Win se acerca al mostrador y dice:
—No te preocupes. Ya lo pago. —Saca unos cuantos billetes de la cartera.
Ella no parece interesada en el acto vandálico del taco de billar, y le pregunta:
—¿Es usted el detective Jerónimo?
—¿De dónde has sacado un nombre así?
—Imagino que eso es un sí —responde la chica, que alarga la mano debajo del mostrador y coge un sobre para entregárselo—. Ha venido un tipo antes y me ha pedido que le diera esto cuando estuviera a punto de marcharse.
—¿Antes? ¿Cuándo? —Win se mete el sobre en el bolsillo, atento a que alguien pueda estar observándole.
—Hace un par de horas, tal vez.
Así que el tipo del acento impostado ha llamado a Win después de dejar la carta, sin la menor intención de reunirse con él.
—¿Qué aspecto tenía? —indaga Win.
—Nada especial, tirando a viejo. Llevaba gafas con los cristales tintados, una gabardina grande, y un pañuelo.
—¿Un pañuelo en esta época del año?
—Brillante, de seda. De color rojo intenso.
Win sale bajo la lluvia, y la humedad de la noche le hace sentir sudoroso y le afecta al ánimo. El coche de su abuela es un armatoste de aletas oscuras en Summer Street, delante del Rosebud Diner, y Win camina por la acera mojada mirando en derredor mientras se pregunta si el hombre de escarlata andará cerca, vigilándole. Abre la puerta del vehículo, mira en la guantera y encuentra una linterna y un fajo de servilletas de Dunkin Donuts. Se enrolla unas cuantas en las manos, rasga el sobre con una de las llaves que cuelgan de la columna de dirección y extrae un papel pautado que desdobla para leer lo que hay claramente impreso en tinta negra:
Eres tú el que está EN PELIGRO, mestizo
.
Marca el número de casa de Lamont; como no responde, prueba con el móvil. Tampoco obtiene respuesta. No le deja mensaje, pero luego cambia de parecer y vuelve a intentarlo, esta vez con éxito.
—¿Sí? —Su voz no demuestra su energía habitual.
—¡Más vale que me digas qué coño está pasando!
Win pone en marcha el coche.
—No es necesario que te pongas así conmigo —dice ella en un tono de voz extraño; parece crispada, como si le ocurriese algo.
—Un colgado con falso acento de colgado acaba de llamarme en relación con el caso Finlay. Qué coincidencia. De alguna manera, el tipo consiguió el número de mi móvil, otra coincidencia pasmosa, y casualmente dijo que iba a reunirse conmigo y en vez de presentarse me ha dejado una nota de amenaza. ¿Con quién demonios has estado hablando? ¿Has enviado un comunicado de prensa o algo por el estilo?
—Esta mañana —responde ella, y una voz sofocada de hombre en segundo plano dice algo que Win no alcanza a entender.
—¿Esta mañana? ¡Antes incluso de que llegara yo! ¿Y ni siquiera te molestas en decírmelo? —exclama.
—No pasa nada —intenta tranquilizarlo ella; un comentario al que Win no acaba de ver la lógica.
—¡Claro que pasa!
La persona con quien está Lamont —un hombre, y casi a la una de la mañana— dice algo y ella pone fin de repente a la llamada. Win permanece sentado en el interior del viejo Buick de su abuela mirando el papel pautado entre sus manos envueltas en servilletas. El corazón le late con tanta fuerza que lo siente en el cuello. Lamont ha puesto a los medios al tanto de un caso que ahora se supone que está en sus manos y ni siquiera le ha pedido permiso o se ha molestado en comentárselo. Ya puede coger esa mierda suya de «En peligro» y metérsela donde le quepa.
«Lo dejo».
A ver qué hace Lamont cuando se lo diga.
«Lo dejo».
No tiene idea de dónde buscarla. No ha respondido al teléfono fijo, sólo al móvil, de manera que probablemente no está en casa. Bueno, no es fácil saberlo, así que decide pasar por delante de su domicilio de Cambridge de todas maneras, por si se encuentra allí. Al carajo si tiene compañía, y también se pregunta con quién se acuesta Lamont, si será una de esas mujeres dominantes a las que no les va el sexo o tal vez todo lo contrario, una especie de piraña que devora a sus amantes hasta los huesos.
Se aleja del bordillo con un bramido haciendo derrapar la parte de atrás del vehículo —maldita tracción trasera—, patina sobre la calzada mojada y los limpiaparabrisas empiezan a arrastrarse estruendosamente sobre el parabrisas, lo que hace que Win se ponga como loco, porque ya está como loco, como si no estuviera ya inmerso en una locura en la que hacía falta estar loco para meterse, maldita sea. Debería haberse negado a tomar el vuelo de regreso, tendría que haberse quedado en Tennessee. Ya es tarde para llamar a Sykes, sería de lo más grosero. Siempre le está haciendo lo mismo y ella se lo permite. Seguro que no le importa, así que marca su número, pensando que es martes por la noche y que normalmente los martes por la noche a esas horas los dos van vestidos de pijos y están escuchando jazz en Forty-Six-Twenty mientras beben martinis y charlan.
