Al Filo de las Sombras (70 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Vitorearon todos los hombres menos uno. Feir Cousat guardaba silencio, estoico. Su cara podría haber estado tallada en mármol.

Epílogo

Dorian oyó cascos de caballos cuando superó la última elevación de las colinas y avistó Khaliras. Se hizo a un lado y esperó pacientemente, cautivado por la vista. La ciudad aún estaba a dos días de camino pero, entre las montañas de Faltier y el monte Siervo, las llanuras se extendían anchas y planas. La ciudad y el castillo se elevaban con la montaña, una aguja solitaria en un océano de tierras de pasto. En un tiempo había sido su hogar.

El grupo empezó a adelantarlo, a lomos de unos caballos magníficos. Dorian se hincó de rodillas y les rindió el homenaje propio de un campesino. No era un grupo normal de exploradores. Tampoco eran tropas regulares, aunque su armadura los identificara como tales. Sus armas y sus caballos los delataban. Los seis enormes soldados eran miembros de la Guardia del Rey Dios. Y a juzgar por su olor, a pesar de sus capotillos cortos, los meisters que los acompañaban en realidad eran vürdmeisters. Solo podían venir de Cenaria, probablemente escoltando grandes riquezas en los pocos cofres que transportaban.

Dorian lanzaba breves vistazos disimulados cuando vio el auténtico tesoro. Una mujer cabalgaba con los meisters, vestida con ropa gruesa y con un velo en la cara. Sus gestos tenían algo extrañamente familiar, y entonces le vio los ojos.

Era la mujer que había vaticinado. Su futura esposa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y recordó fragmentos sueltos de sus antiguas profecías: el proceso de quemar su don de algún modo las había bloqueado.

Cuando volvió en sí, seguía de rodillas. Tenía calambres en los músculos y el sol estaba bajo en el cielo. El grupo se encontraba a kilómetros de distancia, ya en los pastos. Se había pasado medio día inconsciente.

«Solon, ¿dónde estás? Te necesito aquí.» Pero Dorian conocía la respuesta. Si Solon había sobrevivido a Aullavientos, probablemente estaría ya navegando rumbo a casa, a Seth, para enfrentarse a su amor perdido. Esa mujer, la ya emperatriz Kaede Wariyamo, estaría furiosa. Por culpa de las profecías de Dorian, Solon había abandonado su patria cuando más lo necesitaba. Dorian solo podía esperar que el camino de su amigo no fuese tan solitario como el suyo.

Porque, incluso sin el don de la profecía, Dorian sabía que, allá adonde fuera, recorrería una senda a oscuras, solo, sufriendo tanto que renunciar a sus visiones había parecido una buena idea.

Asustado y tembloroso, se levantó. Contempló el camino que tenía delante y el que le quedaba detrás, el camino a Khaliras y su futura esposa —¡Jenine, así se llamaba!— o el camino que llevaba de vuelta a sus amigos. La muerte y el amor, o la vida y la soledad. El Dios parecía tan distante como un verano en los Hielos.

Compuestas las facciones, con la espalda recta, Dorian continuó su largo camino a Khaliras.

Ghorran no le quitaba la vista de encima a Elene, con aquella mirada siniestra e intensa. El primer día no supuso ningún problema, porque Elene no tuvo necesidad de aliviarse. El segundo día, sí. Lo siguió un breve trecho bosque adentro y después se cobijó tras un arbusto para tener algo de intimidad. Ghorran esperó hasta que estuvo agachada y alzándose la falda, y entonces se acercó solo para que pasara vergüenza. Por supuesto, con él delante no le salió.

Esa noche, como hacían cada noche y cada mañana, los khalidoranos rezaron: «
Khali vas
,
Khalivos ras en me
,
Khali mevirtu rapt
,
recu virtum defite
». Ghorran tiró a Elene al suelo y se colocó a horcajadas encima de ella. Mientras rezaba, le hundió los dedos en los puntos de presión de detrás de las orejas. Elene gritó y sintió que un líquido caliente le empapaba el vestido cuando perdió el control de su vejiga.

