
Medio sonriendo con los labios apretados, Bond pisó el acelerador a fondo, empuñó el volante con ambas manos en la posición «tres menos cuarto» y se lanzó en persecución del otro coche. 160, 175, 180 kilómetros por hora, y… nada: no conseguía alcanzarlo.
Alargando la mano hacia el tablero de instrumentos, manipuló un mando rojo, y entonces el Bentley dio un salto hacia delante. Ahora, sí: ahora iba acortando rápidamente la distancia… ¡Ya estaba a 50 metros! ¡A 40! ¡A 30! Ahora podía ver los ojos de ella reflejados en el espejo retrovisor del coche deportivo. Lo malo era que estaba llegando al término de la carretera buena. A su derecha vio pasar Bond como un relámpago una de esas señales de tráfico, con una raya vertical en el centro, utilizadas para indicar «peligro».
Se encendieron un instante las luces de freno del otro coche y Bond vio inclinarse a la joven para maniobrar la palanca de cambio casi al mismo tiempo que él, reduciendo la velocidad de marcha. Momentos después entraban en un pueblecito con calles pavimentadas de guijarros, y Bond tuvo que frenar. Observó con envidia cómo el eje De Dion del auto de la joven hacía adaptarse constantemente las ruedas traseras a la escabrosa superficie. Y a la salida del pueblo, se dio cuenta de que la chica se había escabullido como un murciélago, mientras que él iba unos 50 metros rezagado.
Y así continuó aquella carrera de competición. En las rectas, Bond acortaba la distancia, pero al atravesar un pueblo o aldea, volvía a perder todo el terreno ganado a causa de la maravillosa capacidad de adaptación a la carretera de los coches Lancia y también —se vio obligado a reconocerlo— a causa de la maravillosa e impávida manera de conducir de aquella muchacha. Ante sus ojos surgió un cartel-anuncio Michelin con la indicación «A Montreuil, 15 Km. A
Royale-les-Eaux
, 10 Km. A Le Touquet Paris-Plage, 15 Km.», y entonces hubo de luchar consigo mismo para decidirse definitivamente por una de estas dos alternativas: o bien seguir su propia ruta hasta
Royale-les-Eaux
, en cuyo famoso Casino se había propuesto disfrutar de una noche divertidísima, o bien renunciar a este plan y seguir a aquella endiablada muchacha, no parando hasta averiguar quién era.
Pero la verdad es que al fin no le hizo falta tomar tal decisión: no le quedó más que un camino. Montreuil es una ciudad peligrosa para el tránsito rodado, debido a sus calles tortuosas y empedradas de guijarros y al denso tráfico de los vehículos que abastecen su mercado. Aquí ya no le fue posible seguir a la muchacha con su voluminoso automóvil. La joven conductora se había lanzado a una verdadera carrera de slalom, sorteando las dificultades y peligros del tráfico, de modo que, cuando Bond llegó a las afueras de la ciudad, ya el Lancia blanco se había perdido de vista. Ante él apareció la bifurcación de la carretera que se desviaba, hacia la izquierda, en dirección a Royale.
Allá, en la curva, divisó una leve nube de polvo flotando en el aire. Bond tomó esta curva, y en aquel mismo instante tuvo el presentimiento de que volvería a ver a la muchacha. Al llegar a las cercanías de Royale, Bond aminoró la marcha, rodando perezosamente a través del bello paisaje, entre hayas jóvenes y olorosos pinos que embalsamaban el aire con su penetrante aroma. Disfrutaba pensando en la magnífica velada que le esperaba en el Casino y evocando el recuerdo de sus pasadas excursiones anuales a esta ciudad.
