—¿Dónde estaba usted cuando fueron embaladas?
—Ya se lo dije, en Nueva York.
—Conmigo —intervino Flavia—. Yo debutaba en el Met. Estrenábamos dos días antes de que la exposición se clausurara aquí. Pedí a Brett que me acompañara y ella vino.
Al fin Brett apartó la mirada de la lluvia y se volvió hacia Flavia.
—Y dejé que Matsuko se encargara del embarque. —Volvió a apoyar la cabeza en el sofá y a mirar las claraboyas—. Me fui a Nueva York para una semana y me quedé tres. Luego me fui a Pekín a esperar el embarque. Como no llegaba, volví a Nueva York y gestioné el despacho por la aduana de Estados Unidos. Pero entonces —agregó— decidí quedarme en Nueva York. Llamé a Matsuko para decirle que me retrasaría y ella se ofreció a ir a Pekín para revisar la colección cuando por fin llegara a China.
—¿Ella tenía que examinar las piezas que componían la expedición? —preguntó Brunetti.
Brett asintió.
—Si usted hubiera estado en China, ¿hubiera desembalado la colección personalmente?
—Es lo que acabo de decirle —respondió Brett secamente.
—¿Y hubiera descubierto la sustitución en aquel momento?
—Naturalmente.
—¿Vio alguna de las piezas antes de este invierno?
—No. Cuando llegaron a China, desaparecieron en una especie de limbo burocrático durante seis meses, luego fueron exhibidas en unos almacenes y finalmente fueron devueltas a los museos que las habían prestado.
—¿Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no eran las mismas?
—Sí, y escribí a Semenzato. Fue hace unos tres meses. —Bruscamente, levantó la mano y golpeó el brazo del sofá—. Cerdos —dijo con la voz ahogada por el furor—. Cerdos canallas.
Flavia le puso la mano en la rodilla para calmarla.
Brett se volvió hacía ella y sin cambiar la voz le dijo:
—Flavia, no es tu carrera la que está arruinada. El público seguirá acudiendo a oírte cantar hagas lo que hagas, pero esa gente ha destruido diez años de mi vida. —Se interrumpió un momento y agregó, suavizando la voz—: Y toda la de Matsuko.
Cuando Flavia fue a protestar, prosiguió:
—Se acabó. Cuando los chinos se enteren, no me dejarán volver. Yo era responsable de esas piezas. Matsuko me trajo los papeles de Pekín y yo los firmé cuando regresé a Xian. Daba fe de que estaban todas y de que se hallaban en el mismo estado que cuando salieron del país. Hubiera debido estar allí comprobándolo todo, pero la envié a ella en mi lugar porque yo estaba en Nueva York contigo, oyéndote cantar. Y eso me ha costado mi carrera.
Brunetti miró a Flavia, la vio enrojecer ante la cólera creciente de Brett, vio la elegante línea que formaban hombro y brazo mientras miraba a Brett ladeando el cuerpo, contempló la curva de su cuello y su mentón. Quizá valía el sacrificio de una carrera.
—Los chinos no tienen por qué enterarse —dijo él.
—¿Qué? —preguntaron las dos a la vez.
—¿Dijo a esos amigos que hicieron las pruebas de qué eran las muestras? —preguntó a Brett.
—No. ¿Por qué?
—Entonces, al parecer, nosotros somos los únicos que saben lo ocurrido. Eso, a no ser que usted lo dijera a alguien en China.
Ella denegó con la cabeza.
—No se lo dije a nadie. Sólo a Semenzato.
Aquí intervino Flavia para decir:
—Y no hay que temer que él se lo dijera a alguien, aparte de la persona a la que los vendió.
—Pero yo tengo que decirlo —insistió Brett.
Brunetti y Flavia se miraron. Los dos sabían lo que había que hacer en este caso, y a ambos les costó un gran esfuerzo no exclamar: «¡Americanos!»
Flavia decidió explicárselo:
—Mientras los chinos no se enteren, tu carrera estará a salvo.
Para Brett fue como si Flavia no hubiera dicho nada.
—Esas piezas no se pueden exhibir. Son falsas.
—Brett —dijo Flavia—, ¿cuánto tiempo hace que han vuelto a China?
—Casi tres años.
—¿Y nadie se ha dado cuenta de que no son auténticas?
—No —concedió Brett.
Aquí intervino Brunetti:
—Entonces no es probable que llegue a descubrirse. Además, podrían haberse sustituido en cualquier momento de los cuatro últimos años.
—Pero nosotros sabemos que no es así.
—Eso es precisamente lo que yo digo,
cara
. —Flavia decidió volver a explicárselo—. Aparte de los que robaron los vasos, nosotros somos los únicos que lo sabemos.
—Eso no importa —dijo Brett, alzando de nuevo la voz con indignación—. Además, antes o después alguien lo descubrirá.
—Y, cuanto más tarde en llegar ese momento, mejor para ti, menos probable será que asocien contigo lo ocurrido. —Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran efecto y agregó—: A no ser que quieras echar por la borda diez años de trabajo.
