—No sé si me estás oyendo —le dice a Win en el momento en que alguien llama con los nudillos a la puerta cerrada.
—Un momento. —Win se levanta para responder.
Es Sammy, que asoma la cabeza y dice en voz queda:
—Lo siento.
Win sale al pasillo y cierra la puerta a su espalda. Sammy le entrega un ejemplar del
Boston Globe
de esa misma mañana, la sección local. En la primera página, un gran titular reza:
CUALQUIER CRIMEN EN CUALQUIER MOMENTO.
LA FISCAL DE DISTRITO RECURRE A LA CIENCIA
DE LA ERA ESPACIAL PARA RESOLVER
UN ANTIGUO ASESINATO.
—Hay cuatro cosas que deberías saber —dice Sammy—. En primer lugar, tu nombre aparece por todas partes en el artículo, como si fuera una maldita hoja de ruta de cómo se supone que vas a resolver el misterio del gobernador, o mejor dicho, el misterio de Lamont… —Mira hacia la puerta cerrada y prosigue—: Ya que ha delegado en ella. Si el asesino sigue por ahí y lee toda esta mierda, te deseo buena suerte. Lo segundo…, pues, la verdad es que no tiene maldita la gracia.
—¿De qué se trata?
—Baptista acaba de morir, lo que, por supuesto significa que ahora no podemos hablar con él. En tercer lugar, al registrar su ropa he encontrado mil pavos en billetes de cien dólares en el bolsillo de atrás del pantalón.
—¿Sueltos, doblados, cómo?
—Dentro de un sobre blanco corriente, sin nada escrito. Los billetes parecen recientes, ya sabes, nuevecitos. No estaban doblados ni nada. He llamado a Huber a su casa. El laboratorio va a analizarlos de inmediato en busca de huellas.
—¿Qué es lo cuarto?
—Los medios se han enterado de… —Sammy vuelve a señalar la puerta cerrada con un movimiento de la cabeza—. Hay como mínimo tres camionetas de la televisión y una muchedumbre de periodistas en el aparcamiento, y ni siquiera ha amanecido aún.
Win entra de nuevo en la sala de reconocimiento y cierra la puerta.
Lamont sigue sentada en la misma silla de plástico. Se da cuenta de que no tiene nada que ponerse a menos que acepte vestir el chándal que se puso antes de que Win la llevara al hospital. Después de la agresión, no podía ducharse; él no tuvo que darle instrucciones, se trataba del procedimiento corriente. Todavía no se ha duchado, y no es un tema que a Win le resulte cómodo sacar a colación.
—La prensa se ha enterado —le informa, sentándose en el taburete—. Tengo que sacarte de aquí sin que te tiendan una emboscada. Seguro que ya sabes que ahora mismo no puedes regresar a tu casa.
—Ese tipo iba a quemarla —afirma ella.
La lata de gasolina estaba llena, y seguro que no la había dejado allí el jardinero.
—Iba a matarme y a quemar mi casa hasta los cimientos —añade Lamont con voz firme; la fiscal de distrito se ocupa del caso como si la víctima no hubiese sido ella—. ¿Por qué? Para hacer que mi muerte pasara por un accidente. Para que diera la impresión de que fallecí en el incendio de mi casa. No es ningún principiante.
—Depende de si lo hizo por cuenta propia —señala Win—, o alguien le dio instrucciones. En cualquier caso, disimular un homicidio con un incendio no resulta muy fiable. Lo más probable es que la autopsia hubiera revelado lesiones en los tejidos blandos, la bala y tal vez daños en cartílagos y huesos. Los cadáveres no arden por completo en los incendios domésticos, eso ya lo sabes.
Win recuerda el dinero que encontraron en el bolsillo de Baptista y algo le dice que no es buena idea facilitar ese detalle a Lamont todavía.
—Necesito que te quedes aquí —dice ella, y se aferra a la manta en la que está embozada—. Olvídate de la anciana de Tennessee. Tenemos que averiguar quién está detrás de esto. No es sólo un pringado de… Tal vez alguien le instó a que lo hiciera.
—Huber ya ha movilizado a los del laboratorio.
—¿Cómo se ha enterado? —rezonga ella—. No le he dicho… —Se interrumpe con los ojos abiertos de par, en par—. No va a salirse con la suya —agrega hablando otra vez de Baptista—. Este caso no va a ser… Quiero que te encargues tú. Vamos a empapelarlo.
—Monique, ha muerto…
Ella ni se inmuta.
—Justificadamente o no, de resultas del forcejeo o no, lo maté —prosigue él—. Fue un tiroteo limpio, pero ya sabes lo que ocurre. Tu oficina no puede investigarlo por su cuenta, tendrá que transferir el caso a otra fiscalía de distrito o acudir al Departamento de Homicidios de Boston. Por no hablar de que Asuntos Internos meterá la nariz. Por no mencionar la autopsia y todas y cada una de las pruebas habidas y por haber. Me veré relegado a tareas administrativas durante una temporada.
—Quiero que te ocupes de esto ahora mismo.
—¿Ni siquiera un día por cuestiones de salud mental? Qué bonito.
