—Gracias —dijo y sonrió, satisfecho con su destreza.
—No me respondió qué ha dicho usted de mí —insistió.
—Por favor, Hemingway… Usted debe saber que el jefe Hoover no lo quiere, ¿verdad? —el hombre parecía cansado. Él levantó la vista y observó que el reloj de la pared marcaba la una y cincuenta—. Yo he dicho lo mismo que todo el mundo sabe: quiénes vienen a la casa, qué se hace aquí cuando hay fiestas, cuántos de sus amigos son comunistas y cuántos podrían serlo. Nada más. Lo de su alcoholismo y las cosas feas de su vida privada ya estaban en el dossier cuando yo llegué a Cuba. Además, yo soy demasiado borracho para hablar mal de mis colegas —y trató de sonreír.
El primer síntoma de que su presión había subido era aquella punzada en las sienes capaz de provocarle, de inmediato, una pesadez voluminosa en la parte posterior de la cabeza, justo en la base del cráneo. Luego venía el calor en las orejas. Pero nunca lo había sentido de aquel modo tan explícito. ¿Qué cosas feas se podían decir de su vida privada?, ¿qué sabrían de él aquellos gorilas que paseaban su impunidad por la faz de la tierra?
—¿De qué había usted?
—¿No es mejor que me dé mí insignia y mi pistola, que yo me vaya y todos en paz? Yo creo que sí…
Él lo pensó un instante, y se decidió.
—La pistola no la vi. Su insignia estaba al lado de la piscina, bajo la pérgola.
—Claro —sonrió el hombre—, yo lo sabía. Me senté un momento a fumarme un cigarro. Me dolía la rodilla… ¿Y no estaba la maldita pistola?
—Se la doy si me dice qué está escrito en ese dossier.
El policía aplastó el cigarro en el fondo del cenicero y lo dejó en el piso, sobre la alfombra.
—Por Dios, Hemingway. No me joda más y déme la placa —su voz había adquirido dureza y su mirada destilaba odio y desesperación.
—¡La placa por la información! —gritó él y
Black Dog
empezó a ladrar de nuevo.
—Calle al cabrón perro. Va a venir el custodio.
—¡La información!
—Me cago en… —el hombre levantó el revólver y le apuntó al pecho—. ¡Calle al perro o yo lo voy a callar de mala manera!
—Si mata al perro no sale vivo de aquí. ¡Así que hable!
El hombre sudaba por todos sus poros y las gotas corrían por su rostro. Sin dejar de apuntarle movió el sombrero hacia atrás y se pasó la mano izquierda por la frente.
—No sea estúpido, Hemingway, no se lo puedo decir.
—Yo sé que cuando tenga la insignia y la pistola me va a matar. Me tiene que matar.
—Nadie tiene que morirse si usted me da mis cosas.
—Pues si no habla no le doy su insignia. Y voy a llamar al custodio.
Black Dog
seguía ladrando cuando él dio un paso hacia la ventana. En ese instante sintió que su cabeza podía estallar y que no era capaz de pensar. Sólo sabía que debía explotar la desesperación del policía para obligarlo a hablar. El agente, sorprendido por la acción, demoró un instante en ponerse en movimiento, avanzó tres pasos y estiró uno de sus brazos para agarrarlo por el hombro. Cuando al fin logró atraparlo, lo tiró hacia atrás. Pero ya él había aferrado uno de los sólidos candelabros extremeños de plata y, con el mismo impulso del tirón, se volvió y golpeó al policía a la altura del cuello. Fue un buen golpe, fuerte, pero mal colocado. El policía retrocedió, con la mano izquierda sobre el sitio donde recibiera el golpe y el brazo derecho estirado, tratando de encañonar al escritor con el revólver del 22.
—¡Pero qué cojones…! ¡Te voy a matar, maricón de mierda!
