Al desnudo (12 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Al desnudo
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Mientras contempla esto, nuestro ritual, Terry se mete una mano en el bolsillo interior de la chaqueta de su traje. Saca una pitillera metalizada y la abre, a continuación extrae dos cigarrillos y se los coloca juntos entre los labios. Enciende una llama que salta desde una esquina de la pitillera y se la acerca para encender ambos cigarrillos. Con un golpe de muñeca Terry apaga la llama y devuelve la fina pitillera al interior de la chaqueta. Se saca uno de los cigarrillos de la boca, dejando una estela de humo en espiral, y alarga el brazo para colocárselo entre los labios rojos a la señorita Kathie.

Este flashback tiene lugar antes de que
Paco Esposito
haga que a ella le salgan patas de gallo. Antes de que yo raspe las arrugas provocadas por el senador en este espejo de
Dorian Gray
.

Blandiendo el diamante, me pongo a dibujar. Trazo todas las nuevas arrugas y añado todas las nuevas manchas de la vejez a este registro ya antiguo. Bosquejo esa retícula de capilares diminutos que ahora se frunce alrededor del filtro del cigarrillo encendido de la señorita Kathie.

—Una advertencia, lady Kath —dice Terry. Y dando un sorbo de champán sucio, añade—: Si quieres mi consejo, tienes que andarte con cuidado...

Y Terry le explica que muchas estrellas femeninas, estando en la situación de ella, le han abierto sus puertas a un hombre o una mujer joven, a alguien que se muestra dispuesto a sentarse y escuchar y reírse. Puede que esa atención absorta dure un año o un mes, pero al final el joven admirador o admiradora desaparece y regresa a otra vez con la gente de su edad. La joven se casa y se esfuma en cuanto tiene un hijo, dejando a la actriz nuevamente abandonada. A veces puede que llegue una carta o suene el teléfono. Para mantenerse al corriente.

De la misma manera en que
Truman Capote
se mantuvo en contacto con
Perry Smith
y
Dick Hickock
mientras ellos estaban en el corredor de la muerte. Esperando. Capote necesitaba un final para
A sangre fría
.

Todas las editoriales importantes de América esconden un libro, cuyo adelanto ya han pagado a alguna persona joven y agradable, a algún atractivo y afable oyente que convertirá un puñado de cenas en una biografía llena de revelaciones sobre una estrella de cine, y a cuyo último capítulo solo le falta una causa de la muerte. Esa manada de hienas que acechan las entradas de actores de los teatros ya esperó la muerte de
Mae West
. Llamaron por teléfono a
Lelia Goldoni
, con la esperanza de oír malas noticias. Buscaron en las páginas de necrológicas los nombres de
Hugo Marlowe, Emlyn Williams, Peggie Castle
y
Buster Keaton
. Buitres volando en círculos. La mayoría ya estaban arreglándoselas para conseguir que alguien les presentara a
Ruth Donnelly
y a
Geraldine Fitzgerald
. En este momento están sentados ante la chimenea del salón de
Lillian Gish
o de
Carole Landis
, cosechando las espinosas anécdotas que necesitan para llenar doscientas páginas, registrando con sus ojos de buitre hasta el último gesto de
Butterfly McQueen
, hasta el último tic o gesto característico de
Tex Avery
que luego puedan venderle al ávido público lector.

Todos esos futuros libros superventas ya están escritos, y solo les hace falta que alguien se muera.

—Yo te conozco, Kath —dice Terry, apartando la cabeza para expulsar el humo. El aire rancio de la cripta está cargado de olor a humo y a moho. Coge el anillo de boda del nicho polvoriento de piedra y dice—: Sé que lo que más te gusta es tener público, aunque sea un solo espectador.

Puede ser el repartidor de la tienda de comestibles o una chica que está haciendo una encuesta puerta a puerta... Todos esos perros callejeros llenos de ambición irán luego a sentarse en sus casas y teclear en una máquina de escribir oxidada. Una guapa jovencita de ojos abiertos como platos y fascinada por las estrellas le robará a la señorita Kathie la historia de su vida. Su reputación. Su dignidad. Y luego se pondrá a rezar para que se muera.

Uso el diamante para grabar los surcos de tristeza que ella tiene en la frente. Para actualizar la historia de la vida de la señorita Kathie. Para hacer su mapa. En el espejo ya hay raspados años enteros de preocupación y de dolor y de cicatrices que documentan la cara secreta de la señorita Kathie.

Terry cuenta que ni
Judy Garland
ni
Ethel Merman
volvieron a aparecer en público, o por lo menos nunca más aparecieron con su anterior orgullo ni elegancia, después de que
Jacqueline Susann
las retratara como los personajes gordos, borrachos y deslenguados de
Neely O’Hara
y
Helen Lawson
en
El valle de las muñecas
.