—Ve a tomarte unas cervezas con los de la unidad para el control del estrés. No quiero ni oír hablar de tu supuesta salud mental. —Lamont está lívida y sus ojos son dos oscuras grutas de odio, como si fuera él quien la ha atacado—. Si yo no me tomo un día por razones de salud mental, tú tampoco te lo vas a tomar, maldita sea.
Su cambio de actitud resulta pasmoso, desconcertante.
—Tal vez no alcanzas a comprender la magnitud de lo que acaba de ocurrir —dice él—. Veo cosas parecidas continuamente con otras víctimas.
—No soy ninguna víctima, sino que me escogieron como víctima. —Con la misma brusquedad, Lamont adopta de nuevo su papel de fiscal de distrito, la estratega, la política—. Hay que llevar el asunto con suma precisión o si no, ¿sabes cómo se me conocerá? Como la candidata a gobernadora que fue violada.
Win no contesta.
—Cualquier crimen en cualquier momento, incluido el mío —añade Lamont.
M
onique está de pie en medio de la sala de reconocimiento con la manta blanca echada sobre los hombros.
—A ver si consigues sacarnos de aquí —le dice a Win.
—No se trata de nosotros —señala él—. Yo no puedo involucrarme.
—Quiero que te encargues de esto. Tienes que venir conmigo. —Lamont se muestra más tranquila ahora—. A ver si consigues sacarnos de aquí. Quédate conmigo hasta que esté segura de encontrarme a salvo. No sabemos quién anda detrás de esto. He de protegerme.
—De acuerdo, pero no puedo ser yo quien te proteja.
Ella lo mira fijamente.
—Tengo que dejarles que investiguen este asunto, Monique. No puedo verme implicado en un caso en el que se ha producido una muerte y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido.
—Puedes y lo harás.
—No esperarás que sea tu guardaespaldas, imagino.
—Eso sería como una fantasía para ti, ¿verdad? —responde ella, sin apartar la vista de su rostro; hay algo en sus ojos que Win nunca ha visto, al menos en ella—. Sácame de aquí. Tiene que haber un sótano, una salida de emergencia, algo. ¿Es que este maldito hospital no tiene una plataforma de aterrizaje para helicópteros en la azotea?
Win llama a Sammy por el móvil y le dice:
—Haz venir uno de los helicópteros y sácala de aquí.
—¿Adónde? —quiere saber Sammy.
Win mira a Lamont y pregunta:
—¿Dispones de algún lugar seguro donde quedarte?
Ella vacila, y a continuación propone:
—Boston.
—¿Boston, dónde? Tengo que saberlo.
—Un apartamento.
—¿Tienes un apartamento en Boston?
¿Cómo es que tiene un apartamento a menos de quince kilómetros de su casa?, se pregunta Win, sorprendido.
Ella no contesta, no tiene por qué darle ninguna explicación acerca de su vida.
Win le dice a Sammy:
—Haz que la espere un agente cuando aterrice y la escolte hasta su apartamento.
Pone fin a la llamada, mira a Lamont y tiene una de sus corazonadas.
—Ya sé que las palabras no son suficiente, Monique, pero no sabes cuánto lamento…
—Tienes razón, las palabras no son suficiente. —Lamont le dirige la misma mirada desconcertante.
—A partir de este momento estoy fuera de servicio durante unos días —dice él—. Es lo más adecuado.
Lamont lo fulmina con la mirada mientras continúa de pie en la salita, con la manta blanca sobre los hombros.
—¿A qué te refieres con «lo más adecuado»? Yo creía que me tocaba a mí decidir qué es lo que más me conviene.
—Igual todo esto no gira exclusivamente en torno a ti.
La mirada amedrentadora de Lamont no se aparta de la de él.
—Monique, necesito unos días para ocuparme de todo.
—Ahora mismo, tu trabajo es ocuparte de mí. Tenemos que encargarnos de controlar los posibles perjuicios, de darle la vuelta al asunto para convertirlo en algo positivo. Eres tú quien me necesita a mí.
Lamont permanece inmóvil, mirando fijamente a Win. En la expresión de sus ojos hierven a fuego lento el odio y la ira.
—Soy el único testigo —afirma ella en un tono neutro.
—¿Me amenazas con mentir acerca de lo que ocurrió si no hago lo que dices?
—Yo no miento. De eso no le cabe la menor duda a nadie —replica ella.
—¿Me estás amenazando? —repite Win, y ya no es el hombre que le ha salvado la vida, sino un poli el que habla—. Porque hay testigos más importantes que tú: los testigos silenciosos de la ciencia forense. Sus fluidos corporales, por ejemplo. A menos que tengas intención de decir que fue consentido. Entonces supongo que su saliva y su fluido seminal carecen de importancia, y que yo interrumpí sin querer una cita, una escenita sexual de lo más creativa. Tal vez él creyó que te estaba protegiendo de mí, que el intruso era yo, en lugar de lo contrario. ¿Es eso lo que piensas decir, Monique?
—¿Cómo te atreves…?
—Se me dan bastante bien los guiones. ¿Quieres unos cuantos más?