¿Éste es el fin, muchacho?, tuvo tiempo de pensar. La primera detonación retumbó en la casa y el policía dio un paso hacia su izquierda, mientras se llevaba la mano al abdomen. Como si estuviera borracho, el agente intentó recuperar el equilibrio para volver a colocarlo en la mira del revólver. Cuando logró apuntarle, llegó la segunda detonación, que resultó más amable y fue como si empujara al hombre, que cayó de lado, con los ojos abiertos, la mano libre aferrada al estómago y la otra al revólver.
En la puerta de la habitación Calixto bajó la Thompson. A su lado, Raúl seguía apuntando, con una pistola negra y reluciente, todavía humeante, que reproducía todo el temblor de su brazo. Entonces Raúl también bajó el arma, mientras Calixto se acercaba al hombre caído. Con su bota pisó la mano que aún aferraba la 22 y con el otro pie desprendió el arma de una patada.
—¿Estás bien, Papa? —Raúl avanzó hacía él.
—No sé, creo que sí.
—¿Seguro que estás bien?
—Ya te dije que sí. ¿Y esa pistola?
—Debe ser la del tipo. Calixto y yo la encontramos.
—Este hijo de puta te iba a matar, Ernesto —comentó Calixto.
—¿Tú crees?
—Sí, creo que sí —y apoyó la Thompson en la pared.
—¿Por qué no quisiste ir a la Central?
—Ya no me gusta la Central.
—¿Nunca volviste a entrar?
—Nunca —confirmó el Conde y se inclinó sobre el fogón. Comprobó que la cafetera había comenzado a colar—. Ya no soy policía y no pienso volver a serlo.
Sentado a la mesa, el teniente Manuel Palacios se abanicaba con un periódico viejo. Por más que había insistido, el Conde se negó rotundamente a hablar con el jefe de investigaciones de la Centra! y sólo aceptó que Manolo lo llevara a su casa.
Con gestos precisos, el Conde tomó una taza grande de loza, puso la cantidad exacta de azúcar y luego vertió el café. Lo batió con seriedad de experto y lo devolvió a la cafetera. Luego le sirvió a su amigo en una taza pequeña y se puso el suyo en la taza grande utilizada para hacer la mezcla. Respiró el perfume caliente de la infusión y sintió un alborozo conocido en su paladar. Por último vertió un chorro del líquido en un pozuelo y llamó a su perro, que dormitaba bajo la mesa.
—Arriba,
Basura
, el café.
El animal se desperezó y avanzó hacia el pozuelo. Metió la lengua y retiró el hocico.
—Sóplalo primero,
Basura
, está caliente.
—En vez de darle café deberías bañarlo.
—A él le gusta más el café. ¿No está bueno?
—Encojonao —respondió Manolo—. ¿De dónde tú sacas este café tan bueno, Conde?
—Es dominicano. Me lo manda un amigo del Viejo que se hizo amigo mío. Freddy Ginebra. ¿Tú no lo conoces?
—No, no.
—Qué extraño. Todo el mundo conoce a Freddy Ginebra… Bueno, ¿qué piensas hacer?
—Todavía no lo sé bien. Hay cosas que creo que no vamos a saber nunca. De todas maneras quiero hablar con Toribio y con Tenorio. A lo mejor saben algo…
—Deja tranquila a esa gente. Yo prefiero pensar que ni Hemingway ni Calixto ni Raúl dijeron lo que pasó esa noche. Por mi cuenta ellos eran los únicos que sabían la historia completa. Y los tres están muertos —el Conde fumaba y miraba más allá de la ventana abierta—. Ya sabemos todo lo que se puede saber…
—Para mí está claro que Calixto fue el que lo mató. Si no, no lo hubieran sacado para México.
—Yo no estoy tan convencido. Ahí pudo pasar cualquier cosa. A lo mejor Calixto nada más vio lo que pasó, o el FBI lo buscaba a él y no a Hemingway… Además, con el cadáver bien escondido, ¿por qué mandar a Calixto para México? Eso pudo ser una cortina de humo… No, hay algo extraño en todo eso y no puedo estar seguro de que haya sido Calixto.
