Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
Cuando los milicianos se presentaron en el sanatorio, uno de aquellos espectros horribles requirió al camarada responsable y se apresuró a delatar espontáneamente al espía.
—¡Aquél! ¡Aquél es un fascista! Tenéis que matarlo...
—¿Has observado tú sus manejos? ¿No te has fijado en si hace señales con una luz durante la noche?
—Sí, sí. Debajo del colchón tiene escondida una linterna. Matadle para que yo pueda morir en paz.
Jiménez se acercó a la cama del fascista, que con la frente sudorosa hundida en la almohada le miraba de través con una pupila febril.
—Levántate.
No se movió. De un tirón lo ladearon y de debajo de la almohada le sacaron la banderita roja y gualda y una linterna eléctrica.
—¿Es esto tuyo? —le preguntó Jiménez, que estaba a los pies de la cama.
—Sí; es mío. ¿Y qué? —gritó el enfermo incorporándose en el lecho.
Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito.
—Gracias, muchas gracias, camarada —dijo desde su cama el otro tísico—. Ahora podré morir tranquilo.
Y se arropó para dormirse.
* * *
Pasado el puerto de Navacerrada comenzaba el escenario de la guerra. Por dondequiera se encontraban montones de pertrechos, camiones cargados de municiones y víveres, patrullas y puestos de centinela. Allá abajo, al final de la vertiente, hacia Valsaín, estaban las vanguardias fascistas. En la explanada de Las Dos Castillas los artilleros leales emplazaban las piezas de grueso calibre para batir las posiciones fortificadas del enemigo apenas apuntase el día. Jiménez, seguido por su patrulla, buscó al comandante de aquel sector del frente.
—Es imposible —le dijo el comandante— que aquí en el frente, en nuestras mismas líneas, haya espías que se atrevan a actuar. Esas señales luminosas que nosotros no hemos advertido van seguramente por encima de nuestras cabezas al campo enemigo.
—Debe de haber aún un último eslabón en nuestras filas —insistió Jiménez.
—Hagan ustedes las pesquisas que quieran. Pero tengan cuidado. El frente es muy irregular y pueden meterse en la boca del lobo.
Jiménez y sus hombres descendieron en el auto por la vertiente norte de la Sierra. Los centinelas les iban reiterando cada vez con más premura la advertencia del peligro. Uno de ellos ya no les dejó pasar en el auto y les recomendó que si querían ir más allá dejasen el auto en la carretera y echasen a andar con precauciones por los senderillos de la montaña sin perder de vista los puestos avanzados de la línea republicana. Jiménez insistió en avanzar. Había visto allá lejos, en las profundidades del valle, una lucecita vacilante, y a toda costa quería llegar hasta ella.
—¡Allí! ¡Allí están los últimos traidores! —decía—. No vamos a dejarlos vivos por miedo a las balas fascistas. Hay que llegar hasta el final. ¡Hasta el final! —repetía obsesionado.
Los milicianos que le seguían, al verse perdidos en los vericuetos de la montaña, ante las trincheras fascistas, vacilaban.
—Hay que ir por esos traidores —insistía el camarada responsable— aunque estén en las mismas narices de Franco.
Y se tiraba barranco abajo como un loco seguido por Pedro, que, apretando el fusil entre las manos y con las mandíbulas encajadas, avanzaba sin ver el camino, con los ojos clavados en la lejanía, donde de tiempo en tiempo —ilusión o realidad— brillaba una lucecita. Los demás milicianos se fueron quedando rezagados entre los pinos. Jiménez, al verse solo con Pedro, rugió frenético:
—¡Cobardes! ¡Asesinos! No son capaces más que de asesinar por la espalda a viejos y mujeres. Los voy a fusilar a todos. ¡A todos!
Loco de furor, avanzaba a ciegas con los gruesos cristales de las gafas empañados y creyendo ver siempre una lucecita cada vez más distante. Pedro, tras él, como un can sumiso, abría desesperadamente los ojos a la fantasmagoría del amanecer y buscaba entre las vacilaciones del alba aquella lucecita ideal que les llevaba a la muerte.