Al finalizar la plegaria, Ghorran se levantó, le dio un papirotazo en la oreja y dijo:

—Apestas, zorra asquerosa.

No la dejaron lavarse cuando cruzaron un riachuelo de montaña. Cuando Ghorran se la llevó a un lado esa tarde, Elene se arremangó la falda y se alivió mientras él la miraba, aunque no se regodeó observándola hasta que Elene se ruborizó y apartó la vista.

—Mañana —dijo—, te haré llevar mierda en la cara. La tuya o la de otro. Tú eliges.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Elene—. ¿Es que no tienes ni una pizca de decencia?

A la mañana siguiente, sin embargo, los despertaron temprano. Partieron de inmediato. Los prisioneros viajaban en fila india, atados entre sí, marchando detrás de sus captores. Elene era la sexta de una fila de seis, con el niño, Herrald, justo delante. Le llevó un tiempo descubrir por qué estaban nerviosos los khalidoranos, ya que golpeaban a los cautivos si hablaban.

Solo había cinco soldados khalidoranos esa mañana.

Por la noche, Ghorran parecía haber olvidado su amenaza. Cuando llevó a Elene a un lado para que se aliviase, no perdió de vista ni por un instante el campamento. Elene se agachó entre los alerces que empezaban a dejar caer sus agujas doradas con el inicio del otoño y fingió que el soldado no la molestaba.

—Es posible que mañana nos encontremos con los meisters —dijo Ghorran, con la vista puesta en el campamento—. Entonces os entregaremos a todos. Ese cabrón de Haavin probablemente se largó corriendo, el muy cobarde.

Elene se levantó y, ni a diez pasos del despistado Ghorran, vio a un hombre apoyado en un árbol. El desconocido llevaba un batiburrillo de capas, chalecos, camisas con bolsillos y bolsitas de todos los tamaños, todo ello de cuero de caballo, curtido, todo del mismo marrón intenso y ablandado por muchos años de desgaste. Llevaba unos cuchillos gurkas gemelos curvados hacia delante metidos en la parte trasera del cinto, un estuche de arco muy bien tallado colgado al hombro y empuñaduras de todos los tamaños repartidas entre sus prendas. Tenía la cara afable, con los ojos castaños, irónicos y almendrados y el pelo negro, suelto y liso: un acechador ymmurí. Se llevó un dedo a los labios.

—¿Has acabado? —preguntó Ghorran, echando un vistazo hacia Elene.

—Sí —respondió esta. Miró con el rabillo del ojo al acechador, pero ya no estaba.

Solo quedaban cuatro soldados cuando acamparon esa noche al borde del bosque para aprovechar el cobijo de los árboles. Los khalidoranos discutieron sobre si debían seguir adelante a oscuras o si Haavin y el otro desaparecido de verdad habían huido. La noche fue corta, y Ghorran despertó a Elene cuando todavía estaba oscuro.

La llevó en silencio hasta el bosque. Ella se levantó la falda como si no le importase.

—¿Cómo te hiciste daño en el pecho? —le preguntó Elene.

—Una zorra loca me clavó una horca cuando maté a su marido y destripé a sus mocosos. —Se encogió de hombros, como si haberse dejado apuñalar hubiera sido un despiste, algo embarazoso pero no grave.

Para Ghorran, eviscerar a niños no era nada del otro mundo. Había hecho daño y humillado a Elene; eso podía perdonárselo. Sin embargo, aquel encogimiento de hombros que restaba importancia al incidente avivó la pequeña chispa de furia de su corazón. Por primera vez en su vida desde Rata, Elene odió.

Ghorran había llevado un arco consigo y en ese momento lo estaba encordando.

—Hoy llegaremos al campamento —dijo—. Neph Dada te hará cosas espantosas. —Se lamió los labios resecos—. Yo puedo salvarte.

