Read Al Filo de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Garoth dio un paso atrás.
—Khali ha hablado —anunció.
Los restantes miembros del pelotón contuvieron el aliento, y el rey dios les hizo una seña con la cabeza.
Todos ellos, incluido el hermano, rodearon al hombre y empezaron a golpearle.
Habría sido más rápido si Garoth les hubiese permitido llevar guanteletes o usar la contera de las lanzas o la parte plana de las espadas, pero le parecía mejor que lo hicieran con las manos desnudas. Cuando la sangre empezara a fluir y salpicar bajo los golpes, no debía manchar la ropa del pelotón; tenía que mancharles la piel. Que sintieran el calor de la sangre del joven mientras moría. Que conocieran el precio de la cobardía. Los khalidoranos no huían.
El pelotón atacó con saña. El círculo se cerró y sonaron los gritos. El sonido de la carne desnuda al golpear la carne desnuda tenía algo íntimo. El joven desapareció y lo único que quedó a la vista fueron los codos que subían y bajaban con cada puñetazo y los pies que se retiraban para propinar nuevas patadas. Y al cabo de unos instantes, sangre. Al sacar aquella pajita corta, el joven se había convertido en el chivo expiatorio. Era el decreto de Khali. Dejaba de ser el hermano o el amigo para encarnar lo que todos habían hecho mal.
En dos minutos, el joven estaba muerto.
Los miembros del pelotón volvieron a formar, rociados de sangre y jadeantes por el esfuerzo y la emoción; ni echaron un vistazo al cadáver que tenían a los pies. Garoth los miró uno por uno a los ojos, sosteniendo la mirada del hermano durante más tiempo. Luego se acercó al muerto y extendió una mano. El vir le atravesó la piel de la muñeca, se estiró formando una garra de contorno irregular y apresó la cabeza del cadáver. Las uñas se contrajeron y la cabeza reventó con un sonido húmedo que provocó arcadas a docenas de cenarianos.
—Se acepta vuestro sacrificio. Así quedáis purificados —anunció, y los saludó.
Ellos le devolvieron el saludo con orgullo y retomaron su puesto en la formación del patio. Dos guardaespaldas del rey dios arrastron el cadáver a un lado.
Garoth hizo una seña al siguiente pelotón. Las próximas catorce ceremonias de absolución serían una repetición de la primera, y aunque el nerviosismo seguiría dominando a todos los grupos, pues incluso los que habían pasado por la plataforma podían perder a amigos y familiares de otros pelotones, el rey dios perdió el interés.
—Neph, cuéntame qué has descubierto sobre ese hombre, ese tal Ángel de la Noche que mató a mi hijo.
El Castillo de Cenaria no se contaba entre los lugares que más le apeteciera volver a visitar a Kylar. Iba disfrazado de curtidor, con las manos y los brazos manchados hasta el codo de un tinte lavable, y una túnica de lana propia de un artesano llena de salpicaduras. Se había echado unas gotas de un perfume especial que su difunto maestro Durzo Blint había creado; apestaba casi tanto como un verdadero curtidor. Durzo siempre había preferido los disfraces de curtidor, porquero, mendigo y demás personajes que la gente respetable procuraba no ver... ya que no podía evitar olerlos. Solo se había aplicado el perfume a las prendas exteriores para poder deshacerse de ellas en caso de necesidad. Se le quedaría pegado un resto del hedor, pero no había disfraz sin desventajas. El arte consistía en adecuar esas desventajas al trabajo que se tenía entre manos.
