—¿Qué tiene eso que ver con que la espíes?
—No la espío, ni siquiera sé dónde está. A veces aprendes porque alguien te mira, eso es todo. Las contramedidas son por unos tipos que quieren obligarme a hacer algo pero esta vez no. Paso de arrastrarme. Como esta gente es más fuerte, necesito estar protegido.
—¿Con unos detectores y un inhibidor? No vas a llegar muy lejos.
—Es tu trabajo, deberías venderlo mejor…
—Lo vendo bien. Y por eso te digo que no te confíes. Los materiales son buenos pero no te protegen de nada.
—Yo también soy bueno… en algunas cosas.
La vikinga rió.
—Dime una.
—No me intereso mucho a mí mismo. Eso me deja espacio libre, aumenta mi capacidad de procesar. ¿Tú te interesas?
La vikinga se encogió de hombros.
—Yo no doy tantas vueltas. Creo que la vida te va alcanzando y eso es todo.
—Me parece muy fácil. ¿Qué pasa con las consecuencias?
—No sabes cuáles van a ser.
—Algunas sí. A veces vivir es jugártela por algunas consecuencias.
—
¿Has leído
El americano tranquilo?
El chico negó con la cabeza.
—Trata de alguien parecido a ti. Alguien que creía mucho en las consecuencias, y acabó poniendo bombas.
—Siempre están con lo mismo: mejor no intentar nada, ¿no? Pero hay unos tipos que tienen el monopolio de nuestras consecuencias. Y resulta que la culpa la tiene quien quiere librarse de eso.
—Bueno, en este caso el protagonista que intenta algo obedece a los del monopolio, es un norteamericano encargado de hacer operaciones encubiertas en Vietnam.
—Ah, he visto la película. Pero el personaje guay es Michael Caine, ¿no?, uno de esos tipos escépticos. Caine va por ahí dejando, como tú dices, que la vida le alcance, y de paso dejando que otros, que también son los malos, porque se manchan las manos, maten al americano. Me cargan esos tíos desengañados que se folian a la novia del amigo y encima te cuentan su mala conciencia.
La vikinga sonreía.
—Tengo que volver a la tienda, un poco más y me convences. Si necesitas algo para tus consecuencias, avísame, en serio. Sé cosas que no vienen en el catálogo.
El abogado llamó a Amaya para pedirle prestado el coche. La llamó desde una cabina no lejos de su casa con la esperanza de que la entrega de llaves fuera también un pretexto para verse, pero ella le dijo que dejaría las llaves en un bar cercano. Antes de colgar le preguntó si todo iba bien sabiendo que era ridículo, que nunca iba todo bien. «Perdóname, Eduardo —dijo, y él se estremeció, pocas veces le llamaba por su nombre—, no te he dado las gracias: tu amigo y tú fuisteis muy efectivos, el de las fotos no volvió a molestarme. Ahora le han trasladado a una sede en Alcobendas». Estuvieron hablando de eso pues aunque el hombre se había marchado sonriendo, con esa misma sonrisa, cuando solo ella lo advertía, le había sacado la lengua. Amaya no parecía muy preocupada, aunque sí había registrado el gesto. Pero no le pidió que quedaran en otro momento; el abogado se despidió con cierto desasosiego. Si hubiera sido otra persona habría insistido en verla, en revisar su ordenador y darle pautas de uso en el trabajo para evitar nuevos ataques de ese tipo. Pero con Amaya, con la persona a quien más deseaba acompañar, debía en cambio mantenerse distante para no agobiarla, para que ella no reparase en su deseo y la amistad no se viniera abajo. En la calle un mendigo pasó a su lado con una capa hecha de bolsas y periódicos. A unos cien metros del bar vio a Amaya saliendo de él, llevaba a su hijo de seis años de la mano. Por qué a veces se clava una silueta en la mente, y nos parece verla aunque no esté delante, por qué un cuerpo se clava en el deseo y no se nos olvida. La dejó ir. Entró en el bar y recogió las llaves.