—¿Tú la ves? —preguntaba Pedro.
—¡Allí! ¡Allí! —decía Jiménez extendiendo el brazo sin dejar de correr.
Del laberinto de los pinos, cuyas raíces se les enredaban entre las piernas, salieron a una planicie despejada en cuyo confín brillaba clara y distinta una lucecita de plata. ¿Era aquella la señal del espía? ¿Era el lucero del alba?
—¡Allí! ¡Allí! —gritó Jiménez triunfante, corriendo por la pradera.
Un semicírculo de fogonazos cortó el prado con sus cincuenta lengüecillas de fuego. Bajo el trueno de la descarga cerrada, Jiménez y Pedro doblaron las rodillas y palparon primero con las manos y después con la cara la yerba mojada y fría.
Jiménez se quedó con los ojos muy abiertos. Clavada en ellos se llevó para siempre la imagen de aquella lucecita distante.
Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!
Se dobló sobre la barandilla del palco y echando el cuerpo fuera dijo algo que no entendió nadie.
—¡Viva el míster! —gritó una muchacha bonita que estaba a su lado, al parecer tan ebria como él. Todos los ojos se volvieron hacia ellos.
—¡Viva! —respondieron unos espectadores condescendientes.
El inglés, muy reposado, muy sonriente, volvió a dirigirse al divertido auditorio y con un ademán suave se puso a hablar de nuevo en su lengua. Una tempestad de gritos, aplausos, pataleos y silbidos estalló en la sala y ahogó su voz tenue. Sin dejar de sonreír y rojo como una amapola, aguantó el inglés en silencio la tormenta que había desencadenado ingenuamente. Cuando se convenció de que no podría dominar nunca aquel tumulto levantó el puño y gritó:
—
¡Three cheers for mister
Azaña! ¡Hip, hip, hip!...
Se redobló el escándalo. La muchedumbre del
music-hall
aullaba como una manada de fieras. Antes de que terminase su
toast
, un zapato de mujer cruzó la sala como un proyectil buscando la cabeza del inglés. Éste lo atrapó en el aire y se quedó considerándolo estupefacto. Hizo un gran ademán inexplicable y llevándose aquel zapato femenino a los labios lo besó. Una carcajada unánime sacudió a la multitud. La orquestilla cortó el tumulto atacando briosamente los compases de
La Internacional
, y la muchacha bonita que estaba detrás del inglés le pasó el brazo desnudo por la garganta y, tirando de él con fuerza, lo arrancó de la barandilla del palco y le atrajo hacia sí. El inglés, borracho perdido, se derrumbó en sus brazos. Ella lo besó y le puso en los labios una copa de champaña. Contento y satisfecho de sí mismo, el inglés se quedó quieto y callado con una inefable expresión de felicidad en los ojos claros.
Se reanudó el espectáculo. Cupletistas con feas voces y bonitos cuerpos cantaban mal, pero cantaban desnudas. El público no les consentía ni una cinta sobre los hombros. Cuando alguna se obstinaba en conservar sobre el cuerpo el más insignificante trozo de gasa se provocaba en la sala un escándalo terrible.
Sólo se toleraba que apareciesen vestidas las bailarinas andaluzas, que por sus fieros ademanes y sus desplantes trágicos se hacían acreedoras a la dignidad del vestido. El bolero, el fandango y la seguidilla eran lo único que estaba exento de la humillación de la desnudez. Eran también de una gran honestidad las intervenciones de un afeminado con disfraz de mujer que cantaba las más lancinantes tragedias amorosas de Andalucía con patéticos trémolos y desgarrador acento. Su cara estucada, sus ademanes de andrógino y la pompa oriental de sus trajes bordados y recamados recordaban fielmente el disparate exótico de los actores del teatro japonés. Aparte estas concesiones al gusto por la pasión y la tragedia, que indudablemente sentía aquel público de levantinos apasionados, el espectáculo del
music-hall
se sostenía merced a la más humilde e ingenua salacidad.