—¿Salvarme?

—Lo que él hace no debería hacerse. Son perversiones de lodricarios. Si sales corriendo ahora, te clavaré una flecha en la espalda y te lo ahorraré.

Su piedad era tan singular que el odio de Elene se disolvió.

Estalló un fogonazo de luz en el campamento, cincuenta pasos por detrás de ellos, que arrojó sombras contra los árboles. Lo siguió un grito. Luego el ruido de unos caballos al galope.

Elene se volvió y vio una docena de jinetes khalidoranos desconocidos que cabalgaban hacia el campamento desde el norte. Habían llegado temprano para recoger a sus esclavos.

—¡Huid! —resonó un grito, más alto de lo que un hombre debería haber sido capaz de chillar.

A través de los árboles, Elene vio al acechador ymmurí luchando contra los khalidoranos. Rajó a dos de ellos con un solo movimiento. Uno de los jinetes disparó fuego con las manos, pero él lo esquivó.

Ghorran sacó una flecha y tensó el arco, pero había demasiados árboles y khalidoranos entre él y el ymmurí. Entonces, a pocos pasos de distancia, el joven Herrald salió disparado entre los árboles, huyendo a la carrera.

Ghorran se volvió y apuntó, siguiendo a su nuevo blanco.

Lo único que Elene pensó fue: «No».

Cogió la daga del cinto de Ghorran, la subió por encima de su hombro y se la clavó en la garganta. El khalidorano sufrió un espasmo, la flecha salió disparada y pasó silbando muy por encima de la cabeza de Herrald.

El arco se escurrió de los dedos de Ghorran, que miró a Elene a la cara con los ojos muy abiertos por la sorpresa. La daga estaba alojada en plena garganta y el ancho filo bloqueaba la tráquea. El khalidorano exhaló, con un esfuerzo del pecho, y el aire salió emitiendo un silbido. Se llevó una mano al cuello y palpó la daga, todavía sin creérselo.

Entonces trató de inhalar. Su diafragma bombeó como un fuelle, pero no pudo obtener aire. Cayó de rodillas. Elene no podía moverse.

Ghorran se arrancó la daga de la garganta y boqueó para respirar, pero la bocanada degeneró en un gorgoteo. Tosió y salpicó de sangre a Elene.

Siguió intentando respirar mientras la hemorragia le anegaba los pulmones. En cuestión de momentos, se derrumbó en el suelo del bosque.

A pesar de la sangre que tenía en la cara, el vestido y las manos, a pesar de la expresión lastimosa de la cara de Ghorran y el horror que suponía ver morir a un hombre, Elene no se arrepentía. Apenas un minuto atrás odiaba a Ghorran, pero no lo había matado por odio. Sencillamente, había que pararlo. Si hubiese podido retroceder a ese momento, habría hecho lo mismo. Y así, sin más, lo entendió.

—Dios mío, qué estúpida he sido —dijo en voz alta—. Perdóname, Kylar.

Dando la espalda a los fogonazos de magia que explotaban en el bosque y prendían fuego a los árboles, Elene corrió.

En el lado norte de la isla de Vos, a la luz incierta del lluvioso día otoñal, Kylar contemplaba el hito anónimo de piedras que había construido. La tumba de Durzo.

Estaba cubierto de sangre, con su ropa de ejecutor rajada y chamuscada por la magia. Llevado por la ira había luchado durante horas, matando a todo soldado y meister khalidorano que se le puso a tiro. Gracias a la menguante magia del suelo del salón, había visto erguirse a Logan, había visto volverse al ferali y había presenciado la destrucción del ejército de Khalidor. Había visto cómo los hombres miraban a Logan. Aunque las figuras eran diminutas, lo llevaban escrito en todas las líneas de su cuerpo.

Logan marcharía a casa con su ejército y, al cabo de dos días, cuando llegasen, se encontraría su castillo barrido y purificado de la presencia khalidorana, salvo por Khali, pero de esa criatura Kylar pensaba mantenerse alejado. Ya invitaría el rey Gyre a unos cuantos magos para que se ocuparan de eso.