—Si aprieto un poco a Tenorio…
—No seas tan policía, Manolo. Deja tranquilo a Tenorio. ¿Cómo lo vas a apretar? Él no había nacido cuando mataron a ese hombre…
—¿Qué te pasa, Conde? Estoy seguro de que Tenorio sabe algo. Y tú también. ¿Por qué no quieres ver la verdad? Oye, Hemingway sacó a Calixto de Cuba para protegerlo. Él también era capaz de hacer esas cosas, ¿no? —Manolo no dejaba de mirar al Conde—. Y si salvó a Calixto, se portó como un amigo.
—Todo eso suena muy bonito, pero lo que no entiendo es por qué tuvo que darle a todo el mundo velas en ese entierro. En la finca nada más debían estar Hemingway y Calixto, pero resulta que de pronto también estaban Raúl y Toribio, y luego buscaron a Ruperto. ¿Eso no es extraño? ¿Y la segunda bala, dónde coño está la segunda bala? ¿También es de la Thompson?
—Conde, Conde… —empezó a protestar Manolo.
—¿Y si la segunda bala no es de una Thompson? ¿Y si Hemingway fue el que lo mató y sacó a Calixto por otra razón? No sé, para que no cayera en manos de un policía un poco cabrón que lo hiciera hablar…
—Qué ganas de complicarte tienes, carajo. Mira, lo que yo no acabo de entender es qué coño hacía metido en la casa ese agente del FBI. Vigilarlo es una cosa, acosarlo es otra… Y Hemingway no era ningún comemierda al que ellos pudieran presionar así como así. Y tampoco se me ocurre por qué no tiraron al mar la insignia…
Manolo tomó un cigarro de la cajetilla del Conde y se puso de pie. Avanzó hasta la puerta de la cocina, abierta hacia la terraza y el patio, sombreado por una vieja mata de mangos.
—Me encantaría ver las quince páginas que le faltan al dossier del FBI —Manolo expulsó el humo y se volvió—. No sé por qué, pero creo que ahí está la clave de todo lo que pasó esa noche. ¿Tendrá que ver con los submarinos y el petróleo?
—Hemingway descubrió quién le daba petróleo a los nazis aquí en Cuba, y el FBI lo ocultó… Hay secretos que matan, Manolo. Y ése por lo menos mató a dos hombres: al policía y a Hemingway. Ahí perdió todo el mundo.
—Bueno, bueno…, ¿ahora no te cae tan mal?
—No sé. Tengo que esperar a que baje la marea.
—¿Sabes una cosa? Me leí otra vez el cuento que me dijiste. «El gran río de los dos corazones».
—¿Y?
—Es un cuento extraño, Conde. No pasa nada y uno siente que están pasando muchas cosas. Él no decía lo que uno se debía imaginar.
—Él sabía hacer eso. La técnica del iceberg. ¿Te acuerdas? Siete partes ocultas bajo el agua, una sola visible, en la superficie… Como ahora, ¿no? Cuando descubrí lo bien que él lo hacía, me puse a imitarlo.
—¿Y qué estás escribiendo ahora?
El Conde fumó dos veces de su cigarro, hasta sentir calor en los dedos. Miró la colilla un instante y la lanzó por la ventana.
—La historia de un policía y un maricón que se hacen amigos.
Manolo regresó a la cocina. Sonreía.
—Me cago en tu madre por adelantado —dijo el Conde.
—Está bien, está bien. Cada cual escribe de lo que puede y no de lo que quiere —aceptó el otro.
—¿Vas a cerrar el caso?
—No sé. Hay cosas que no sabemos, pero creo que nunca las vamos a saber, ¿no? Y si lo cierro, es que existió. Y si existió, se va a regar la mierda. No importa si fue Calixto, si fue Raúl o si fue él, pero se va a formar un rollo del carajo. Y sigo pensando que cuarenta años después, ¿a quién le importa ese muerto?
—¿Estás pensando lo que yo estoy pensando?
—Estoy pensando que si al fin y al cabo no sabemos quién lo mató, ni por qué, ni podemos acusar a nadie, ni el cadáver está reclamado por nadie…, ¿no es mejor olvidarse de ese saco de huesos?
—¿Y tus jefes?
—A lo mejor los puedo convencer. Digo yo…
—Si el jefe fuera el Viejo se podría. El mayor Rangel parecía duro, pero tenía su corazoncito. Yo lo hubiera convencido.
—¿Entonces qué tú crees?
—Espérate aquí.
El Conde fue al cuarto y regresó con la biografía de Hemíngway que había estado leyendo.
—Mira esta foto —y le dio el libro a Manolo.
De pie, con una cortina de árboles al fondo, Hemingway aparecía de perfil. Su pelo y su barba estaban completamente blancos, y la camisa de ginghah parecía prestada por otro Hemingway más corpulento que el de la foto: el cuerpo del hombre se había reducido, sus hombros se habían caído y estrechado. Miraba en pensativo silencio algo que no se podía apreciar en la fotografía, y al ver aquella imagen se recibía una inquietante sensación de veracidad. Su estampa era la de un anciano, y apenas recordaba al hombre que practicó y disfrutó la violencia. El pie de grabado advertía que la instantánea había sido tomada en Ketchum, antes de su estancia final en la clínica, y era una de las últimas fotos del escritor.
—¿Qué estaría mirando? —preguntó Manolo.
—Algo que estaba del otro lado del río, entre los árboles —respondió el Conde—. Se estaba viendo a sí mismo, sin público, sin disfraces, sin luces. Estaba viendo a un hombre vencido por la vida. Un mes después se metió un tiro.
—Sí, estaba jodido.
—No, al contrario: estaba libre del personaje que él mismo se inventó. Ése es el verdadero Hemíngway, Manolo. Ése es el mismo tipo que escribió «El gran río de los dos corazones».
—¿Te digo lo que voy a hacer?
—No, no me lo digas —el Conde lo interrumpió con toda su dramática insistencia, moviendo incluso las manos—. Ésa es la parte oculta del iceberg. Deja que yo me lo imagine.
El mar formaba una mancha insondable y desesperanzadora, y sólo cuando rompía en las rocas de la costa su monotonía negra era alterada por la cresta efímera de las olas. A lo lejos, dos luces tímidas marcaban la presencia de botes de pesca, empeñados en sacar del océano algo bueno aunque invisible, pero a la vez muy deseado: era un desafío eterno y conmovedor el que movía a aquellos pescadores, pensó el Conde.
Sentados en el muro, el Conde, el Flaco y el Conejo daban cuenta de sus provisiones de ron. Después de devorar los pollos al ajillo, la cazuela de malanga rociada con mojo de naranja agria, las fuentes de arroz y la montaña de buñuelos en almíbar preparados por Josefina sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas maravillas extinguidas en la isla, el Conde había insistido en que debían ir hasta Cojímar si sus amigos pretendían oír la historia completa de la muerte de un agente del FBI en Finca Vigía, y el Conejo debió pedirle a su hermano menor que le prestara el Ford Fairland 1958 más brillante y adornado de Cuba. El milagro de la transformación de aquella antigüedad renacida de sus chatarras y que ahora se cotizaba en varios miles de dólares, se debía al laborioso empeño del Conejo menor, quien había entrado en posesión de los activos necesarios para comprarlo y embellecerlo en los escasos seis meses que llevaba como administrador de una panadería dolarizada, que parecía más bien una inagotable mina de oro.
Entre el Conde y el Conejo habían alzado a Carlos de su sillón de ruedas para subirlo al muro del malecón y luego, con delicadeza, movieron las piernas inútiles del amigo hasta hacerlas colgar hacia la costa. Las escasas luces del pueblo quedaban a sus espaldas, más allá del busto verde de Hemingway, y los tres sentían que era agradable estar allí, frente al mar, a la vera del torreón español, disfrutando la brisa posible de la noche mientras oían la historia narrada por el Conde y bebían ron directamente del pico de la botella.