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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (19 page)

BOOK: Acceso no autorizado
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—Sé lo mismo que tú, no he oído ninguna más.

Había un espejo horizontal detrás de la barra donde solo se veía el torso y las manos de los clientes. Pasaron al fondo, se quedaron junto a una mesa alta sin banquetas.

—No entiendo de qué tienen miedo. No hay nada en esas conversaciones que justifique una paliza como la que te dieron. Los bancos están presionando para quedarse con las cajas, y con parte del dinero que el Estado les dé, ha salido también en los periódicos. ¿Qué se supone que podrías hacer con eso?

—Es un pulso, Eduardo. Ellos me necesitan, eso no les gusta. A mí tampoco me gusta estar en sus manos. Intente cubrirme las espaldas y eso les gustó menos todavía. Pero esta vez no habrá errores.

—¿Por qué te empeñas en rebelarte? Termina tu trabajo y te librarás de ellos.

—No, ya me han engañado una vez. Tú mismo acabas de verlo. El Irlandés no ha cumplido su palabra. Nos controlan. No quiero estar en manos de nadie.

—Lo que estás es mal de la cabeza. Tú solo contra esa organización: un gran banco, sicarios, empresas, ni siquiera sabes quiénes están detrás.

—Te tengo a ti. —Sonrió el chico.

—Se me olvidaba, conmigo al fin del mundo.

—Ellos me han buscado. El que ofrece siempre tiene algo que perder.

—¿Y tú no? Casi te dejan inválido.

—¿Crees que soy un enclenque, verdad, un chico solitario? Crees que soy lo que parezco.

—Aunque fueras el gigante de hierro. Dos personas contra cientos que a su vez tienen dinero, contactos, todo. ¿Qué pretendes hacer?

—Curto puede ayudarnos.

—Seríamos tres, eso cambia las cosas, ya te digo.

—Voy a conseguir algo que les obligue a dejarme en paz. Ya sé que me falta el aspecto. Incluso, supongo, la actitud. Pero a veces la actitud va por dentro, como la sangre.

—¿Algo como qué?

—Lo tengo bastante avanzado. Cuando esté acabado te lo digo. —El chico miraba su bebida al añadir—: Lo que siento es que también estés dentro.

—Olvídalo. Solo estoy en el borde. Oye, me marcho, déjame que te lleve.

—No, gracias, prefiero quedarme un rato más aquí.

El abogado volvió a su casa incómodo dentro del coche. A mitad de camino se detuvo frente a un hotel. Pero no entró allí sino que retrocedió andando tres o cuatro calles hasta llegar a un cíber. Quería hablar con ella, aunque no supiera bien para qué. En menos de tres días había pasado de sentir angustia y rabia por la hemorragia interna del chico a encontrarse frente a una pregunta que en circunstancias muy distintas le había descolocado: ¿por qué los débiles son tan fuertes? Quería entender cómo se sostenía la determinación más allá del impulso momentáneo. Cómo la sostenían Amaya o el chico.

En el cíber comprobó con sorpresa que la vicepresidenta había cortado la corriente. No había ningún sistema al otro lado. Podía tratarse de una avería, pero casi le interesaba más que fuera una desconexión deliberada. Recordó su última conversación con ella, le había parecido notarla más cerca, como si no representase tanto y estuviera a punto de confiar. Por eso has desenchufado. Estoy acercándome, casi puedo tocarte.