Amaya tenía un Renault grande, azul metalizado. Condujo con él hacia el este de Madrid. Cuando ya se había alejado bastante del centro, buscó calles tranquilas con edificios de varios pisos y empezó la caza de redes. Después de conseguirla primera clave, dejó un ordenador conectado a la espera de la vicepresidenta. Siguió buscando claves para otras sesiones pues llevaba su tiempo hacerse con una y necesitaba creer que ella volvería a entrar en contacto.
Sabía que durante la mañana había estado en Barcelona, bajo la nieve. Pero al día siguiente muy temprano debía estar en Madrid, según indicaba la agenda del sitio de vicepresidencia. El abogado esperaba que regresara a casa esa noche y encendiera el portátil antes de irse a dormir.
A la una y veinte de la madrugada detectó actividad en su ordenador. Y casi enseguida:
—No sé quién eres, pero si estás ahí, contéstame: ¿cuánto margen de maniobra crees que tengo?
—Tú dirás.
La vicepresidenta había tecleado despacio, como quien se visita, como quien habla solo. Cuando vio aparecer la réplica en su documento, temió por un segundo estar imaginándoselo. Dónde estás, cómo sabías que iba a conectarme, ¿tal vez sois muchos, varias personas en distintos horarios y lugares que se turnan? No, no, tu voz es una. ¿Cómo consigues estar siempre? Le habría gustado preguntar esas cosas. Parece que estás aquí para incitarme y me gusta. No perdamos el tiempo en hablar de nosotros mismos.
—Muy poco. —Respondió—, menos que uno, menos que cero con cinco.
—Si tú no tienes margen de maniobra, ¿quién lo tiene? ¿quién escribe por ti?
—La inercia.
—¿la inercia de quién?
La vicepresidenta suspiró mientras tecleaba:
—De lo que ya está hecho, de lo que nunca se ha intentado, de lo que sería correr un grave riesgo electoral, de las habas contadas: no puedo pasar de tener un equipo de once personas a tener uno de quince, ni siquiera puedo hacer eso, no sé qué esperas de mí.
—Después de ti, solo está el presidente, ¿y me dices que no puedes hacer nada?
—Es así. Lo sabes. Estoy segura.
El abogado pensó que saberlo no importaba, la mayoría sabía que cualquier medida realmente nueva que imaginara un presidente sería cercenada por bancos, medios, directivas europeas, grandes empresas. Y sabiéndolo, entregaban su vida al paso del tiempo, resignados, sumisos. La pregunta que solía hacer la gente era por qué aun conociendo el mal no reaccionamos. Pero algunos sí reaccionan, algunos se rebelan. La pregunta no es siquiera por qué tan pocos, sino más bien qué han visto esos pocos o qué les mueve.
Tengo las piernas entumecidas, me gustaría cambiarme al asiento de atrás pero no puedo, ella está ahí, y no espera que le diga lo que pienso, espera un impulso.
—Cada una de esas once personas bajo tu mando tiene su inercia, y dependen de otras que también la tienen, temen llevar la contraria, tener que esforzarse, temen empezar algo que no puedan terminar, poner en peligro el lugar conquistado, etcétera, ¿es eso?
—En parte.
—Lo entiendo, por otro lado, no tienes mucho detrás de ti, los partidos carecen de militancia real, pero ¿valía la pena dedicar tu vida a ser una pieza más en la maquinaria que gobiernan otros?
—¿Quién la gobierna? Nadie lo hace. ¡Todo esto es metafísica barata! Hago lo que me corresponde lo mejor que puedo. Sirvo a los ciudadanos, cobro por ello, puede que solo consigamos avances milimétricos y a veces solo que las cosas no dejen de funcionar. Es lo que hay.
—Si estás contenta con tus avances milimétricos, ¿por qué has vuelto?
La vicepresidenta se permitió escribir:
—Mmm.
Notaba cómo iba adueñándose de ella un ánimo distinto, juguetón. Haber desenchufado el ordenador un tiempo le hacía pensar que era ella quien convocaba; la intromisión de la flecha dejaba de serlo y todo el asunto se parecía más a hablar por teléfono con un amigo en los tiempos en que no era vicepresidenta. Ya no sentía planear tan cerca la amenaza puesto que ella tenía el control de la situación, abría o cerraba la puerta.
—Somos una cabeza sin cuerpo. —Al verlo tecleado, la vicepresidenta sonrió sin querer, pensó que la flecha podía creer que estaba refiriéndose a la extraña unidad que ambos formaban—. Me refiero al gobierno. Suponiendo, en fin, que seamos una cabeza. Hay unas cuantas mentes brillantes por el mundo. Sin embargo, mentes políticas brillantes, mentes operativas, que sepan lo que hay que hacer y cómo, de esas hay pocas. ¿Eres tú una de ellas? ¿O quizá crees que basta con redactar normativas sin tener los apoyos para que se cumplan? —hablábamos de ti.
—No se puede hacer leyes en el vacío. Hay que saber que van a aplicarse.
—¿y derogar, por ejemplo, la ley 15/97?
—No hay presupuesto para mantener una sanidad pública en condiciones.
—No sé si crees lo que dices; sea o no verdad podríais intentar que las leyes básicas del estado fueran más defensoras de la sanidad pública y cerrasen escapatorias a las comunidades autónomas, evitar la creación de hospitales imaginarios que absorben el presupuesto y sin embargo no atienden realmente a la ciudadanía.
—Ya. ¿Eso era todo? Tú eliges esa prioridad. Otros tienen otras. En el gobierno procuramos ordenarlas. Es posible que nos equivoquemos. Pero lo que propones sería casi imposible de aplicar, menos aún en este momento, y lo sabes.
—Si diseñaseis una ofensiva informativa, sindical y política, contando con varias comunidades fuertes…
La vicepresidenta apartó las manos del teclado y dejó de mirar la pantalla. No piensas mal, pero no contamos con suficientes comunidades autónomas, y lo tenemos difícil con los medios de comunicación. Yo también he elegido mi prioridad, no es mejor ni peor que la tuya, es más concreta, llevo más tiempo investigándola y quizá tenga más posibilidades. No atañe a los derechos humanos ni a la lucha de las mujeres, ni siquiera, en primera instancia, a los derechos sociales. Es solo un disparadero, algo que te sorprenderá. Me gustaría contártela, pero he de obrar con sigilo todavía.
—¿Qué te parece más desolador: mirar a un crío y ver en sus rasgos y gestos al adulto vencido que será, o mirar a un adulto y ver en sus rasgos y gestos al niño que sigue siendo, desvalido, imprudente, fascinado?
—Lo primero, ¿y a ti qué te da más miedo: el pp, los medios, el partido, los abucheos?
—La inercia. Ya te lo he dicho. Temo que si, al enfrentarla, algo se rompe, lo haga por el lado del más débil.
—Entonces tendrás que hacer más fuertes a los débiles, y más débiles a los fuertes.
—Bravo. Es la tarea que he estado intentando llevar a cabo durante años, la violencia contra mujeres, la Ley de Dependencia, la emigración. No sé si te suena.
—Hablas solo de la primera parte, ¿y la segunda?
—Frenamos. Si no estuviéramos nosotros en el poder, los bancos tendrían más fuerza, y la Iglesia, las grandes empresas, y…
—Frenos milimétricos, hay una inercia que no frena sino que hace avanzar la bola de nieve hasta que la convierte en algo destructor, ¿no has pensado que el abucheo de un día podría desatarse? ¿no temes eso?
—Con franqueza: no demasiado. ¿Cuánto hace que no ves fuerza organizada en este país? La chapuza no está solo en la administración, está en todas partes.
—Una colilla encendida en un sofá lo va quemando lentamente, nadie lo nota, pasan los minutos, las horas y entonces estalla el incendio.