—Eh, guapa —dice Win—. No vayas a asesinarme.
—Para una vez que estaba durmiendo… —responde Sykes, agente del Buró de Investigación de Tennessee, insomne y, de un tiempo a esta parte, rebosante de hormonas odiosas.
Se incorpora en la cama sin molestarse en encender la lámpara. Durante las últimas seis semanas ha pasado mucho tiempo hablando con Win por teléfono, acostada en la oscuridad, sola, pensando en cómo sería hablar con él en la cama, en persona. Aguza el oído por si entreoye a su compañera de piso en la habitación de al lado, pues no quiere despertarla. Lo curioso es que, cuando Sykes llevó a Win al aeropuerto de Knoxville, le dijo: «Bueno, por una vez nuestros compañeros dormirán toda la noche de un tirón». Desde que ella y Win iniciaron su preparación en la Academia Forense Nacional, se han pasado hablando noches enteras, y puesto que los apartamentos para los alumnos no tienen tabiques muy gruesos, sus compañeros se llevan la peor parte.
—Creo que me echas de menos —dice Sykes en tono de broma, aunque con la esperanza de que sea cierto.
—Necesito que hagas una cosa —ataja Win.
—¿Ocurre algo?
Sykes enciende la lámpara de la mesilla de noche.
—Estoy bien.
—No lo parece. ¿Qué pasa?
Sykes se levanta de la cama y se queda mirando su reflejo en el espejo que hay encima de la cómoda.
—Escucha. Una anciana llamada Vivían Finlay fue asesinada en Sequoyah Hills, Knoxville, hace veinte años.
—Empieza por decirme a qué viene el repentino interés.
—Ocurre algo muy extraño. Tú estabas en Tennessee por aquel entonces, igual recuerdas el caso.
Sykes se encontraba en Tennessee, desde luego, otra circunstancia que le recuerda su edad. Se mira en el espejo, ve su cabello rubio con hebras plateadas, desgreñado, «como Amadeus», según lo describió Win en cierta ocasión. «Si es que viste la película», añadió. No la había visto.
—Lo recuerdo vagamente —responde—. Una viuda rica, alguien entró en la casa a robar, cosa increíble en Sequoyah Hills a plena luz del día.
El espejo es especialmente cruel a esas horas: Sykes ha bebido más cerveza de la cuenta y tiene los ojos hinchados. No sabe por qué le gusta tanto a Win, por qué al parecer él no la ve como se ve a sí misma, quizá la ve como solía ser veinte años atrás, cuando tenía la piel de color crema y grandes ojos azules, el trasero firme y torneado y los pechos respingones, un cuerpo que daba por saco a la ley de la gravedad hasta que cumplió los cuarenta y la ley de la gravedad empezó a darle por saco a ella.
—Necesito el expediente policial completo —le dice Win por teléfono.
—¿Por casualidad tienes el número del caso? —pregunta Sykes.
—Sólo el número de caso de la autopsia. Únicamente copias a partir de microfilme, sin fotografías del escenario ni nada por el estilo. También necesito conseguir ese expediente, si es que podemos encontrarlo en el triángulo de las Bermudas de los archivos. Ya sabes, cuando se trasladó el antiguo depósito de cadáveres. O al menos eso dijo Lamont y doy por sentado que está en lo cierto.
«Otra vez ella».
—Sí, se trasladó. Venga, vamos por pasos —le dice ella, cada vez más tensa, irritable—. Primero necesitas el expediente policial.
—Es imprescindible.
—Pues a primera hora de la mañana intentaré localizarlo.
—No puedo esperar. Envíame por correo electrónico lo que puedas encontrar ahora mismo.
—¿Y quién crees que va a ayudarme a estas horas?
Ya está abriendo la puerta del armario para descolgar de una percha un par de pantalones azules de algodón de estilo militar.
—La Academia —responde Win—. Llama a Tom, sácalo de la cama.
Se dirige a toda velocidad hacia el Hospital Mount Auburn y gira por Brattle Street camino de la casa de Monique Lamont, dispuesto a fastidiarle el resto de la noche.
«Lo dejo».
Quizá se vaya con el TBI, el FBI, el FYI… «Para que lo sepas, Monique, a mí nadie me mangonea así».
«Lo dejo».
«Entonces, ¿por qué envías a Sykes a cumplir una misión en plena noche?», le pregunta otra parte de su cerebro. Un tecnicismo sin importancia: el que vaya a pasar de Lamont no significa que piense abandonar el caso de Vivian Finlay, que ahora se ha convertido en un asunto personal. Si un tipo de escarlata empieza a joderle y le insulta, se convierte en un asunto personal. Win cruza una intersección sin aminorar apenas en la señal de stop, dobla a la derecha cerca del parque de bomberos y entra en la estrecha calle donde vive Lamont, en una franja de un acre en una vivienda del siglo XIX de color ciruela pálido, una casa victoriana de estilo reina Ana, ostentosa, compleja y formidable, como su dueña. La propiedad está densamente cubierta de mirtos crespones, robles y abedules, y sus siluetas oscuras se mecen al viento dejando caer el agua de la lluvia de sus ramas y hojas.