Al día siguiente la vicepresidenta viajó a Barcelona. Llegó temprano bajo una lluvia intensa. Poco después de las once comenzó a nevar; a partir de las tres había cuajado en toda la ciudad y la nevada continuaba entre fuertes ráfagas de viento. Aunque el temporal había sido previsto, no podía aplazar la reunión con los dirigentes catalanes, y menos después de haber viajado a Andalucía para conocer sobre el terreno los daños de las inundaciones de febrero; su gesto se habría interpretado en clave política aunque tras él solo hubiese habido cansancio, deseo de evitarse contemplar una vez más el caos. Porque si bien la tormenta era bellísima, aquella lentitud con la que todo empezaba otra vez, blanco, perfecto, le resultaba imposible contemplarla desligada de los problemas de gestión que no eran solo números ni párrafos sino vidas concretas desatendidas, hospitales aislados, servicios de autobuses suspendidos, la caída de un cable de alta tensión. Tuvo, en efecto, que combinar su reunión pendiente con algunas llamadas instando a poner nuevas medidas en marcha que no interfiriesen en el reparto de competencias. En aquel ir y venir, aun en contra de su voluntad, cada vez que sonaba el móvil esperaba oír la voz de la flecha o encontrar uno de sus golpes de efecto, incluso se alegró por un instante cuando tuvo noticia de un problema en la página web de vicepresidencia, deseando que hubiera sido ella. No tengo tiempo para esto.

Dejó de nevar a las siete; poco después abandonaba la ciudad blanca pero aún tuvo que pasar por Moncloa antes de volver a casa a la una de la madrugada.

Salió de la ducha dispuesta a acostarse, aunque sabía que no lograría dormir. Se lavó los dientes sin apenas mirarse en el espejo. Había recibido por dos vías diferentes insinuaciones sobre el puesto que podría ocupar si la apartaban de la vicepresidencia: un escaparate con nula capacidad ejecutiva. Le dolía que, con el barco hundiéndose, gastasen energía en luchas intestinas. El dolor se convertía en orgullo, y entonces: ¿por qué piensan que voy a conformarme? O quizá no lo piensan, quizá me invitan a hacerme a la idea. Desprecian mi experiencia. Confunden mi sentido de la lealtad con una sumisión adocenada e inútil. ¿Hasta dónde llegará mi poder? ¿Durante cuánto tiempo? Poco. Estoy cada vez más aislada, mi salud no es buena, me apartarán como a un mueble viejo.

La vicepresidenta se sentía relativamente afianzada en el gobierno pero solo con vistas a unas semanas, quizá meses. Los acontecimientos se superponían y su dureza y dificultad aconsejaban al presidente no prescindir de quien, pese a todo, transmitía a los ciudadanos la idea de que el gobierno era algo serio. Y luego estaba la misión que le había encomendado. El presidente la necesitaría para hacerla efectiva. Realmente, no sé si soportaría dejarlo. Si unos intrusos intentan forzar la entrada de tu casa y tú eres capaz de estar ahí, sujetando la puerta, impidiendo que pasen, no deben apartarte, no tiene sentido que te releguen a un cuarto a preparar el café mientras la puerta se va venciendo y finalmente cede.

—¿quiénes son los intrusos? ¿el pp?

Supuso que eso le habría preguntado la flecha. Mientras preparaba la ropa que se pondría al día siguiente, respondió que no estaba pensando solamente en el PP. Porque, pese a todo, era más fácil enfrentarse al PP que combatir la inercia, una fuerza poderosa, una especie de masa geométrica que se desplazaba por el espacio invadiendo despachos, salas de reuniones, presionando las ideas y la imaginación.

Sin pensar lo que hacía se sentó en la silla frente a la mesa de haya ahora sin portátil. Imaginó lo que habría contestado la flecha: ¿cuántos años llevas, Julia? ¿te acuerdas de cuando solo tenías un pequeño cargo, cuando no eras más que una diputada, cuando fuiste subiendo? ¿recuerdas que entonces decías: no he podido hacer mucho, pero, bueno, a veces consigo alguna mejora, o leves modificaciones en una ley? has ido subiendo y sigues diciendo lo mismo.

Se dirigió al armario. Había guardado el ordenador bajo unas mantas. Tú ganas.

Lo enchufó, mientras esperaba a que arrancase se levantó para abrir la puerta de la terraza. Hacía fresco pero el viento era suave, el temporal de nieve quedaba muy lejos.

