Adiós, Hemingway (8 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

BOOK: Adiós, Hemingway
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—Calixto debe de estar muerto, ¿verdad?

—Seguro que sí, él era más viejo que yo. Así que… Toríbio hizo silencio y el Conde esperó unos instantes. Hablar de tantos muertos no debía de ser agradable para el anciano. Miró sus ojos, perdidos en un pensamiento profundo, y decidió atacar.

—Toribio, allí en la Vigía, alguna vez, así por casualidad, ¿usted oyó hablar algo de un tipo del FBI?

El anciano parpadeó.

—¿De qué? —De la policía americana. La que se llama efe-be-i…

—Ah, el efebeí, cono. Ya… Pues no, que yo recuerde, no.

—¿Dónde estaba la valla de gallos de la finca?

—Un poco más abajo de la casa, entre la carreterita de los carros y los garajes. Debajo de una mata de mangos…

—¿Una mata vieja, de mangas blancas?

—Sí, esa misma…

—¿Cerca de la fuente?

—Más o menos.

El Conde contuvo la expresión de alegría. Sin saber hacia dónde disparaba había dado en un blanco inesperado.

—Y usted, Toribio, ¿por qué le decía Papa a Hemingway? Si era un hijo de puta, digo…

El viejo sonrió. Tenía unas encías oscuras, moteadas de blanco.

—Era el tipo más raro del mundo. Meaba en el jardín, se tiraba peos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa…, decía que él era el papá de todo el mundo.

—¿Qué favores le debía usted a Hemingway?

—¿Favores? Ninguno: yo trabajaba bien, y él me pagaba bien, y ahí se acabó la historia. Él decía que era el mejor escritor del mundo y debía tener al mejor gallero del mundo. Por eso fue que me pidió perdón después de la bronca.

—¿Entre todos ustedes quién era el hombre de confianza de Hemingway?

—Raúl, eso ni se discute. Si Papa le pedía que le limpiara el culo, Raúl se lo limpiaba.

Un levísimo sonido, al otro lado de la pared, le confirmó al Conde su sospecha de que alguien los escuchaba, pero no se sintió con la potestad de asomarse a la puerta. ¿A quién de la familia de Toribio podía interesarle aquella conversación, llena de tópicos seguramente repetidos por el anciano millones de veces? Conde no tenía la menor idea y por eso prosiguió, con la atención dividida entre Toribio y el posible escuchador furtivo.

—¿Usted la pasó bien en la finca?

—Después de la bronca, sí. Él supo que yo era un hombre y me respetaba… Además, uno allí veía cosas que alegran la vida.

—¿Qué cosas? —Muchas…, pero la que no se me olvida es la mañana que vi a la artista americana esa amiga de él, que venía a cada rato a la finca…

—¿Marlene Dietrich?

—Una americana jovencita…

—¿Ava Gardner?

—Mira, él le decía «mi hija» y yo le decía la Gallega, porque era blanquísima y tenía el pelo negro. Y un día la vi bañarse encuera en la piscina. Él y ella, en-cueros los dos. Yo estaba buscando hierba seca para un nidal y me quedé como una piedra. La Gallega se paró en el bordecito de la piscina y empezó a quitarse toda la ropa. Hasta que se quedó en blúmer. Y así empezó a hablar con él, que estaba en el agua. Qué par de tetas… Y antes de tirarse, ella se quitó el blúmer. Qué clase de hija tenía el Papa.

—¿Y el blúmer era negro? —el Conde, tratando de desvestir sus recuerdos de Ava Gardner, se olvidó por completo del presunto espía que los escuchaba.

—¿Y cómo tú lo sabes? —preguntó, casi airado, el anciano.

—Es que yo soy escritor. Los escritores sabemos algunas cosas, ¿no? ¿Y estaba buena?

—¿Buena? ¿Qué coño es eso? Más que buena, era un ángel, por mi madre que era un ángel… Aquella piel… Y que Dios me perdone, pero el tolete se me puso a mil: la Gallega así, encuera en pelota, con esa piel suavecita y sus dos tetonas y la pendejera medio rojiza, que brillaba… Aquello era demasiado… Después, cuando ellos empezaron a juguetear en la piscina, yo me fui. Ya eso es otra cosa.

—Sí, otra cosa. ¿Y la señora?