—Hemos ganado, supongo —dijo a la tumba de Durzo.

Kylar sabía que no servía de nada despotricar sobre su vida. Era el Ángel de la Noche y para él no había celebraciones. Como le había explicado Durzo hacía mucho, siempre estaría al margen, solo.


Pobrecito, qué difícil es ser inmortal
—dijo el ka’kari.

Kylar estaba demasiado agotado para sentirse sorprendido u ofendido. El ka’kari ya había hablado antes, como recordó en ese momento, intentando salvarle la vida.

—O sea que puedes hablar —dijo.

El ka’kari formó un charquito en su mano y dibujó una cara estilizada. Sonrió y le guiñó un ojo. Kylar suspiró y volvió a absorberlo al interior de su piel.

Contempló su muñón. Había perdido el brazo por nada. Había hecho un juramento al Lobo por nada. Todo lo que había aprendido, todo lo que había sufrido, había tenido un único fin: matar a Garoth Ursuul, cumplir su destino. Garoth era el inmundo manantial del que manaba la desdicha de Kylar, Jarl y Elene. Resultaba muy apropiado que el hombre que había conducido a Kylar a hacerse ejecutor fuese también su último muriente. Sin Garoth, no habría existido Roth. Sin Roth, Elene no tendría cicatrices, Jarl estaría vivo y entero y Kylar sería... ¿qué? En fin, no un ejecutor.

El conde Drake le había dicho una vez: «Hay una divinidad que moldea belleza a partir de la tosca talla de nuestras vidas». Era mentira, como lo era el destino de Kylar. Quizá por eso aquello resultaba tan difícil: había empezado a creer en la economía divina de Elene. Así, de golpe no solo había perdido a Elene, que lo había acompañado desde el principio, que le había hecho creer cosas buenas sobre sí mismo; también había perdido su destino. Si tenía un destino, tenía un propósito: una perla que se iba construyendo alrededor del mal que había sufrido y causado. Si lo habían moldeado con un fin, tal vez había un Moldeador. Si había un Moldeador, tal vez se llamaba el Dios Único. Y quizá el Dios Único era el puente sobre la sima entre asesino y santa que separaba a Kylar de Elene. Pero no había puente, ni Dios, ni Moldeador, ni propósito, ni destino ni belleza. No había vuelta atrás. Le habían arrebatado a la vez la justicia, la venganza, el amor y el propósito.

Se había creído capaz de cambiar, de comprar la paz al precio de una vieja espada. Sin embargo, Sentencia era solo un instrumento de la justicia. Era Kylar quien ansiaba administrarla. Ese día había matado a muchos hombres, y no lograba sentirse mal por ello. En eso consistía ser el Ángel de la Noche. Quizá un hombre mejor podría renunciar a la espada. Kylar no podía, ni siquiera aunque le hubiese costado a Elene.

Cada vez que pensaba en Elene, su cara se metamorfoseaba en la de Vi. Cada vez que pensaba en Vi, sus fantasías derivaban de darle su merecido a fantasías de otro tipo.

—Maestro —dijo al montón de piedras—, no sé qué hacer.

«Remata el trabajo.» Sabía la entonación exacta que Durzo habría dado a las palabras, exasperada pero firme.

Era cierto. El Lobo había cumplido su parte del trato: Kylar había regresado de la muerte de inmediato. Se había demostrado un mal negocio, pero un trato era un trato, de modo que Kylar iría a robar a Curoch, cabalgaría hasta Vuelta del Torras y recuperaría su brazo. Sonaba bastante simple. Al fin y al cabo, robar no era difícil cuando uno podía volverse invisible. Además, por poco que tardase en recuperar su brazo, sería demasiado. El muñón le dolía y, aunque no lo hubiese pensado, perder una mano lo desequilibraba.

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