—¡Cómo te atreves!
—No. Cómo te atreves tú. Acabo de salvarte la vida, maldita sea.
—Eres un cerdo sexista. Típico de los hombres: os creéis que a todas nos apetece…
—Ya está bien.
—Os creéis que todas tenemos la fantasía secreta de ser…
—¡Ya está bien! —exclama Win, y bajando la voz añade—: Te ayudaré cuanto pueda. Todo esto no es culpa mía. Ya sabes lo que ocurrió. Está muerto: recibió su merecido. La mejor venganza, si quieres enfocarlo así. Has ganado y le has hecho pagar el precio definitivo, es otra forma de verlo. Ahora vamos a enmendar lo que podamos, vamos a encarrilar el asunto como mejor podamos. Hay que controlar los perjuicios, como tú dices.
A Monique se le despeja la mirada, dejando sitio para nuevos pensamientos.
—Necesito unos días —prosigue Win—. Necesito que te abstengas de desquitarte conmigo por lo que ha ocurrido. Si no puedes, me temo que no tendré otra opción que…
—Hechos —le interrumpe ella—. Huellas en la lata de gasolina. ADN. La pistola, ¿es robada? Mi juego de llaves desaparecido, probablemente una coincidencia a menos que las tuviera esa persona, o que estén en su casa. De ser así, ¿por qué no estaba esperándome dentro?
—Tu alarma.
—Cierto. —Lamont empieza a caminar arriba y abajo, embozada en la manta blanca como un jefe indio—. ¿Cómo llegó a mi casa? ¿Tiene coche? ¿Lo llevó alguien? Su familia… ¿A quién conocía?
Su agresor está muerto y Monique Lamont ya piensa en él como en un cadáver. Win mira el reloj y llama a Sammy. El helicóptero estará listo en nueve minutos.
El Bell 430 despega del helipuerto de la azotea del hospital Mount Auburn, permanece unos instantes suspendido en el aire, vira y se eleva hacia el horizonte urbano de Boston. Es un pájaro de siete millones de dólares. Lamont ha tenido mucho que ver en que la Policía del Estado de Massachusetts disponga de tres unidades.
En esos momentos no se enorgullece mucho de ello; de hecho no se enorgullece mucho de nada, no está muy segura de cómo se siente, además de entumecida. Desde el lugar que ocupa en los asientos traseros del aparato alcanza a ver a los periodistas, frenéticos allá abajo, con las cámaras enfocadas en su dirección, de manera que cierra los ojos e intenta hacer caso omiso de las ganas desesperadas que tiene de darse una ducha y ponerse ropa limpia, intenta olvidarse de las zonas de su cuerpo que fueron invadidas y violadas, intenta desentenderse de los miedos persistentes a las enfermedades de transmisión sexual y al embarazo. Hace todo lo posible por concentrarse en quién es y en lo que es, y no en lo que ha ocurrido apenas unas horas antes.
Respira hondo, mira por la ventanilla, contempla las azoteas que se suceden a sus pies mientras el helicóptero se abre camino hacia el Hospital General de Massachusetts, donde los pilotos tienen previsto aterrizar para que algún agente pueda recogerla y llevarla a un apartamento del que supuestamente nadie tiene conocimiento. Lo más probable es que pague por el error, pero no sabe qué otra cosa podría haber hecho.
—¿Va bien ahí atrás? —Oye la voz de un piloto a través de los auriculares.
—Sí.
—Aterrizaremos en cuatro minutos.
Se está derrumbando. Mira sin parpadear la pantalla que separa a los pilotos de ella, y se siente cada vez más abotargada, cada vez más hundida. En cierta ocasión, cuando era estudiante en Harvard, se emborrachó, se puso como una cuba, y aunque nunca le habló de ello a nadie, llegó a la conclusión de que al menos uno de los hombres con los que se había ido de marcha mantuvo relaciones con ella mientras estaba inconsciente. Cuando recuperó el conocimiento, había salido el sol y los pájaros estaban armando bulla, ella estaba sola en un sofá y era evidente lo que había ocurrido, pero no acusó al sospechoso que tenía en mente, y desde luego ni se planteó pedir que la examinara una enfermera forense. Recuerda cómo se sintió aquel día: envenenada, aturdida. No, no sólo aturdida, quizá muerta. Eso era, recuerda mientras se adentra en el contorno del centro de la ciudad: se sintió muerta.
La muerte puede ser liberadora. Si estás muerto hay cosas de las que ya no tienes que preocuparte. La gente no puede dañar ni mutilar partes de uno que ya han muerto.
—¿Señora Lamont? —dice la voz de un piloto por los auriculares—. Cuando aterricemos, nos llevará un minuto apagar los motores, y quiero que entretanto permanezca sentada. Una persona se encargará de abrirle la portezuela y ayudarla a bajar.
Imagina al gobernador Crawley. Imagina la fea mueca de su sonrisa cuando se entere de la noticia. Es probable que ya esté al corriente; seguro que debe de estarlo. Se mostrará compasivo, desconsolado, y la humillará y destruirá en las elecciones.