—Miss Mary tenía que saber las locuras de Papa, Una vez él metió en la finca a una princesita italiana que lo tenía loco. Ni pescaba, ni peleaba gallos, ni escribía, ni nada. Se pasaba el día detrás de ella, como un perro ruino, y cuando hablaba con nosotros siempre estaba encabronao… Pero Míss Mary se quedaba callada. Total, vivía como una reina.

El Conde encendió otro cigarro y cerró los ojos: trató de imaginar el
streaptease
de Ava Gardner y sintió temblores en las piernas. Aquella imagen magnífica pronto seria nada: Hemingway muerto, Ava muerta, y el Tuzao camino de la muerte. Y el blúmer negro, ¿sería inmortal?

—Ya me voy, Toribio, pero dígame una cosa… Hemingway, que mató leones y de cuanto hay, hasta gallos, ¿tenía cojones para matar a un hombre?

El viejo se movió inquieto, parpadeó, enfocó otra vez al Conde que se había puesto de pie.

—Mira, tú serás escritor, pero también eres policía. A mí tú no me jodes… De todas maneras voy a responderte. No, yo creo que no: lo suyo era mucha gritería, mucha guapería con los animales, y mucha pantalla para que la gente se creyera que él era un timbalú.

Conde sonrió y, tratando de no hacer ruido, dio tres pasos y se asomó por la puerta de la casa. La pequeña sala estaba vacía. ¿Habría imaginado que alguien los escuchaba?

—¿Y de verdad era un hijo de puta?

—De verdad lo era. Un hombre que mata así por gusto un gallo de pelea tiene que ser un hijo de puta. Eso no se discute.

Se terció la Thompson a la espalda y, venciendo la rigidez de sus articulaciones, se puso de rodillas y la recogió. Aunque ya imaginaba lo que era, la iluminó con la linterna. El escudo, la hilera de números y las tres letras brillaron sobre la chapa de metal plateado, sostenida contra una pieza de cuero. Como un animal advertido por el olor del peligro, miró en derredor y recordó lo que le había comentado Raúl sobre el nerviosismo de
Black Dog
. ¿Había estado allí un agente del FBI? ¿De qué otro modo pudo llegar aquella placa hasta ese sitio, tan cerca de la casa, tan lejos de la entrada? ¿Otra vez lo estaban vigilando esos hijos de puta? Él sabía que los federales lo tenían en sus listas desde la guerra de España y, sobre todo, desde que organizara con su yate la operación de cacería de submarinos nazis en las costas de Cuba, cuando había estado a punto de descubrir de quién y por qué sitio de la isla los alemanes recibían combustible y, precisamente los federales, habían decretado el fin de la operación, alegando que sus informes eran vagos y que gastaba demasiada gasolina. Sabía, también, que Edgar Hoover había intentado acusarlo de comunista en los días de las purgas de McCarthy, pero alguien lo había disuadido, pues era mejor dejar fuera de la persecución de comunistas y afines a un mito americano como él. Pero aquella chapa, en su propiedad, le sonaba a advertencia. ¿De qué?

Levantó la vista y observó, a lo lejos, las luces de La Habana, extendidas hacia el océano, presentido en la distancia como una mancha oscura. Era una ciudad inabarcable y profunda, empeñada en vivir de espaldas al mar, y de la cual él sólo conocía algunos jirones. Algo sabía de su miseria y de su lujo concomitantes y de proporciones desvergonzadas; mucho de sus bares y sus vallas de gallos, en los que se canalizaban tantas pasiones; bastante de sus pescadores y de su mar, entre los que había gastado incontables días de su vida; y sabía lo indispensable de su dolor y de su vanidad palpitantes. Y nada más: a pesar de los muchos años que llevaba viviendo en aquella ciudad con alma de mujer, que tan amorosamente lo había acogido desde su primera visita. Pero siempre le sucedía igual: jamás había sabido apreciar y casi nunca corresponder el cariño de los que de verdad lo querían. Era una vieja y lamentable limitación, y nada tenía que ver con poses ni con personajes, pues la solía atribuir al huraño modo de ser de sus padres, aquellos personajes cercanos y desconocidos a un tiempo, con sus vidas enfundadas tras un hipócrita puritanismo y a los cuales nunca pudo querer, pues ellos mismos habían estropeado irreversiblemente su capacidad de sentir amor, de un modo simple y natural.