Brett estuvo mucho rato sin hablar. Los otros la observaban mientras ella consideraba todo lo dicho. Brunetti estudiaba su expresión y le parecía estar viendo la pugna entre sentimiento y razón. Cuando vio que ella iba a hablar, dijo impulsivamente:
—Claro que, si descubrimos quién mató a Semenzato, es probable que recuperemos los vasos originales. —No podía saberlo, pero había visto la cara de Brett y sabía que iba a negarse a callar.
—Pero, aunque así fuera, tendrían que volver a China, y eso es imposible.
—Imposible no —replicó Flavia riendo. Al comprender que Brunetti sería más receptivo, se volvió hacia él y explicó—: Las lecciones magistrales.
Brett saltó al instante:
—Dijiste que no, rechazaste la invitación.
—Eso fue el mes pasado. ¿De qué me serviría ser
prima donna
si no puedo cambiar de opinión? Tú misma me dijiste que, si aceptaba, me tratarían como a una reina. No iban a registrarme las maletas en el aeropuerto de Pekín, estando allí el ministro de Cultura para recibirme. Como soy una diva, esperarán que viaje con once maletas. No es cosa de decepcionarlos.
—¿Y si, a pesar de todo, abren las maletas? —preguntó Brett, pero no había temor en su voz.
La reacción de Flavia fue inmediata:
—Si mal no recuerdo, a uno de nuestros ministros le encontraron droga en un aeropuerto de África y no pasó nada. Y en China tiene que ser mucho más importante una diva que un ministro. Además, lo que nos preocupa es tu reputación, no la mía.
—Seriedad, Flavia.
—Hablo en serio. No existe ni la más remota posibilidad de que registren mi equipaje, por lo menos, al entrar. Tú me has dicho que el tuyo no lo han mirado nunca, y hace años que entras y sales de China.
—Siempre puede darse el caso, Flavia —dijo Brett, pero Brunetti percibió que no lo creía.
—Por lo que me has contado de sus ideas sobre mantenimiento, más probabilidades hay de que el avión se estrelle, pero no por eso vamos a dejar de ir. Además, podría ser interesante. Quizá me dé alguna idea sobre Turandot. —Brunetti creyó que había terminado de hablar, pero entonces añadió—: ¿Y por qué perdemos el tiempo hablando de esto? —Miró a Brunetti como si le hiciera responsable del robo de los vasos.
Brunetti descubrió entonces con sorpresa que no tenía ni idea de si ella hablaba en serio cuando decía que llevaría las piezas a China de contrabando. Y dijo a Brett:
—En cualquier caso, ahora no puede usted decir nada a los chinos. Quienquiera que haya matado a Semenzato no sabe que nos ha hablado de la sustitución, y tampoco, que hemos descubierto el móvil del asesinato. Y quiero que siga ignorándolo.
—Pero usted ha venido a esta casa y también fue al hospital —objetó Brett.
—Brett, usted misma dijo que aquellos hombres no eran venecianos. Yo podría ser cualquiera, un amigo, un pariente. Y no me han seguido. —Era verdad. Sólo un nativo de la ciudad podría seguir a otra persona por sus estrechas calles, sólo un veneciano podía conocer sus intrincados vericuetos y sus callejones sin salida.
—Entonces, ¿qué hago? —preguntó Brett.
—Nada —respondió él.
—¿Qué quiere decir?
—Eso, sencillamente. En realidad, sería prudente que se fuera de la ciudad durante una temporada.
—No me apetece mucho andar por ahí con esta cara —dijo ella, pero lo dijo humorísticamente: buena señal.
Flavia dijo entonces a Brunetti:
—He estado tratando de convencerla para que me acompañe a Milán.
Buen aliado, Brunetti preguntó:
—¿Cuándo se va?
—El lunes. Ya les he dicho que el jueves cantaré. Han preparado un ensayo con piano para el martes por la tarde.
Él preguntó a Brett:
—¿Piensa ir? —Como ella no contestara, agregó—: Creo que es una buena idea.
—Lo pensaré —fue lo más que Brett se avino a decir, y Brunetti decidió no insistir. Si alguien podía convencerla, sería Flavia, no él.
—Si decide ir, le agradeceré que me avise.
—¿Cree que existe peligro? —preguntó Flavia.
Brett se adelantó a contestar:
—Probablemente, habría menos peligro si creyeran que he hablado con la policía. Así no tendrían que hacer algo para impedírmelo. —Y a Brunetti—: Tengo razón, ¿no?
Él no tenía la costumbre de mentir, ni siquiera a las mujeres.
—Sí, es verdad. Cuando los chinos sean informados de la falsificación, el que matara a Semenzato ya no tendrá motivos para tratar de cerrarle la boca a usted. Sabrán que su intimidación no la detuvo. —Comprendía que también podían tratar de silenciarla permanentemente, pero prefirió no decirlo.
—Fantástico —dijo Brett—. Puedo informar a los chinos y salvar el pescuezo pero hundir mi carrera. O me callo, salvo mi carrera y sólo tengo que preocuparme de salvar el pescuezo.