Una mujercita rubia estaba en medio del escenario cantando un cuplé indecoroso encogida como una gatita y tan en cueros que daba frío verla, cuando allá en el fondo de la sala se advirtió cierto revuelo. ¿Unos milicianos borrachos que escandalizaban? ¿Alguien quería irse sin pagar? ¿Alguna disputa entre una artista y su novio? La gente no hizo demasiado caso y la gatita despellejada siguió cantando su cuplé. Un confuso rumor denunciaba, sin embargo, cierta intranquilidad en la sala. Algunos espectadores prudentes se ausentaron.
Luego, allí mismo, a la puerta del
music-hall
sonó un tiro de pistola como si hubiese sido una palmada y a continuación se oyó una descarga cerrada. Corrió la gente arremolinándose de un lado para otro. Los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba. Se echaron fuera de los palcos los bravucones arrancándose del cinto las pistolas, corrieron y chillaron las mujeres, se metieron debajo de las mesas los cobardes, y salieron desesperados los camareros a sujetar a los que huían sin haber pagado. El inglés no se enteró de nada y siguió mirándose en los ojos de la muchacha bonita a la que había sentado sobre sus rodillas.
Afuera arreciaba el tiroteo. Las balas, atravesando la mampara de acceso al music-hall, cruzaban silbando por la sala. Los camareros y los milicianos que se habían agolpado a la entrada se tiraron prudentemente al suelo. Entró tambaleándose un hombre que se oprimía el vientre con las manos y, después de dar ocho o diez pasos, dobló las rodillas y dio con la cara en el suelo.
Hubo algunos segundos de aterradora quietud. Nadie osaba moverse. Luego hicieron irrupción en la sala quince o veinte hombres con los fusiles y las pistolas en alto. Uno de ellos, que llevaba en la mano una gran pistola ametralladora, se adelantó solo hasta el centro de la sala, giró sobre sus talones echando alrededor una mirada de desafío, levantó el puño y gritó:
—¡Viva la Columna de Hierro!
—¡Viva! —respondieron las roncas voces de los demás intrusos.
Cortó el dramático silencio que estos vivas produjeron una voz destemplada que decía calmosamente:
—
¡Three cheers for mister
Azaña!
El inglés se había dado cuenta al fin de que algo importante ocurría y se volcaba sobre la barandilla del palco para lanzar su vítor predilecto. ¿Lo tomaron los recién llegados como una provocación? ¿Fue que no le entendieron? Lo cierto es que le descerrajaron un tiro. El inglés sintió pasar la bala junto a su cabeza, hizo el ademán grotesco de atrapar una mosca en el aire y se sonrió como si le tirasen confeti. La muchacha lo arrancó otra vez de la barandilla del palco y de un tirón desesperado le hizo rodar por el suelo. Allí estuvo forcejeando con él hasta que lo tuvo resignado a no incorporarse.
Mientras, los milicianos de la Columna de Hierro que habían tomado por asalto el
music-hall
hicieron retirar al infeliz que había recibido el tiro en el vientre y avanzaron bizarros por el patio con sus chaquetones de cuero, sus gorros de piel con orejeras y sus pistolones hasta instalarse con aire de conquistadores en los palcos más visibles. El que parecía ser jefe de aquella tropa se acomodó rodeado de sus lugartenientes en un palco proscenio y, encarándose con el director de la orquestina, le gritó:
—¡Música, maestro, música!
* * *
La Columna de Hierro en pocas semanas había conseguido ser el terror de Levante. Formada por ciento cincuenta o doscientos hombres que habían desertado de los frentes de Teruel y Huesca, recorría los pueblos del antiguo reino de Valencia dedicada impunemente al pillaje y a la destrucción. Con el pretexto de limpiar el país de fascistas emboscados iban aquellos hombres por pueblos y aldeas matando y saqueando a su antojo, sin que las escasas fuerzas de orden público de que disponían las autoridades pudiesen hacerles frente.
La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto. El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Su pistola amenazaba constantemente el pecho de los camaradas que intentaban rebelarse. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándole casi desnudo le ponía al borde de la carretera diciéndole:
—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.
Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino.
Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo.