Al desnudo (11 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Al desnudo
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A la señorita Kathie se le abren los ojos como platos, se le ponen saltones, como si fuera
Ruby Keeler
interpretando a una virgen junto a
Dick Powell
bajo la dirección de
Busby Berkeley
. Con sus manos alargadas de estrella de cine y sus mejillas sin más mácula que los estigmas de color pastel de la pintura rosa. Aferrándose con la mirada a la imagen del espejo del vestíbulo, Kathie se gira tres cuartos a la izquierda y luego a la derecha, entornando en ambas ocasiones los párpados y haciendo una reverencia con la cabeza. A continuación hace otra reverencia, mirando el espejo de frente, con una sonrisa que le alisa las arrugas de la cara y las lágrimas reluciéndole en los ojos. Exactamente la misma actuación que ofreció el mes pasado al aceptar el galardón a los logros de una vida que le entregó el
Círculo Cinematográfico Independiente
. Idénticos gestos y expresiones.

Un instante más tarde, dejando al bebé, devolviéndole el fardo a la enfermera, la señorita Kathie niega con la cabeza, arruga su nariz de estrella de cine y dice:

—Me lo tengo que pensar...

Mientras la monja sube los peldaños del porche, la señorita Kathie se mete dos dedos en los bolsillos del mono de trabajo y saca una tarjeta blanca... Sostiene la muestra color
Crepúsculo de miel
junto a la mejilla sonrosada del querubín y examina cómo quedan la tarjeta y el bebé juntos. Por fin niega con la cabeza, con una sonrisa fría, y dice:

—No pegan. —Suspirando, la señorita Kathie dice—:Ya hemos pintado las molduras. Con tres capas. —Encoge sus hombros de estrella de cine y le dice a la monja—: Entiéndalo.

La señorita Kathie se inclina por encima del siguiente recién nacido y olisquea su cara adormilada. Usando un pulverizador, le rocía los tiernos labios y la piel de
L’Air du Temps
y el pequeño inocente se pone a berrear. Echándose hacia atrás, la señorita Kathie niega con la cabeza. No.

La señorita Kathie se acerca demasiado al siguiente recién nacido y le tira encima la ceniza candente de la brasa colgante del cigarrillo, provocando un revuelo de chilliditos y manoteos. Olor a orina y algodón chamuscado. Como si alguien hubiera dejado una plancha demasiado rato encendida encima de una funda de almohada empapada de amoníaco.

Otro huérfano resulta ser ligeramente demasiado pálido para las cortinas nuevas de la habitación infantil. Sosteniendo una muestra de tela junto al inquieto cuerpecillo, la señorita Kathie dice:

—Es casi
Caqui Perfecto
pero no llega a
Bomba de Cereza
...

El timbre se pasa toda la tarde sonando. El día entero se convierte en una sesión de
«shopping
sucesorio», como lo llama
Hedda Hopper
. De «obtención de retoños», en el vocabulario de
Louella Parsons
. Un desfile continuo de pequeñines de segunda mano y vástagos no deseados. Un flujo constante de enfermeras de la maternidad, monjas y representantes de agencias de adopción, todas ellas sonrojándose y abriendo los ojos como platos cuando estrechan la mano rosada y pegajosa por la pintura de la señorita Kathie. Todas ellas balbuceando:

trino, cloqueo, ululato
...
Raymond Massey
.

En un montaje veloz.

Rebuzno, ladrido, zumbido...
James Mason
.

Otra de las enfermeras se retira y huye a toda prisa por la calle cuando la señorita Kathie le pregunta si costaría mucho teñirle el pelo y hacerle perder unos cuantos kilos a un querubín particularmente corpulento.

Otra trabajadora social para un taxi después de que la señorita Kathie embadurne a un diminuto huerfanito con pigmento de base
Max Factor
y base de maquillaje número 6.

Frunciendo los labios, ella contempla de cerca la cara de un bebé y dice:


Wunderbar
... —Y expulsa el humo de su cigarrillo para añadir—: Que en latín viene a significar
tres bien
.

La señorita Kathie se dedica a sostener a todos los niños delante del espejo del vestíbulo, sopesándolos y haciéndoles arrumacos en las fruncidas caritas, examinando cómo queda cada huérfano, como si fueran bolsos nuevos o detalles de un decorado.

Maullido, graznido, chillido
...
Janis Paige
.

A otro chiquitín lo deja manchado de pintura de labios.

A otro recién nacido la señorita Kathie se le acerca demasiado y demasiado deprisa y lo deja salpicado de la ginebra
Boodles
helada de su martini.

A otro se lo queda mirando un rato muy largo mientras le hurga con las uñas largas y relucientes un lunar o defecto que tiene en la suave y sonrosada frente.

—Como dicen los españoles —dice ella—, «Qué será, será».

Esta «subasta de vástagos», como la llamaría
Cholly Knickerbocker
, dura toda la tarde. Esta audición. Los cochecitos de bebé forman una hilera que llega hasta la mitad de la manzana. Este bufé de bebés abandonados, productos de embarazos no deseados, descendientes del desamor... estos rosados y gordezuelos souvenirs de violaciones, promiscuidades e incestos. De momentos impulsivos. Residuos alimentados con biberón de divorcios, maltratos conyugales y enfermedades mortales. Y a medida que se van acartonando y endureciendo las cerdas rosadas de la brocha que tengo en la mano, siguen llegando más testimonios de decisiones equivocadas en forma de bebé. Los adormilados o balbuceantes pecios de lo que en algún momento pareció ser el amor verdadero.

Y a cada inocente la señorita Kathie lo coge en brazos y posa con él ante el espejo del vestíbulo. Repitiendo toma tras toma de la misma escena. Mostrando el perfil derecho y a continuación el izquierdo. Sonriendo de frente y luego batiendo las pestañas, bajando su barbilla de estrella de cine, mostrando sus emociones en planos de reacción y diciéndole al espejo:

—Sí, es un verdadero encanto. Quiero presentarte a mi hija: Katherine Junior.

Y diciéndole al espejo:

—Quiero presentaros a mi hijo:
Webster Carlton Westward IV
.

Y repite esta misma línea de diálogo con cada criatura antes de devolvérsela a la enfermera, monja o trabajadora social a quien le toque estar esperando. Comparando muestras de pintura y de tela. Inspeccionando a cada criatura en busca de cicatrices o defectos. Y por cada bebé al que la señorita Kathie despide, llegan dos más a la cola de la audición.

Ya es media tarde y ella todavía está recitando:

ladrido, cloqueo, rebuzno
...
Katherine Kenton Junior
.

Rezongo, graznido, mugido...
Webster Carlton Westward IV
.

Ella repite toma tras toma, horas enteras de la misma prueba de interpretación, hasta que las farolas empiezan a parpadear y a encenderse con un destello. Al otro lado de la calle, en las ventanas de las casas, las cortinas se cierran. Al final, los escalones que van de la puerta de la señorita Kathie a la acera se vacían de huérfanos.

En el vestíbulo, me agacho para recoger el pañuelo para la cabeza que ha quedado tirado en el suelo. Los goterones de pintura, ya secos, forman un desvaído camino de color rosa, un torrente de puntos rosados que descienden por la escalera y se alejan por la calle. Una estela de rechazos.

Un taxi se detiene en la acera. El taxista abre la portezuela, sale y se va a abrir el maletero. Saca dos maletas, las deja sobre la acera y a continuación abre la portezuela de atrás. Del asiento trasero sale un pie con un zapato de hombre y los bajos de una pernera de pantalón. Una mano masculina coge el pomo de la portezuela, con un anillo de sello en el meñique que emite destellos dorados. Una cabeza bien poblada emerge del asiento de atrás del taxi, con unos ojos de color castaño tan luminoso como la zarzaparrilla. Una sonrisa centellea, tan brillante como los fuegos artificiales del 4 de julio.

Un espécimen provisto de las anchas espaldas de un
Dan O’Herlihy
, de la estrecha cintura de un
Marlon Brando
, de las largas piernas de un
Stephen Boyd
y la gallarda sonrisa de un
Joseph Schildkraut
interpretando a
Robin Hood
.

En el contraplano, mi señorita Kathie sale corriendo a la puerta principal y grita:

—Oh, cariño...

Sus brazos extendidos y su seno tembloroso hacen pensar en
Julie Newmar
interpretando a
Penélope
cuando sale a recibir a
Odiseo
. A
Jane Russell
en el papel de
Ginebra
cuando se reúne con
Lancelot
. A
Carol Lombard
corriendo para abrazar a
Gordon MacRae
.

Webster Carlton Westward III
sube los escalones, tan noble como
William Frawley
haciendo de
Romeo Montesco
.

—Kath, mi amor... —dice él—. ¿Tienes tres dólares para pagar al taxista?

El taxista, plantado junto a las maletas, tan estoico como
Lewis Stone
, tan imperturbable como
Fess Parker
. El taxi es amarillo.

Con el pelo caoba cayéndole por la espalda, la señorita Kathie grita:

—¡Hazie! —Llama—: ¡Hazie, sube las maletas del señor Westward a mi habitación!

Los descocados amantes se abrazan y sus labios se unen mientras la cámara da vueltas y más vueltas a su alrededor en un plano parabólico, que luego pasa por fundido a un funeral.

ACTO 1, ESCENA 12

La escena 12 del Acto Primero se abre con otro flashback. Una vez más pasamos por fundido a
Katherine Kenton
llevando en brazos una bruñida urna de incineración. El escenario vuelve a ser el interior en penumbra de la cripta de los Kenton, engalanada de telarañas, con la puerta repujada de bronce abierta de par en par para dar la bienvenida al cortejo funerario. En un nicho de piedra que hay al fondo de la cripta, en las sombras profundas, hay varias urnas de bronce, de cobre y de níquel. La urna que ahora ella tiene en brazos lleva la inscripción:
«Sr. Don Oliver “Red” Drake»
, el quinto «desmarido» de la señorita Kathie.

Esto tiene lugar el año en que, de cada dos canciones que ponen por la radio, una es
Frank Sinatra
interpretando la versión orquestal de
Count Basie
de
«Bit’n the Dust
».

Mi señorita Kathie levanta la urna y se la acerca al velo de encaje negro que le cubre la cara. Detrás del velo, sus labios. Le planta los morritos pintados al nombre grabado en la urna y a continuación coloca la urna en el nicho polvoriento, entre las demás. En medio de las botellas de coñac y los frascos de
Luminal
. De los cirios sin encender. Los demás miembros del reparto que hay en esta escena de tres personajes somos yo y
Terrence Terry
, cada uno de nosotros sujetando a la señorita Kathie de un codo. Lo que
Louella Parsons
llamaría «personajes de apoyo».

La colección de urnas de incineración está rodeada de botellas polvorientas y de mágnums de champán. Recipientes para los vivos y para los muertos, apilados en esta oscuridad fría y seca. La bodega entera de la señorita Kathie, reunida. Las urnas están de pie. Las botellas yacen de costado, todas veladas y envueltas en telarañas.

Ladrido, rezongo, chillido
...
Dom Pérignon 1925
.

Ladrido, maullido, rebuzno...
Bollinger 1917
.

Terrence Terry
le quita el envoltorio dorado al corcho de una de las botellas. A continuación retuerce el lacito metálico y suelta el arnés de alambre que sujeta el tapón en forma de champiñón a la boca de la botella. Sosteniendo la botella en alto, apuntando con ella a un rincón vacío de la cripta, Terry tira del corcho con ambos pulgares hasta que el «pum» retumba, arrancando fuertes ecos en la cámara de piedra, y de la botella empiezan a salir chorros de espuma que salpican el suelo.

Rugido, cloqueo, relincho...
Perrier-Jouët
.

Trino, graznido, gruñido...
Veuve Clicquot
.

Ese
síndrome de Tourette
de nombres comerciales.

Terry levanta una copa de champán del nicho de piedra, se acerca el cazo de la copa a la cara y frunce los labios para quitarle el polvo de un soplido. Luego le da la copa a la señorita Kathie y la llena de champán hasta arriba. Un fantasma de vapor frío se eleva de la botella abierta y se queda flotando alrededor de la misma.

Mientras los tres sostenemos en alto sendas copas polvorientas llenas de champán, Terry levanta el brazo para brindar:

—Por Oliver —dice.

La señorita Kathie y yo levantamos la copa y decimos:

—Por Oliver.

Y todos nos bebemos el dulce y sucio vino burbujeante.

Sepultado bajo el polvo y las telarañas, el espejo enmarcado en plata yace boca abajo. Al cabo de un momento de silencio, levanto el espejo y lo dejo apoyado contra la pared. Hasta en la penumbra de la cripta, los arañazos centellean en la superficie de cristal, cada surco el registro de una arruga que mi señorita Kathie se ha hecho planchar o ha eliminado con un lifting o se ha quemado con ácido.

La señorita Kathie se levanta el velo y camina hasta su marca, la X trazada con pintalabios en el suelo. Su cara queda perfectamente alineada con la historia de su piel. Las canas que hay raspadas en el espejo se alinean con su pelo. Se pellizca las puntas de los dedos de un guante negro y tira de ellos hasta quitárselo. La señorita Kathie retuerce el anillo de compromiso de diamantes y el anillo de bodas, me da a mí el de diamantes y coloca el de oro entre las urnas del nicho polvoriento. Entre las urnas de los perros del pasado. Entre todos esos colores de pintalabios y pintura de uñas que ya se consideran demasiado vivos y juveniles para que ella los lleve.

El polvo y los restos vetustos de vino empañan todas esas copas de champán que hay desperdigadas por la cripta, y el reborde de cada una de ellas es un museo de los distintos colores de pintalabios que la señorita Kathie ha dejado atrás. El suelo está lleno de colillas de cigarrillos de tiempos remotos, algunos de cuyos filtros muestran esos mismos colores de pintalabios. Todas estas copas y cigarrillos abandonados en repisas, en el suelo, remetidos en recodos de la piedra, formando un escenario que es como un cóctel invisible de gente difunta.

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