El Puente Real de Oriente había ardido durante el golpe. Aunque los meisters lo habían reparado en casi su mayor parte, seguía cerrado, de modo que Kylar cruzó por el de Occidente. Los centinelas khalidoranos apenas le echaron un vistazo cuando pasó por delante de ellos. Daba la impresión de que todo el mundo, incluidos los meisters, solo tenía ojos para una plataforma situada en el centro del patio del castillo y un grupo de montañeses que formaban con el pecho desnudo a pesar del frío. Kylar ni se fijó en el pelotón que se encontraba subido en la plataforma y escudriñó el patio en busca de amenazas. Todavía no estaba seguro de si los meisters podían detectar su Talento, aunque sospechaba que no serían capaces mientras no lo usara. Las capacidades de los brujos parecían mucho más vinculadas al olfato que las de los magos; era el motivo principal de que hubiese acudido disfrazado de curtidor. Si se le acercaba un meister, su esperanza era que los olores mundanos disimulasen los mágicos.
Había cuatro guardias a cada lado de la puerta, seis apostados en cada lienzo de la muralla romboidal del castillo y otros mil formando en el patio, además de los doscientos montañeses Graavar. Unos cincuenta meisters estaban colocados a intervalos regulares entre los varios millares de asistentes. En el centro de todo, sobre la plataforma provisional, había un grupo de nobles cenarianos, varios cadáveres mutilados y el rey dios Garoth Ursuul en persona, hablando con un vürdmeister. Era ridículo pero, aun con la cantidad de soldados y meisters presentes, probablemente sería la mejor oportunidad para matar a ese hombre que tendría un ejecutor.
Sin embargo, Kylar no estaba allí para matar. Estaba allí con el fin de estudiar a una persona para el trabajo más raro que había aceptado nunca. Escudriñó la multitud en busca del hombre del que Jarl le había hablado y no tardó en encontrarlo. El barón Kirof había sido vasallo de los Gyre. Con su señor muerto y sus tierras tan cerca de la ciudad, fue uno de los primeros nobles de Cenaria en hincar la rodilla ante Garoth Ursuul. Era un tipo gordo con una barba pelirroja recortada al estilo anguloso de las tierras bajas de Khalidor, la nariz grande y torcida, el mentón débil y unas pobladas cejas.
Kylar se acercó más. El barón Kirof sudaba, se secaba las palmas en la túnica y hablaba nervioso con los nobles khalidoranos que lo rodeaban. Cuando el joven se estaba abriendo paso entre la gente, un herrero alto y apestoso le hundió el codo en el plexo solar.
El codazo dejó a Kylar sin aliento y, mientras se doblaba en dos, el ka’kari rezumó de su mano y formó una daga de puño.
—Si querías mejores vistas, haber llegado temprano igual que hemos hecho los demás —dijo el herrero, que se cruzó de brazos y se arremangó para hacer alarde de unos bíceps descomunales.
Con un esfuerzo, Kylar obligó al ka’kari a regresar al interior de su piel y se disculpó con la mirada gacha. El herrero hizo un gesto burlón y volvió a concentrarse en el espectáculo.
El joven se conformó con unas vistas decentes del barón Kirof. El rey dios iba por la mitad de los pelotones y ya pululaban corredores del Sa’kagé aceptando apuestas de a quién de cada grupo le tocaría después. Lo que no pasó inadvertido a los soldados khalidoranos. Kylar se preguntó cuántos cenarianos morirían por la crueldad de los corredores de apuestas cuando los soldados invasores recorrieran la ciudad esa noche, dolidos por la pérdida de sus camaradas y enfurecidos por la afrenta del Sa’kagé, que contaminaba todo lo que tocaba.
«Tengo que largarme de esta maldita ciudad.»
Del siguiente pelotón habían probado suerte diez hombres sin que ninguno sacara la pajita corta. El espectáculo había ganado en interés, casi valía la pena prestar atención: la desesperación de los hombres había ido en aumento a medida que sus compañeros se salvaban y sus propias esperanzas se volvían más negras. El undécimo, un hombre de unos cuarenta años todo tendón y cartílago, sacó la pajita más corta. Se mordisqueó la punta del bigote mientras la entregaba al rey dios pero, por lo demás, no reveló emoción alguna.