Flavia se inclinó y puso la mano en la rodilla de Brett.
—Es la primera vez que me pareces tú desde que empezó esto.
Brett sonrió:
—Nada como el miedo a la muerte para espabilarla a una.
Flavia irguió el busto y preguntó a Brunetti:
—¿Diría usted que los chinos están involucrados en esto?
Brunetti no era más propenso que cualquier otro italiano a creer en teorías de conspiración, lo que significa que solía verlas hasta en la coincidencia más inofensiva.
—No creo que la muerte de su amiga fuera accidental —dijo a Brett—. Eso quiere decir que esa gente tiene a alguien en China.
—Quienquiera que sea «esa gente» —apostilló Flavia con énfasis.
—El que yo no sepa quiénes son no significa que no existan —le dijo Brunetti.
—Precisamente —convino Flavia, y sonrió.
Él dijo entonces a Brett:
—Por eso creo que sería mejor que se fuera de la ciudad una temporada.
Ella asintió vagamente, aunque sin duda no convencida.
—Si me voy, se lo comunicaré. —No podía considerarse una promesa. Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo. Encima de ellos repicaba la lluvia.
Él volvió su atención a Flavia, que señaló la puerta con la mirada e hizo un pequeño gesto con la barbilla para indicarle que era hora de irse.
Brunetti comprendió que ya estaba dicho casi todo y se puso en pie. Brett, al verlo, puso los pies en el suelo y fue a levantarse.
—No te muevas —dijo Flavia, que ya iba hacia el recibidor—. Yo lo acompañaré.
Él se inclinó para estrechar la mano de Brett. Ninguno de los dos habló.
En la puerta, Flavia le tomó la mano y se la apretó con calor.
—Gracias —fue lo único que dijo, y sostuvo la puerta mientras él cruzaba por delante de ella y empezaba a bajar la escalera. La puerta, al cerrarse, cortó el sonido de la lluvia.
Aunque había asegurado a Brett que no lo habían seguido, Brunetti se paró un momento al salir de la casa, antes de torcer por la calle della Testa y miró a derecha e izquierda, buscando alguna cara a la que pudiera recordar haber visto cuando entró. Ninguna le resultaba familiar. Echó a andar hacia la derecha y entonces le acudió a la memoria algo que le habían dicho hacía años, cuando vino al barrio buscando el apartamento de Brett.
Giró hacia la izquierda hasta la primera calle ancha transversal, la Giancinto Gallina, y allí, en la esquina, tal como lo recordaba de su primera visita, estaba el quiosco de prensa, frente al colegio de segunda enseñanza, de cara a la que era la principal arteria del barrio. Y, como si no se hubiera movido desde la última vez que él la había visto, encontró a la
signora
María, encaramada a un alto taburete en el interior del quiosco, con su toquilla de media que le daba por lo menos tres vueltas al cuello. Tenía la cara colorada, del frío, de un brandy matinal o, quizá, de las dos cosas, y su pelo corto parecía más blanco por el contraste.
—
Buon giorno, signora
Maria —dijo él alzando la cara con una sonrisa hacia la mujer parapetada detrás de diarios y revistas.
—
Buon giorno, commissario
—le respondió la mujer, como si fuera un viejo cliente.
—Si sabe quién soy,
signora
, sabrá también por qué estoy aquí.
—
L'americana
? —preguntó ella, aunque en realidad no era una pregunta.
Él notó un movimiento a su espalda; de repente, una mano se adelantó con rapidez y agarró un periódico de uno de los montones que Maria tenía ante sí, alargando a la mujer un billete de diez mil liras.
—Diga a su madre que el fontanero irá esta tarde a las cuatro —dijo Maria al devolver el cambio.
—
Grazie
, Maria —dijo la joven, y se fue.
—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó Maria.
—Usted debe de ver a todo el que pasa por esta calle. —Ella asintió—. Si ve rondar por aquí a alguien que no sea del barrio, ¿podría llamar a la
questura
?
—Claro que sí, comisario. He tenido los ojos bien abiertos desde que ella volvió a casa, pero no he visto a nadie.
Otra mano, ésta masculina, cruzó por delante de Brunetti y tomó un ejemplar de
La Nuova
. La mano se retiró para reaparecer al momento con un billete de mil liras y unas monedas que Maria recibió con un «
Grazie
» a media voz.
—¿Has visto a Piero, Maria? —preguntó el hombre.
—Está en casa de tu hermana. Ha dicho que te espera allí.
—
Grazie
—dijo el hombre alejándose.
Brunetti comprendió que había acudido a la persona apropiada.
—Si llama, pregunte por mí —dijo sacando la billetera para darle una tarjeta.
—De acuerdo,
dottor
Brunetti —dijo la mujer—. Ya tengo el número. Si hay algo, lo llamo. —Alzó una mano en ademán amistoso y él vio que llevaba guantes de lana con las puntas recortadas, para manejar el cambio.