Aparca delante, apaga los faros y detiene el motor. La luz del porche delantero no está encendida, como tampoco lo está ninguna otra luz de la propiedad salvo una ventana, la de la segunda planta hacia la izquierda de la puerta principal, y le sobreviene una de sus corazonadas. El Range Rover de Lamont está en el sendero de entrada empedrado, y la corazonada se torna más intensa. Si no está en casa, alguien vino a recogerla. Bueno, vaya cosa. Podría acostarse con quien quisiera, así que su cita de turno la recogió, tal vez se la llevó a su casa, vaya cosa, pero la corazonada no se desvanece. Si su cita de turno está en la casa con ella, ¿dónde está su coche? Win llama a su teléfono fijo y le sale el buzón de voz. Prueba con el móvil y no le responde. Prueba por segunda vez. Tampoco obtiene respuesta.
Un tipo con un pañuelo rojo lo manda de aquí para allá en una búsqueda inútil, le toma el pelo, le amenaza, se ríe de él. ¿Quién? A Win le preocupa lo que van a decir en las noticias. Igual el estúpido comunicado de prensa de Lamont ya está clamando por el ciberespacio, colgado a los cuatro vientos en internet. Tal vez es así como el tipo del pañuelo rojo se enteró de lo de «En peligro», y del papel de Win, pero eso no tiene mucho sentido. Hasta donde él sabe, Vivian Finlay no era de Nueva Inglaterra, de manera que, ¿cómo es que un tipo en Nueva Inglaterra está lo bastante interesado en el caso como para tomarse la molestia de llamar a Win, concertar un encuentro falso y tomarle el pelo?
Sigue observando la casa de Lamont, su propiedad densamente boscosa, mira calle arriba y abajo, aunque no sabe qué es lo que busca: cualquier cosa. Coge la linterna y baja del coche de aspecto prehistórico de su abuela sin dejar de escudriñarlo todo, a la escucha. Algo le da mala espina, le da algo mucho peor que mala espina. Igual es que está nervioso, predispuesto a que algo le dé mala espina, asustado como se asustaba cuando de crío empezaba a imaginar monstruos, gente mala, cosas malas, la muerte, a tener premoniciones porque «lo lleva en la sangre», como tantas veces aseguraba su abuela. No lleva pistola. Sigue el sendero de ladrillos hasta el porche delantero, sube las escaleras atento, a la escucha, y llega a la conclusión de que lo que en realidad le preocupa es Lamont.
No se lo va a tomar bien. Si está con alguien, se cobrará la cabeza de Win. Empieza a llamar al timbre y levanta la mirada en el instante mismo en que una sombra cruza por detrás de la cortina de la ventana iluminada que se ve por encima de su cabeza. Permanece atento, a la espera. Ilumina con la linterna el buzón de latón a la izquierda de la puerta y levanta la tapa. No ha recogido el correo al entrar, y de pronto recuerda lo que le dijo de una cajita con código para la llave de reserva. No ve nada por el estilo.
El agua cae de los árboles en fríos goterones y repiquetea sobre su coronilla mientras rodea la casa hasta la parte de atrás, donde todo está cubierto de árboles y muy oscuro, y allí encuentra la cajita abierta, la llave todavía en la cerradura, la puerta entornada. Vacila, mira alrededor oyendo caer el agua, dirige el haz de luz de la linterna hacia los árboles, los arbustos, y descubre algo de color rojo oscuro entre dos bojes, una lata de gasolina con unos trapos encima, mojada por la lluvia pero limpia. Se le acelera el pulso, y se le desboca cuando entra silenciosamente a la cocina y oye la voz de Lamont, luego una voz de hombre, una voz de hombre furiosa, en la segunda planta, en la habitación con la ventana iluminada encima de la puerta principal.
Sube deprisa por las escaleras de madera que chirrían, de tres peldaños en tres, y cruza un pasillo que cruje. Por una puerta abierta la ve en la cama, desnuda, atada a las columnas del lecho, y ve también a un hombre con pantalones vaqueros y camiseta, sentado en el borde de la cama, acariciándola con una pistola.
—Dilo: «Soy una puta».
—Soy una puta —repite ella con voz trémula—. No… lo hagas…, por favor.
A la izquierda de la cama está la ventana con las cortinas cerradas. Sus prendas están desperdigadas por el suelo; son las mismas que llevaba horas antes en la cena.
—«No soy más que una sucia puta». ¡Dilo!
En el techo hay una araña de cristal, una obra de arte de gran tamaño con flores pintadas —azules, anaranjadas, verdes— y Win lanza la linterna, que golpea la araña, la rompe y la hace oscilar. El hombre salta de la cama y Win lo coge por la muñeca y forcejea para apartar de sí la pistola. Nota en la cara el aliento del tipo, que apesta a ajo, y el arma se dispara contra el techo, la bala pasa a milímetros de la cabeza de Win.