El chico atravesó una zona medio industrial, sin portales ni gente, cerca del metro de Ciudad Lineal, y cruzó luego junto al borde de un descampado. Había comentado con Curto la posibilidad de comprarse un puño americano, pero era un arma ilegal y podía traerle problemas. «Un boli, si tienes metálico mejor, aunque un boli Bic de toda la vida también sirve. Cualquier cosa puede ser un arma. A ver tus llaves. Cambia ese llavero blando por uno de metal», le dijo. El chico solía llevar en la mochila un juego de destornilladores para cuando encontraba ordenadores viejos en la calle y solo quería tomar alguna pieza. Eran destornilladores pequeños, ligeros, pero añadió uno mayor con punta de estrella. Ahora lo empuñaba en la mano derecha. Al internarse por una calle empinada, oyó pasos detrás de sí y apretó el destornillador. No tenía miedo, pensó que la seguridad no se la daba el destornillador sino haber aceptado que podría tener que usarlo. Se dio la vuelta despacio. Un cuerpo ligero desapareció en el saledizo de una tienda de neumáticos. Siguió andando por la calle desierta.

Llegó al local que buscaba. En un cartel azul y blanco estaba escrito: «Servicio Técnico». No se sabía de qué, pero era el número 9 de la calle Iquique tal como le habían dicho. Crisma llamó a un timbre con los cables a la vista. Alguien abrió la puerta sin asomarse. Entró y la vio de pie, detrás de un mostrador, ante una estantería con ordenadores: una mujer de treinta y tantos o tal vez cuarenta años, melena corta, rojiza, los ojos claros, anchos los hombros, más baja que él.

—¿Vienes de parte de…?

—De Curto. El número es «05», la palabra: «mascarón».

—Bien. No es que me guste mucho jugar a las contraseñas, pero lo necesito.

La vikinga tomó una cuartilla de encima de la mesa.

—Escríbeme algo aquí. Mínimo seis palabras.

Crisma sacó su Bic y escribió: «Me parece bien que controles, aunque no se puede controlar todo».

La vikinga comparó la cuartilla con algo que tenía en un monitor. Una imagen escaneada de su letra, supuso Crisma, aunque Curto no le había dicho nada de eso, ni le había pedido que escribiera nada.

—Mi trabajo es controlar casi todo. El resto es cosa vuestra, los que además de saber queréis hacer. Yo ahí no entro.

La vikinga se agachó un momento y sacó una caja de cartón de debajo del mostrador.

—Aquí está lo tuyo, ¿quieres revisarlo?

Le señaló una silla y una pequeña mesa en un rincón.

El chico llevó ahí la caja. La vikinga encendió una lámpara verde que pendía sobre la mesa, y se fue al interior del local, detrás de las estanterías.

La mayoría de los objetos no tenía caja ni manual de instrucciones. El chico estuvo cacharreando un rato con ellos: un detector de cámaras, dispositivos de escucha diferentes, detectores de frecuencias, inhibidores. En silencio, el chico agradeció a Curto que le hubiera puesto en contacto con la vikinga. Las otras dos veces que había frecuentado tiendas de esa clase había encontrado a dependientes que parecían decir con cada gesto: sé que te has metido en algo turbio o no habrías venido a esta tienda, ahora estás en mis manos, yo puedo estar grabándote ahora igual que tú pretendes grabar a alguien. Miraban con medias sonrisas y no tenían ningún pudor en poner precios desorbitados como si uno tuviera que pagar no solo por el objeto sino también por la vergüenza de estar comprándolo. Aquella mujer en cambio había desaparecido en la trastienda sin un gesto de displicencia. Y la factura que ahora examinaba el chico se mantenía dentro de lo razonable.

La vikinga volvió poco después.

—Curto te diría que hay que pagarme en efectivo.

El chico le entregó el dinero.

—No te doy garantía, pero si tienes problemas los primeros dos meses me lo traes y lo veo.