Black Dog
ladró y cortó el hilo de sus pensamientos. El perro se desfogaba en el hoyo de la pendiente que se iniciaba al borde de la piscina, casi en el límite de la finca, y lo hacía con una extraña insistencia. Los otros dos perros, recién llegados desde la entrada, se unieron al concierto. Con la vista fija en los linderos de la propiedad, guardó la chapa en el bolsillo de su bermuda y empuñó la ametralladora. Ven a buscar tu chapa, cabrón, te voy a dejar seco, musitó, mientras descendía la pendiente y le silbaba al animal. Los ladridos cesaron y
Black Dog
reapareció moviendo la cola, aunque gruñendo.

—¿Qué pasa, viejo, lo viste? —le preguntó, mientras observaba la hierba pisoteada a ambos lados de la cerca—. Ya sé que eres un perro vigilante y feroz… Pero creo que ahora aquí no hay nadie. El maricón se fue. Vamos a ver a Calixto.

Regresó a la piscina y tomó el atajo que, entre las casuarinas, conducía hacia el camino principal de la Vigía y evitaba el largo rodeo que debían hacer los autos.

Bajo aquellos orgullosos y nobles árboles se estaba bien. Eran como fieles amigos: se habían conocido en 1941, cuando él y Martha vinieron por primera vez a la finca y él decidió comprarla, convencido ya de que La Habana era un buen sitio para escribir y aquella finca, tan lejos y tan cerca de la ciudad, parecía, más que bueno, ideal. Y de verdad lo había sido. Por eso le había preocupado tanto el destino de aquellos árboles mientras él desembarcaba en Normandía, en 1944, y recibió la noticia de que un ciclón asolador había atravesado La Habana. Cuando volvió, al año siguiente, y comprobó que casi todos sus silenciosos camaradas seguían en pie, pudo respirar tranquilo. Porque aquel lugar, bueno para escribir, también podía ser un buen sitio para morir, cuando llegara el momento de morir. Pero sin sus viejos árboles, la finca no valía nada.

Pensar otra vez en la muerte lo distrajo de su hallazgo, ¿Por qué coño piensas ahora en la muerte?, se preguntó y recordó que ya tenía a su favor la experiencia, tan exclusiva, de haber muerto para el resto del mundo, cuando su avión se estrelló cerca del lago Victoria, durante su último safari africano. Como el personaje de Moliere, tuvo entonces la ocasión de saber lo que pensaban de él muchas de las personas a quienes conocía. No fue agradable leer las esquelas publicadas en varios periódicos y comprobar cómo eran muchas más de las previsibles las gentes que no lo querían, sobre todo en su propio país. Pero asumió aquellas reacciones malvadas como un reflujo inevitable de su relación con el mundo y como reflejo de una vieja costumbre humana: no perdonar el éxito ajeno. Al fin y al cabo, aquella falsa muerte le reportó un sentimiento de libertad con el cual podría vivir hasta su muerte verdadera. Pero el modo en que debía morir se había convertido, desde ese momento, en una de sus obsesiones, sobre todo porque ya había pasado el tiempo de morir joven y también el de hacerlo heroicamente. Y porque su cuerpo lacerado comenzó a flaquear. Desde entonces meaba con dificultad, veía mal y oía peor. Y olvidaba cosas bien aprendidas. Y la hipertensión lo atormentaba. Y debía hacer dieta de comida y de alcohol. Y su vieja afección de la garganta lo perseguía con más saña… En última instancia, la muerte lo aliviaría de restricciones y dolores, le temía mucho menos que a la locura, y sólo le preocupaba su potestad inapelable de interrumpir ciertos trabajos. Por eso, antes de su llegada, él debía volver a una corrida de toros para terminar la maldita reescritura de
Muerte en la tarde
, y quería revisar otra vez
Islas en el Golfo
y terminar la sórdida historia de
El jardín del Edén
, atascada y difusa. También planeaba navegar una vez más entre los cayos de la costa norte cubana, subir hasta Bimini, volver a Cayo Hueso, rodeado de truhanes y de muchas garrafas de ron y whisky. Y le gustaba jugar con la idea de que aún podía hacer un nuevo safari al África, y hasta con la posibilidad de pasar un otoño en París. Demasiadas cosas, tal vez. Porque además debía decidir, antes de la llegada de la muerte, si incineraba o no
París era una fiesta
Era un libro hermoso y sincero, pero decía cosas demasiado definitivas, las cuales seguramente serían recordadas en el futuro. Una molesta sensación lo había obligado a guardar el manuscrito, a la espera de una luz capaz de aclararle su destino: las prensas o el fuego.

Kitty Cannell, aquella amiga de Hadley, su primera mujer, se lo había gritado una vez en la cara: le asqueaba su capacidad para revolverse contra quienes lo ayudaban, con rencor, con egoísmo, con malignidad y crueldad. Kitty debía de tener razón. Para evocar París y los años de hambre y trabajo y felicidad no tenía que atacar a Gertrude Stein, aunque la vieja insidiosa y marimacho se lo mereciera. Y mucho menos al pobre Scott, aunque tanto le molestara aquella fragilidad suya, su incapacidad para vivir y actuar como un hombre, siempre preocupado por las malas opiniones de la arpía demente de Zelda Fitzgerald sobre el tamaño de su pene. Y ya ni sabía bien por qué había atacado a la vieja Dorothy Parker, al olvidado Louis Bloomfield, al imbécil de Ford Maddox Ford. Sin embargo, bien que se había callado la historia de cómo terminó su amistad con Sherwood Anderson, después que éste le diera las cartas, referencias y direcciones capaces de tenderle puentes hacia aquel París de la posguerra que, precisamente, él necesitaba conocer. Haber escrito aquella mala parodia del viejo maestro, sólo para librarse de los editores de Anderson con quienes había comprometido sus nuevos libros, fue un acto mezquino, aunque bien pagado por sus nuevos editores. Luego, su decisión de que jamás se reeditara
Los torrentes de la primavera
ya no pudo cerrar la herida que, en la espalda, le había causado a un hombre que fue bueno y desinteresado con él.

Diez años atrás, cuando había rechazado el nombramiento como miembro de la Academia Americana de Artes y Letras, su personaje había crecido. Se habló de su rebeldía de siempre, de su iconoclastia perpetua, de su modo natural de vivir y escribir, lejos de las academias y cenáculos, entre una finca de La Habana y una guerra en Europa. Cosas así lo salvaron del tuego macartista al cual quiso lanzarlo el FBI y su jefazo, el abominable Hoover. Lo que nadie imaginó fue que su negativa se debió a la incapacidad que ya sufría de alternar con otros escritores y la imposibilidad de resistir, cerca de él, a hombres como Dos Passos y, sobre todo, a Faulkner. El engreído patriarca del sur lo había agredido sin piedad, por un costado doloroso, pues lo había tildado de cobarde: elegante y displicentemente lo había calificado como
el menos fracasado
de los escritores americanos modernos, pero la razón de su menor fracaso se debía, había dicho el hijo de puta, a su mayor cobardía artística. ¿El, que había librado el lenguaje americano de toda la retórica eufemística y se había atrevido a hablar de
cojones
, cuando la palabra exacta era
cojones? ¿Y
la cobardía de Scott Fitzgerald, por qué no la mencionaba? ¿Y la de Dos…? Huir de España y de las filas republicanas cuando más lo necesitaba la causa fue el más cobarde de los actos en el terreno donde se prueban los hombres: la guerra. Aquello de colocar la vida de una persona por encima de los intereses de todo un pueblo era una locura, como lo era asegurar que la muerte del traductor Robles era obra de los largos tentáculos de Stalin. Cierto es que Stalin, en nombre de una revolución proletaria de la que se había adueñado, terminó pactando con los nazis, invadió Finlandia y parte de Polonia, mató a generales, científicos y escritores, a miles de campesinos y obreros, envió a los gulags de Siberia a cualquiera que no se plegó a sus designios o simplemente porque no había aplaudido con suficiente vehemencia en cierta ocasión en que se mencionó el nombre del Líder, y también parecía ser tristemente cierto que se había quedado con el oro del tesoro español y con los dineros que muchos —como él mismo— habían ofrendado en todo el mundo para la República española…, pero ¿matar a un insignificante traductor como Robles? La mente febril de aquellos escritores le asqueaba, y por eso había preferido sustituirlos por hombres más simples y verdaderos: pescadores, cazadores, toreros, guerrilleros, con quienes sí se podía hablar de valor y coraje. Además, algo en su interior le impedía reconciliarse sinceramente con los que habían sido sus amigos y luego habían dejado de serlo: por más que tratara, ni su mente ni su corazón se lo permitían, y esa incapacidad de reconciliación era como un castigo a su prepotencia y su fundamentalismo machista en muchos aspectos de la vida.

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