Neph echó un vistazo hacia la duquesa de Jadwin y su marido, que estaban sentados en la plataforma.
—Examiné el salón del trono —dijo al rey dios— y sentí algo con lo que no me había encontrado nunca. Todo el castillo huele a la magia que mató a tantos de nuestros meisters, pero algunos puntos del salón del trono sencillamente... no huelen. Es como si la casa estuviera ardiendo pero, al entrar en una habitación, no oliese a humo.
Ya corría la sangre, y Garoth estaba bastante seguro de que el hombre había muerto, pero el pelotón seguía ensañándose, dando golpes y más golpes.
—Eso no concuerda con lo que sabemos del ka’kari de plata —observó.
—No, santidad. Creo que existe un séptimo ka’kari, un ka’kari secreto. Creo que anula la magia y creo que lo tiene ese Ángel de la Noche.
Garoth reflexionó sobre aquello mientras los hombres formaban de nuevo detrás del cadáver. Le habían destrozado la cara por completo. Había sido un trabajo impresionante. O bien el pelotón se había aplicado para demostrar su compromiso, o bien el pobre desgraciado no caía bien. Garoth asintió, complacido. Volvió a extender la garra de vir y aplastó la cabeza del muerto.
—Se acepta vuestro sacrificio. Así quedáis purificados.
Los dos guardaespaldas apartaron el cuerpo a un lado de la plataforma. Allí los apilaban en un macabro montón para que, aunque los cenarianos no viesen la muerte de cada hombre, contemplasen el resultado.
Cuando empezó el siguiente pelotón, Garoth dijo:
—¿Un ka’kari escondido durante setecientos años? ¿Qué poder otorga? ¿El de ocultarse? ¿Y de qué me sirve eso?
—Santidad, con un ka’kari así, vos o vuestro agente podríais acceder al corazón de la Capilla y apoderaros de todos los tesoros que almacenen. Sin ser visto. Es posible que vuestro agente pudiera entrar en el mismísimo bosque de Ezra y reclamar para vos los artefactos acumulados durante siete siglos. Entonces no habría más necesidad de ejércitos o de sutilezas. De un plumazo, podríais tener a todo Midcyru en un puño.
«Mi agente.» Sin duda Neph se ofrecería valerosamente voluntario para tan peligrosa misión. Aun así, la mera idea de un ka’kari como ese ocupó el pensamiento de Garoth durante las muertes de otro adolescente, dos hombres en la flor de la vida y un soldado veterano que lucía una de las mayores condecoraciones al mérito que otorgaba el rey dios. Ese último fue el único en cuyos ojos relució algo que recordaba a la traición.
—Investígalo —ordenó.
Se preguntó si Khali estaría al corriente de la existencia de aquel séptimo ka’kari. Se preguntó si Dorian lo estaba. Dorian su primer hijo reconocido, Dorian el que había sido su heredero, Dorian el profeta, Dorian el traidor. Dorian había venido a Cenaria, de eso a Garoth no le cabía ninguna duda. Solo Dorian podía haber llevado consigo a Curoch, la poderosa espada de Jorsin Alkestes. Un mago desconocido había aparecido con el arma durante un momento fugaz y exterminado a cincuenta meisters y tres vürdmeisters, para luego desaparecer. Saltaba a la vista que Neph esperaba que Garoth le hiciera preguntas al respecto, pero el rey dios había renunciado a encontrar a Curoch. Dorian no era ningún tonto. No habría traído a Curoch tan cerca si hubiese creído que podía perderla. ¿Cómo adelantarse a un hombre capaz de ver el futuro?
Garoth entrecerró los ojos mientras aplastaba otra cabeza. Cada vez que lo hacía se salpicaba de sangre los ropajes blancos como la nieve. Era lo que pretendía, pero no por ello resultaba menos irritante. Además, no parecía muy digno que le entrase sangre en los ojos.
—Se acepta vuestro sacrificio —dijo a los hombres—. Así quedáis purificados.