—¿Te vuelves muy paranoica con un trabajo como este?

—Para nada. Algunos me compran cosas y por la poca idea que tienen sé que no las van a usar. Otros sí las usan, pero no va conmigo; además, yo sé protegerme. Y los de las «contramedidas»…, esos hasta me dan un poco de pena.

—Como yo. —Sonrió Crisma.

—Tú vienes de parte de Curto, es otra historia. Me refiero a gente sola, que se marcha de aquí con una mochila llena de detectores de micros, generadores de ruido blanco, inhibidores de cámaras, y da toda la impresión de que lo que más querrían en este mundo es ser seguidos, grabados, espiados, pero nadie lo hace.

—Yo les entiendo, ¿nunca has querido que alguien te mire?

—Que te miren, vale, pero que te espíen es muy distinto.

—A mí no me parece tan distinto. —Dijo el chico.

—Pues ten cuidado. Por ese camino acabarás diciendo que los celos son amor. Aquí vienen bastantes celosos, son gente que te hunde la vida.

Al otro lado del mostrador, con la tabla por encima de la cintura, la vikinga parecía estar a bordo de un barco. El chico pensó que tal vez había huido de alguien celoso, que tal vez esa era su segunda vida y había tenido otra y se la hundieron.

—¿De dónde eres? —Le preguntó.

—¿Por qué quieres saberlo? —Contestó ella con dureza.

—Pareces una vikinga.

—Soy de un pueblo de León. Y si te has imaginado que hubo un hijo de puta celoso que quiso joderme la vida, has acertado. Le pusieron una pulsera con gps y me dieron un aparato de escaneo para localizarle. Me di cuenta de que él había hackeado la pulsera. A los dos nos iban los ordenadores, de hecho teníamos una tienda con chips para consolas y toda la historia.

—¿Le denunciaste por hackearla?

—Qué más da. El ya no vive en España. Y yo sé mucho de localizadores. Es mi hora del café. ¿Vienes?

El bar estaba cerca, el camarero sirvió a la vikinga un café solo sin preguntarle qué quería. El chico pidió otro. Se fueron a una mesa.

—No sé en qué andas. —Dijo la vikinga—, pero espiar es una mierda, y que te espíen, más.

El chico miró los rasgos suaves de la vikinga, daban ganas de besar esa piel. Recordó que había habido un tiempo, durante la facultad, en que los parques le pertenecieron y la irresponsabilidad maravillada. Desde entonces el resto había sido prosa, término medio, anhelos sin cumplir.

—Ahora mucha gente se conecta para que la miren. —Dijo distraído.

—¿Por qué te empeñas en confundirlo? Mirar no es espiar.

—¿Seguro? ¿Quién se cree las opciones de privacidad de Google o Facebook? Da igual que marques o no la opción: si pones tu vida ahí fuera es para que la miren.

—Para que la mire quien tú quieras.

—Vale, vale. Oye, a mí me parece una putada lo que te hizo ese tío. Pero querer controlar a alguien es distinto de querer mirarle. No está mal que te miren. Yo perdí a una persona porque me miró. Y creo que hizo bien en irse. ¿Sabes cuando te dejas influir, cuando otros prueban a ver si sacan lo peor de ti y… bingo, lo han conseguido?

—Más o menos.

—Estás con un tipo que es más guay que tú, tiene más dinero, manda más. Y hace una broma estúpida delante de tu chica. No se está metiendo con ella sino con las chicas en general y te está tratando como a un colega. Entonces tú, o sea yo, te ríes, no de lo que dice, que ni te va ni te viene; te ríes porque él te está tratando como a uno más, con complicidad. Fueron dos veces. Todavía me sube calor a la cara cuando me acuerdo. Dos chorradas. Pero ella vio lo que yo estaba haciendo: arrastrarme. Me vio ir a por la pelotita, meneando el rabo como un perrillo. Y la perdí.

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