A modo de respuesta, el diamante chirría sobre el cristal. El agudo y lastimero sonido de los lamentos funerarios.

Apoyando una rodilla en el frío suelo de piedra, Terry levanta la vista para mirar a la señorita Kathie y le dice:

—¿Quieres casarte conmigo? ¿Únicamente para mantenerte a salvo? —Estira el brazo para cogerle la mano. Y añade—: Por lo menos hasta que se te presente algo mejor...

Esto, un sodomita y una estrella de cine en decadencia, es lo que
Walter Winchell
denomina «dos medias resig-naranjas». Terry le propone convertirse en su guardaespaldas emocional, en alguien que guarde el sitio en su casa hasta que aparezca un hombre de verdad.

—Igual que este retrato tuyo que tienes aquí —dice Terry, señalando el espejo con su marco plateado—, lo único que va a hacer cualquier amable biógrafo joven es mostrar todos tus defectos para hacer carrera.

Y como siempre, yo voy trazando líneas rectas con el diamante para representar las lágrimas que le caen por la cara a la señorita Kathie.

Niego con la cabeza: No lo hagas. No repitamos la misma tortura. No vuelvas a confiar en ninguno.

Y como siempre, otra responsabilidad de mi cargo es no presionar demasiado para que el espejo no se haga trizas.

Mi señorita Kathie mete la mano en la ranura de uno de los bolsillos de su abrigo de piel y saca algo de color rosa que deja sobre el nicho polvoriento. Expulsando el humo del cigarrillo, dice:

—Supongo que esto no me va a hacer falta...

Todos estos últimos años, algo que Kathie planeaba dejar atrás para siempre.

Su diafragma.

Terry le pone el anillo de boda en el dedo.

La señorita Kathie sonríe y dice:

—Todavía está caliente. —Y añade—: El
anillo
, no el
diafragma
.

Y yo sirvo otra ronda de champán para todo el mundo.

ACTO 1, ESCENA 13

La escena se abre con un plano corto del astronauta
John Glenn
sujeto con el cinturón de seguridad a su asiento de la cápsula de la nave espacial
Friendship 7
, el primer americano que orbita alrededor de la Tierra. Al otro lado de la ventanilla de la cápsula vemos nuestro glorioso planeta azul cubierto de remolinos de nubes blancas, suspendido entre los puntitos de las estrellas que salpican la negrura profunda del espacio. Mientras las manos enguantadas de Glenn toquetean la amplia gama de colores que hay en el panel que tiene delante, accionando interruptores y girando diales, se acerca a un micrófono y dice:

—Control de misión, creo que tenemos un problema...

Glenn dice:

—Control de misión, ¿me recibe? —Dice—: Parece que estoy perdiendo potencia...

Todas las luces del panel de control se apagan a la vez. Se vuelven a encender un momento con un parpadeo y se apagan. Por fin las luces se apagan del todo, dejando a Glenn con la única luz del tenue resplandor de las estrellas. Sentado en medio del silencio absoluto, Glenn agarra el micrófono con ambas manos enguantadas, acerca la boca hasta casi tocar su rejilla metálica y grita:

—¡Por favor,
Houston
! —grita—. ¡
Alan Shepard
, cabrón, no me dejes morir aquí arriba!

El plano se abre para revelar un panel interior que hay en la pared de detrás del asiento del astronauta Glenn. En el centro del panel empieza a girar lentamente una manecilla. Atrayendo nuestra atención puesto que es el único movimiento que hay en el plano, resaltado por una luz principal en el compartimento por lo demás sumido en la penumbra.

Glenn solloza por lo bajo en la oscuridad.

Insertamos un plano corto de la manecilla que gira y lo intercalamos con una serie de primerísimos planos de la cara de Glenn, de los sollozos y las lágrimas que empañan la superficie interior de la visera de su casco.

De pronto oímos una voz fuera de plano que dice:

—¡Cállate!

En un plano medio vemos que se abre el panel de detrás de Glenn y que la polizón
Lillian Hellman
sale de lo que parece ser una gran taquilla. En un plano continuo, ella pasa por una puerta, bajo un letrero mimeografiado que dice: «CUIDADO: CÁMARA ESTANCA». Y la Hellman dice:

—Deséame suerte, niñato.

A continuación respira hondo y le da una palmada a un botón grande y rojo que dice: «EXPULSIÓN». Una portezuela interior se cierra, sellando la cámara estanca, y un estallido de niebla escupe a Lilly con un ruido parecido a un eructo del costado de la cápsula en órbita. No lleva casco ni traje presurizado, solo un elegante conjunto deportivo de jersey y pantalón de tela diseñado por
Adrian
.