—¿Y qué me dices de tus incendios? ¿Quién eres? ¿Para quién trabajas?
El abogado echó de menos estar en su casa, se habría levantado a mojarse la cara con agua. La calle vacía, la extrañeza de hallarse en el coche de Amaya y el frío agradable de la noche creaban un halo que le separaba de ese mundo real donde un golpe puede romper el cuerpo. Tus preguntas se producen al ritmo del parpadeo del cursor y tal vez ahora mi silencio te desconcierta pero mientras tú te reunías, maniobrabas, ascendías, ejercías el poder, a mí eran los días los que me vivían. No voy a contestar.
—Así que callas. No puedo seguir con esto. Necesito verte.
El abogado movió el cursor.
—Acabas de verme.
—No, no, necesito verlo frágil que hay en ti. Bah, olvídalo, no me verás pedírtelo otra vez. Supongamos que los dos queremos mantener este juego. Bien: ahora me toca a mí. Alguien ha filtrado que Telefónica estaba dispuesta a comprar un grupo de comunicación muy por encima de su precio. Sé que no ha salido de mi gente, pero necesito demostrarlo. ¿Puedes decirme quién ha sido?
El abogado se incorporó. ¿Era una prueba, una trampa? El quizá lograra averiguar quién había dado la noticia, a lo mejor podría entrar físicamente en el medio de comunicación; pero incluso accediendo al ordenador del periodista sería casi imposible encontrar algo que le llevase a la fuente.
—Me pides algo complicado.
—¿No eres Dios? ¿Ni siquiera el Diablo? Si quieres mi mayor defecto, no voy a dártelo a cambio de cuatro papeles perdidos.
—Veremos.
—Es tarde. Me voy a dormir.
La vicepresidenta se levantó. No le importaba tanto el dichoso asunto de la filtración como comprobar los recursos de la flecha, saber si podía actuar a requerimiento y no solo según su gusto y posibilidades.
El abogado apagó su ordenador y el de la vicepresidenta. Siempre había imaginado que dejarse llevar por el peligro sería una especie de liberación, no pensar, entregarse. Pero era al contrario, tenía que pensar más, vigilar más, y estaba dispuesto.
Dos días más tarde, la vicepresidenta recibió la invitación de Julia y Luciano. Un viejo amigo uruguayo intérprete de tangos se detendría en Madrid de camino a Francia. Iban a cerrar un café, habría poca gente, ningún periodista, solo amigos comunes, y ella estaba invitada. «Quiero música, maestro, se lo pido por favor, / que esta noche estoy de tangos…», las dos Julias recordaban aquel estribillo y una noche de hacía mucho tiempo. Prometió ir. Todos sabían que sus promesas estaban supeditadas a una agenda intempestiva de secuestros de barcos y gabinetes. Pero esa vez ya eran las diez de la noche y la vicepresidenta se cambiaba de ropa delante del espejo de su dormitorio. Necesitaba hablar con Luciano, por fin se había decidido a entregarle su informe y esa noche esperaba conocer su opinión.
Se quitó los pendientes largos con hastío. Creen que no sé que son absurdos, creen que me los pongo con ingenuidad y desapego, como si estuviera convencida de tener treinta años. Claro que sé que hay una brecha entre mi atuendo y mi cargo. Entre mi edad y mi atuendo. Entre mi atuendo y mis palabras. Me querrían de gris perla, con falditas discretas de San Sebastián. Me querrían con un toque clásico y chic y de clase, pero discreto, siempre discreto. Mi libertad sería no salir disfrazada a las ruedas de prensa, no entrar disfrazada en el Parlamento. Pero no tengo ese poder y si hay que disfrazarse entonces, por lo menos, elijo, que sepan que no estoy completamente ahí, que llevo una armadura y a veces ni siquiera voy dentro. Desde la oposición dicen que estos pendientes y estos colores me hacen perder credibilidad. ¿Y a quién le importa hoy? Si nuestras manos están atadas, solo el silencio sería verdaderamente creíble.