Se adelantó hasta el borde de la plataforma mientras el pelotón regresaba a su sitio en el patio de armas. Durante el ceremonial entero no se había vuelto ni una vez hacia los nobles cenarianos sentados a sus espaldas. En ese momento, lo hizo.
El vir cobró vida de golpe cuando se giró. Unos zarcillos negros subieron reptando hasta su cara, se acumularon sobre sus brazos, le recorrieron las piernas y hasta asomaron por sus pupilas. Les concedió un momento para que absorbieran la luz, de modo que el rey dios pareció una mancha de oscuridad, desdibujada y antinatural, bajo la creciente luz de la mañana. Después lo atajó. Quería que los nobles lo vieran.
No había un par de ojos que no estuvieran abiertos como platos. No era únicamente el vir o la majestuosidad innata de Garoth lo que los dejaba anonadados. Eran los cadáveres apilados como leña a cada lado y a su espalda, enmarcándolo como si fuera un cuadro. Era la ropa blanca manchada de sangre y sesos que llevaba. Resultaba sobrecogedor en su poder y terrible en su majestad. Quizá haría que la duquesa Trudana de Jadwin pintara la escena... si sobrevivía.
El rey dios contempló a los nobles de la plataforma y estos observaron al rey dios. Se preguntó si alguno de ellos habría contado ya su propio número: trece.
Les tendió el puñado de pajitas.
—Adelante —les dijo—. Khali os purificará.
Esta vez, no tenía la menor intención de dejar que el destino decidiera quién moriría.
El comandante Gher miró al rey dios.
—Santidad, debe de haber un...
Gher dejó la frase en el aire. El rey dios no cometía errores. Palideció, sacó una pajita larga, y transcurrieron unos instantes antes de que se le ocurriera no parecer demasiado aliviado.
La mayoría de los demás eran nobles de segunda fila, los hombres y las mujeres que habían hecho funcionar el gobierno del difunto rey Aleine IX de Gunder. Se habían dejado corromper con una facilidad desconcertante. Qué sencilla podía llegar a ser la extorsión. Sin embargo, a Garoth no le servía de nada matar a aquellos peones, aunque le hubieran fallado. Todos sacaron una pajita larga.
Llegó hasta una sudorosa Trudana de Jadwin. Era la duodécima de la fila, y su marido, el último.
Garoth hizo una pausa. Dejó que cruzaran una mirada entre ellos. Sabían, como sabían todos los espectadores, que uno de los dos iba a morir, y que todo dependía de lo que sacase Trudana. El duque tragaba saliva de forma compulsiva.
—De entre todos los nobles presentes —dijo Garoth—, vos, duque de Jadwin, sois el único al que nunca he tenido a sueldo. Así pues, es obvio que no me fallasteis. Vuestra esposa, en cambio, sí.
—¿Qué? —preguntó el duque, mirando a Trudana.
—¿No sabíais que os engañaba con el príncipe? Lo asesinó por orden mía —explicó Garoth.
Había algo bello en presenciar lo que debería ser un momento de gran intimidad. La cara del duque, antes pálida de miedo, adoptó un tono grisáceo. Era evidente que había sido menos perspicaz si cabe que la mayoría de los cornudos. Garoth vio cómo lo golpeaba la comprensión, cómo lo destrozaba cada sospecha a la que alguna vez había quitado importancia, cada excusa barata que había tenido que escuchar.
Lo más curioso era que Trudana de Jadwin parecía afectada. No tenía la expresión hipócrita que Garoth se esperaba. Había creído que la duquesa pasaría al ataque y le diría a su marido que la culpa era de él. En lugar de eso, sus ojos transmitían una enorme culpabilidad. La única explicación que Garoth encontraba era que el duque debía de haber sido un marido decente y ella lo sabía. Le había engañado porque había querido, y en ese momento se venían abajo dos décadas de mentiras.