¿Qué le tendría reservado Royale en aquella hermosa noche de setiembre? ¿Una considerable ganancia de dinero en la sala de juego? ¿Una sensible pérdida? ¿Una linda muchacha? ¿Tal vez aquella linda muchacha del coche deportivo? Aquella noche era, precisamente, la última de la temporada en que el Casino abría sus puertas al público. Esta fiesta de clausura constituía siempre un gran acontecimiento: nunca como entonces se apiñaba tanta gente alrededor de las mesas de Juego. Bond hizo un viraje, y entró en la Promenade des Anglais: ante sus ojos apareció la fachada del hotel Splendide, de falso estilo imperio, y —¡asombroso pero cierto!— allí, en la pista de grava que se extiende a lo largo de la escalinata del edificio, estaba el pequeño Lancia blanco. Justo en aquel momento, un mozo del hotel subía hacia la puerta principal cargado con dos maletas.
¡Qué coincidencia! James Bond metió su coche entre la hilera de lujosísimos vehículos estacionados en la zona de aparcamiento, y después de entregar su equipaje a otro mozo del hotel, se acercó al vestíbulo de recepción del Splendide. Le atendió el gerente en persona, saludándole con una efusiva y radiante sonrisa que hizo brillar su dentadura de oro.
—Monsieur Maurice —preguntó Bond—, ¿puede usted decirme quién es esa dama que acaba de llegar en un Lancia blanco?
—Es la Comtesse Teresa de Vicenzo, mon Comandant, un cliente asiduo de este hotel. Su padre es un gran industrial del Sur de mucha fama. Seguro que Monsieur ha visto más de una vez el nombre de ella en periódicos y revistas. Madame la Comtesse es una dama… ¿cómo diría yo? —se detuvo, y luego, con una sonrisa maliciosa, añadió—: …Una dama, digamos, que disfruta de la vida plenamente, hasta exprimirle la última gota.
—Ah, sí. Ya entiendo. Bien, bien, y, ¿qué tal ha sido aquí la temporada veraniega?
Siguieron hablando de cosas insustanciales mientras el gerente acompañaba a Bond en el ascensor y lo conducía a una de las elegantes habitaciones que daban al Paseo. Luego, tras un intercambio de cumplidos y frases de cortesía, James Bond se quedó solo en su habitación. Con toda calma deshizo las maletas, tomó una ducha helada, se vistió y se puso a reflexionar para decidir adónde iría a cenar aquella noche. En Inglaterra, solía cenar casi siempre a base de lenguado a la parrilla, oeufs cocotte y rosbif frío acompañado de una ensaladilla de patatas: con este menú se daba por satisfecho. Pero cuando viajaba por un país extranjero, después de un día entero al volante, las comidas tenían para él un aliciente especial y esperaba con impaciencia y placer el momento de sentarse a la mesa. Después de pensarlo detenidamente, optó por uno de sus restaurantes favoritos, un establecimiento de apariencia modesta, situado frente a la estación ferroviaria de Etaples; pidió por teléfono a su viejo amigo Monsieur Bécaud que le reservara una mesa, y dos horas después regresaba en su coche al Casino, llevando entre pecho y espalda la mejor perdiz asada que había comido en su vida. Entonado, además, por media botella de Mouton Rothschild 53 y una copa de Calvados de diez años como complemento del café, Bond estaba seguro de que aquella iba a ser para él una noche de las que se recuerdan toda la vida. Y así, contento y de un humor excelente, subió la concurrida escalinata del Casino, penetró en el edificio y atravesó la espaciosa sala de entrada; siguió adelante, pasó frente a la larga mesa destinada al servicio de identificación y al despacho de tarjetas de entrada, y por último se encontró en el elegante y perfumado santuario de los juegos de azar. Bond se detuvo un momento al lado de la Caja, contemplando aquel espectáculo lleno de tensión dramática; luego echó a andar con paso lento en dirección a la principal mesa de
chemin de fer
[2]