Ingrávida y flotando en el vacío negro del espacio exterior, Lilly nada, conteniendo la respiración. Va dando brazadas y patadas estilo crol australiano, avanzando muy lentamente por el costado de la cápsula espacial orbital hasta llegar junto a una cajita de color de hojalata que hay pegada al casco exterior. La cajita tiene la inscripción mimeografiada, «MÓDULO SOLAR», y de vez en cuando la ilumina un estallido de chispas. Sin dejar de contener la respiración, con las mejillas infladas y el ceño fruncido en gesto de concentración, Lilly se saca un martillo de bola del bolsillo de los pantalones combinados con zapatos de tacón alto
Orry-Kelly
. Sus pendientes de cuentas de cristal y su colgante estilo indio de color turquesa siguen sujetos a Lilly, pero la ausencia de gravedad hace que floten en todas direcciones. Cogiendo el martillo con los dedos azules, con las venas infladas por debajo de la piel de las sienes, Lilly estrella la cabeza del martillo contra la caja del módulo. En medio del vacío del espacio, no oímos nada, solo el silencio y el «pom-pom» continuo del corazón enorme de Lilly, que late cada vez más deprisa. El martillo golpea el módulo por segunda vez. Saltan chispas. Aparecen muescas en el metal de color hojalata y los copos de pintura gris se alejan flotando del punto de impacto.

Caen más martillazos; cada uno de ellos retumba más y más fuerte mientras la imagen funde para revelar la cocina de
Katherine Kenton
y a mí sentada a la mesa, leyendo un guión firmado por Lilly que lleva por título
Rescate en el espacio
. Llevo puesto el uniforme negro de doncella y el delantal por encima. En la cabeza, la cofia almidonada de doncella. Los martillazos continúan, a modo de transición sonora, y ahora se revela que son porrazos reales, procedentes del interior de la casa.

Los porrazos se vuelven más fuertes y más rápidos mientras cortamos a un plano de la cabecera de la cama de la alcoba de la señorita Kathie, revelando que los golpes proceden de la cabecera al chocar contra la pared. El acoplamiento sexual tiene lugar por debajo del margen inferior del plano, no lo vemos por poco, pero podemos oír la respiración entrecortada de un hombre y de una mujer mientras los porrazos se aceleran y suben de intensidad. Cada impacto hace que las pinturas enmarcadas reboten en las paredes. Las borlas de las cortinas se mecen y danzan. El montón de guiones de la mesilla se desploma en el suelo.

Mientras en la página se acelera el corazón de astronauta de Lilly y su martillo sigue golpeando la caja una y otra vez, oímos cómo la cabecera de la cama de la señorita Kathie golpea la pared, cada vez más deprisa, hasta que, con un último porrazo heroico, las luces del módulo espacial vuelven a la vida con un parpadeo. Los golpes cesan mientras todos los diales e instrumentos de medición de la nave se iluminan hasta el máximo de su potencia y
John Glenn
, enmarcado por la ventanilla del módulo, levanta un pulgar en dirección a Lilly. Por su cara encerrada en el casco de astronauta caen lágrimas de horror y de alivio.

Al fondo de la cocina, en lo alto de la escalera de servicio, aparecen primero un par de pies peludos, a continuación unos tobillos peludos que bajan del segundo piso, unas rodillas peludas y por fin los bajos de un albornoz blanco de tela de toalla. Los pies bajan otro escalón y aparece el cinturón de tela, rodeando una cintura estrecha; de los costados cuelgan unas manos peludas. Aparecen un pecho y un monograma bordado en la tela de toalla: «O.D.». El albornoz del cuarto «desmarido», fallecido hace mucho tiempo. Otro paso revela la cara de
Webster Carlton Westward III
. Esos luminosos ojos castaños del color de la zarzaparrilla. En su cara aparece una sonrisa, que le tira de las comisuras de la boca, se las abre como si fueran el telón de un escenario, y el espécimen americano dice:

—Buenos días, Hazie.

En la página, Lilly Hellman forcejea en medio del vacío frío y negro del espacio, arrastrándose por el casco de la
Friendship 7
, luchando por regresar al compartimento estanco.

El espécimen Webster abre un armario de la cocina y saca la cafetera eléctrica. Abre un cajón y saca el cable eléctrico. Cada operación la resuelve al primer intento, sin necesidad de buscar nada. Mete la mano en la nevera sin mirar y saca la lata metálica de café molido. De otro armario saca la bandeja del desayuno, no la bandeja plateada del té ni tampoco la de la cena. Está claro que sabe dónde está cada cosa en esta casa y dónde se esconde cada artículo.

Parece que este
Webster C. Westward III
aprende rápido. Es uno de esos jóvenes listos y sonrientes sobre los que
Terrence Terry
avisó a mi señorita Kathie. Uno de esos chacales. Una urraca.

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