, atrayendo la atención de Monsieur Pol, Jefe de Juego de las posturas fuertes. Monsieur Pol murmuró unas palabras a un ujier, y un instante después le asignaban a Bond el asiento Número Siete en la mesa de juego. El cambista le canjeó su billete de cien mil francos antiguos por diez fichas de diez mil francos cada una. La apuesta mínima era de diez mil francos antiguos o cien nuevos. Pero Bond observó que cada banquero iniciaba el juego con posturas hasta cinco veces mayores. Los jugadores allí presentes formaban esa mescolanza internacional corriente en tales lugares: había tres magnates de la industria textil, de Lila; un par de señoronas gordas, belgas quizá, cubiertas de brillantes; una inglesa bajita, tranquila e impasible, y dos americanos de mediana edad con trajes oscuros. Alrededor de la mesa se apretujaban también, en una doble fila, mirones y apuntadores ocasionales. Pero no se veía ninguna muchacha joven. Y Bond estaba seguro de que, de haberse encontrado allí la conductora del Lancia, la habría reconocido sin vacilar. Al principio el juego se presentó más bien soso y aburrido. El sabot portanaipes iba haciendo la ronda lentamente alrededor de la mesa y los banqueros de turno fallaban uno tras otro sin que les sonriera la suerte una sola vez. Luego James Bond, lleno de confianza y optimismo, jugó contra el magnate de Lila, que estaba a su izquierda. Ganó. Puso en el platillo la parte que usualmente se destina a los croupiers y dobló la postura, elevándola a 200.000 francos antiguos. Ganó, no sólo esta apuesta, sino también las dos siguientes. Ahora Bond iba ya lanzado. ¡800.000 francos en la banca! El corrillo de jugadores y espectadores había empezado a ponerse en guardia. Les inquietaba aquel inglés moreno con su flemática y despreocupada manera de jugar, y sobre todo aquella casi sonrisita altiva que fruncía su boca dándole una expresión un tanto cruel. Bond volvió a ganar. Y entonces tomó la decisión de reservarse un poco de capital. Del 1.600.000 francos que valía el montón de fichas que tenía delante, apartó 600.000, pidiendo al croupier que se las pusiera en
garage
[3]
. Aún consiguió tener la banca otras cuatro veces consecutivas, pero añadiendo ahora, cada vez, un millón de francos a su garage. A continuación, la anciana señora inglesa apostó contra él. Bond la miró sonriente. Sabia que esta vez iba a ganar ella. ¡Y, en efecto, ganó! Alrededor de la mesa se oyó algo así como un suspiro de alivio general. Pero inmediatamente pudo percibirse también una especie de cuchicheo de envidia cuando el croupier empujó hacia Bond, con la pala, las pesadas fichas nacaradas que aquél tenía en garage, fichas que valían más de… ¡3000 libras esterlinas! Por su parte, Bond envió a través de la mesa una ficha de 1000 francos nuevos en dirección al croupier, que la recogió agradecido, pronunciando la consabida frase: «¡Merci, Monsieur! Pour le personnel». Luego el juego siguió su curso. Y entonces, de repente… ¡la vio! Como surgida de la nada, la muchacha apareció junto al croupier en el preciso momento en que éste decía «¡Faites vos jeux, Messieurs!». Bond apenas tuvo tiempo de captar más que unos cuantos detalles de la joven —unos brazos bronceados por el sol, un lindo rostro trigueño con ojos azules muy brillantes y labios pintados en un rosa intenso, un vestido blanco de corte sencillo, una cabellera dorada que le caía hasta los hombros…— cuando ya ella anunciaba: «¡Banco!». Todas las miradas se concentraron ahora en la muchacha, pues los jugadores habían vuelto a su actitud cautelosa. El magnate de Lila que Bond tenía inmediatamente a su izquierda, jugador de modales bruscos y groseros, iba ahora por su sexto coup. Su banca estaba a 200.000 francos nuevos, equivalentes a… ¡dos millones de francos antiguos! Durante un momento reinó en la mesa un profundo silencio. Luego el croupier anunció: ¡Le banco est fait!, y entonces el monstruo de Lila (pues así lo veía Bond ahora: como un monstruo) arrebató con furia sus cartas del sabot, mientras la muchacha recogía las suyas de la pala del croupier. Ella se inclinó hacia adelante para contar los tantos, y pidió: