A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (11 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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—Debíais llevároslo —pidió el camarada del
comptoir
a los milicianos—. No está bien que el fiambre aparezca mañana en el mismo hotel.

—Échalo por el montacargas —le contestaron.

Y por el montacargas lo echó cogiéndolo a puñados como un muñeco de trapo con los resortes rotos, al que se tira a la basura.

* * *

La terraza y los pisos altos de la casa del paseo de Rosales, desde donde al parecer maniobraba el cuarto eslabón de la cadena de espías, estaban deshabitados. Los inquilinos, gente toda acomodada, habían huido al campo faccioso o estaban presos. Sólo estaba habitado un cuartito del quinto piso. En él permanecía con su madre y su doncella una damita elegante, protegida, según reveló el portero, de uno de los personajes más prestigiosos de la República. Cuando los milicianos llamaron al cuarto de la señorita Carmina, tardaron mucho rato en abrir. Apareció una mujer entrada en años a la que no sobrecogieron los fusiles ni las malas caras de los milicianos. Tuvieron que apartarla rudamente para que les franquease la entrada, y allí fueron las protestas, los insultos y las amenazas. ¡Brava vieja! ¡Cómo chillaba! Aquella era una casa adicta al régimen, no había en ella más que mujeres y lo que los milicianos estaban haciendo era un atropello que pagarían caro. Su hija estaba en aquellos momentos telefoneando al director general de Seguridad y al propio ministro de la Gobernación.

—Que comparezca su hija —ordenó el camarada responsable.

—Mi hija está en su alcoba acostada y no saldrá.

A una señal de Jiménez, los milicianos apartaron a la vieja y se metieron por el pasillo. Encontraron una puerta cerrada; saltaron la cerradura y entraron en una alcoba de mujer lujosa y coqueta. Hundida entre los encajes de un lecho de gran espectáculo aparecía una cabecita rubia y ondulada que se inclinaba sobre al auricular de un teléfono. Jiménez arrancó de cuajo el aparato y lo tiró en un rincón. La señorita Carmina se incorporó furiosa. Jiménez, impertérrito, se caló sus gafas de gruesos cristales y comenzó a interrogarla. La muchacha contestaba con aplomo y altanería, y el camarada responsable vaciló. ¿Se habrían equivocado? Miró la ventana. Estaba cerrada y con las persianas y las cortinillas echadas.

—Están ustedes equivocados —repetía ella.

—Es posible —tuvo que reconocer Jiménez.

Receloso, sin embargo, decidió hacer una requisa por las casas inmediatas.

—Usted quedará aquí detenida y con una guardia de vista mientras yo hago ciertas averiguaciones.

Miró a sus hombres buscando uno. Pedro era el único que le infundió confianza.

—Tú, Pedro, quédate aquí y que esta joven no se mueva ni desde la casa puedan avisar a nadie hasta que regresemos.

Salió Jiménez con los cuatro milicianos. Pedro encerró a la vieja y a la doncella bajo llave. Luego volvió a la alcoba de Carmina y se sentó tranquilamente en una descalzadora.

—¿Me hace el favor de salir un momento al pasillo? —pidió ella.

—No.

—Es que tengo que vestirme.

—Me da igual.

—Usted es un canalla que lo que pretende es abusar de mí.

Pedro la miró despectivamente y se encogió de hombros.

—Por lo menos, mire usted hacia otro lado mientras me visto.

—¡Qué idiotez! —gruñó Pedro ladeando de mala gana la cabeza.

—Hacia allá —indicó ella sonriendo agradecida.

Le señalaba el extremo opuesto de la alcoba. Pedro miró allí distraídamente. Había en aquel rincón un tocadorcito en cuyo espejo se reflejaba el lecho y el cuerpo de la joven que en aquel instante salía de entre las sábanas y se mostraba casi al desnudo. Pedro cerró los ojos. Los volvió a abrir. Los volvió a cerrar. En el plano inclinado del espejo veía a la mujer casi desnuda, risueña, cambiando estudiadamente de postura. Apretó con rabia las mandíbulas, se levantó y se puso a mirar el lomo de la docena de volúmenes que había en una pequeña librería adosada a la pared.

Le humillaba e irritaba aquella estupidez burguesa del intento de la seducción. Se puso a hojear al azar los volúmenes. Novelas eróticas de escritores reaccionarios. Oculto entre las páginas de uno de ellos había un pequeño folleto.
El alfabeto Morse. Cómo se aprende a utilizarlo
leyeron sus ojos radiantes. Cerró el libro, lo colocó en su sitio y se volvió hacia la joven.

—Tengo que practicar un registro en esta habitación.

—No tiene usted derecho.

Pedro, desoyendo las protestas de Carmina, abría ya las puertas del armario y sacaba los cajoncitos del tocador. En uno de ellos vio dentro de un marco de plata una cara conocida. ¿Dónde había visto recientemente aquella cara? Era un hombre joven, moreno, guapo, que él había visto indudablemente en algún sitio. ¡Claro! Era el hombre que había matado hacía media hora en el hotel de la Gran Vía.

—¿Este hombre? —preguntó a Carmina.

—Un amigo: es un muchacho aviador leal al régimen. Pueden ustedes informarse. En el hotel de la Gran Vía vive.

—Vivía.

—¿Cómo?

—Nada.

Pedro abrió la ventana. Marcó con el dedo índice en la negrura de la noche el lugar donde debía de estar el hotel y preguntó a Carmina.

—¿Allí? ¿Verdad?

Carmina, desconcertada, permanecía en silencio. Pedro se volvió de improviso hacia ella y la conminó.

—¿Dónde ha escondido usted la linterna?

—¿Qué?

—La linterna eléctrica, sí, ¿dónde está?

—No sé de qué me habla usted.

Empuñó Pedro la pistola, metió una bala en la recámara y apuntó al pecho de Carmina. Ésta se cubrió la cara con las manos, aterrorizada. Luego se repuso, irguió la cabeza y replicó:

—No sé de lo que me habla. No tengo ninguna linterna.

Jiménez y los milicianos volvían desalentados. No habían encontrado nada. Las señales luminosas tenían que hacerse forzosamente desde aquel cuarto.

—Desde este cuarto es, y esta mujer quien las hacía —afirmó Pedro.

¿Pruebas? La cartilla del alfabeto Morse y el retrato del espía cazado en el hotel, amigo o novio de aquella señorita.

—¿Y a qué has esperado? —preguntó Jiménez con aterradora frialdad.

—¡Hombre! ¡Como se trata de una mujer! Está ahí, además, la madre...

—¿Qué, te da lástima? ¿O es que te has entendido con ella?

Se volvió a Carmina.

—Vamos, niña.

—¿Adónde?

—A dar un paseo.

—¡No! ¡No me maten! ¡Por Dios y por la Virgen, no me maten! Yo les contaré todo.

Su entereza se abatió súbitamente. Contó cómo el aviador, su novio, la había inducido a prestar aquel servicio. Reveló dónde estaba el puesto de señales al que ella transmitía las noticias que por medio de la linterna eléctrica le enviaba su novio. Era una casa pequeñita situada al otro lado de la Moncloa, en la cuesta de las Perdices.

Jiménez escuchó impasible la confesión de Carmina y concluyó:

—Está bien; tiene usted que acompañarnos.

—¿No me harán nada, verdad?

—No.

Salieron al paseo de Rosales y echaron a andar hacia los jardines de la Moncloa. Delante iban Carmina, arrebujada en un chal de seda, y Jiménez, con la mano derecha apoyada en la culata de su pistola. A los pocos pasos el camarada responsable se quedó deliberadamente rezagado. Ella, atemorizada, volvió la cabeza y vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Dio un grito de horror y corrió hacia delante con los brazos extendidos. El chal de seda le revoloteaba en torno al cuerpo como una mariposa perdida en la noche. Volaba por el senderillo en busca de un refugio imposible cuando la traspasaron las balas de los máuseres. Se abatió entre un remolino de sedas y gasas. Al caer, la falda leve se le arrolló a la cintura y sobre la grava del sendero quedó tirada una pierna fina y larga como esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates.

Los milicianos volvieron al paseo de Rosales en busca del auto que les aguardaba. Uno de ellos, apodado el Monago, se había quedado rezagado.

Jiménez, ya desde el auto, le llamó.

—¡Eh, tú, Monago! ¿Qué haces?

—Ahora voy.

El Monago estaba escribiendo en un papel estas palabras: «Por espía de los fascistas». Luego puso el papel junto al cuerpo de la muchacha, lo sujetó con cuatro piedrecitas para que el viento no se lo llevase y fue a reunirse con sus compañeros, que ya se impacientaban.

* * *

Los milicianos rodearon la casita de la cuesta de las Perdices. Cuando llamaron a la puerta les contestaron a tiros. El Monago fue al puesto de Aravaca, y volvió con quince o veinte camaradas más, que organizaron seriamente el sitio y asalto de la casita. Los de dentro, al verse perdidos, se rindieron. Eran cinco; jóvenes todos y con atuendo de milicianos. Se cerraron en un mutismo absoluto. Un sexto prisionero, descubierto después en un hueco del desván, los delató a todos. Los cinco eran oficiales del ejército disfrazados de milicianos que se dedicaban al espionaje. Él era asistente de uno de ellos. Los oficiales estaban en comunicación con un hotelito de El Plantío que era otro nido de espías, y desde allí transmitían las señales luminosas a una choza de pastor situada en el término de Torrelodones. La cadena de espías llegaba hasta la Sierra y se internaba en las líneas de los rebeldes. Jiménez puso a los cinco oficiales de cara a la pared y con los brazos en alto. Pedro quería fusilar también al asistente que los había delatado.

—Es un traidor —decía.

—Es uno de los nuestros, es un hombre del pueblo —arguyó el camarada responsable—; tenemos el deber de redimirle. En cambio, para ésos, para los señoritos, no hay redención.

Allí mismo, de cara a la pared, los fusilaron. Tuvieron que estar tirando sobre ellos durante un rato porque no les acertaban. ¡Qué trabajo costó que se murieran!

Sin detenerse, salió la patrulla para El Plantío. Quedaban escasamente dos horas de noche y había que descubrir el final de la cadena de espías antes de que amaneciese. En el hotelito de El Plantío, un buen señor gordo y calvo con aire de burócrata quedó echado de bruces sobre un bufete burgués mientras encerrados en la cocina lloraban unos niños y se mesaba los grises cabellos una infeliz mujer horrorizada.

Ya al pie de la Sierra, en Torrelodones, no fue tan fácil la faena. Cuando los milicianos cercaron la choza del pastor adonde les había conducido el asistente traidor, unos mastines les delataron y un hombrón barbudo y recio salió en mangas de camisa con una escopeta entre las manos y en dos saltos ganó unos riscos próximos tras los que se parapetó. Desde allí, como un jabalí acosado por la jauría, estuvo defendiéndose. Dos de los milicianos cayeron; uno con la cara deshecha y otro con las piernas acribilladas por el plomo de sus trabucazos. Entre el resplandor de los fogonazos continuos, Pedro descubrió a lo lejos una lucecita que parpadeaba como si interrogase.

—Allí; allí está el otro —advirtió el camarada responsable.

—Hay que acabar pronto con éste. El de allá, si se da cuenta de lo que pasa aquí, puede escabullírsenos.

—No será difícil dar con él. Fíjate bien. Está allá arriba, a media ladera de la montaña, cerca ya del puerto de Navacerrada.

—Ya lo cazaremos luego. Ahora hay que terminar con éste.

Los milicianos fueron estrechando el cerco. Los disparos del fugitivo se espaciaban cada vez más. No tiraba más que sobre seguro y economizando las municiones. Cuando después de tirotearle sin obtener respuesta durante diez minutos se decidieron a acercarse cautelosamente preguntándose si lo habrían matado, una sombra gigantesca cayó de improviso sobre ellos blandiendo la escopeta cogida por el cañón como si fuese una maza. El miliciano que estaba más cerca hurtó el cuerpo al terrible mazazo y el fugitivo se abrió camino hacia la montaña. Al dar un salto formidable para hundirse en las sombras de un barranco próximo, Pedro disparó sobre él. La bala le alcanzó en el aire y le hizo dar una voltereta. Los milicianos se acercaron. Tendido en el suelo se debatía en los estertores de la agonía un hombrón fornido que clavaba las uñas en la tierra y levantaba jadeando el pecho cubierto de vello en el que se enredaban unas medallitas y un crucifijo.

—¡Que Dios los maldiga, hijos de perra! —rugió.

Jiménez le dio la vuelta empujándole con la punta del pie, le aplicó la pistola a la nuca, disparó y lo dejó aplastado contra la tierra mordiendo rabiosamente la hierbecilla.

En la coronilla, erizada de pelos cortos y tiesos, se le advertía aún la señal de la tonsura.

* * *

A los dos camaradas malheridos los entregaron los milicianos al comité revolucionario de Navacerrada y acto seguido emprendió la patrulla la ascensión a la montaña. No había por aquellos desolados contornos más edificio desde el cual se pudieran haber hecho las misteriosas señales que un gran sanatorio antituberculoso, evacuado ya a medias, hasta el cual llegaban a veces los obuses de la artillería facciosa. Alguna noche, ante la furia del cañoneo y considerando inminente la llegada de los moros y el Tercio, más de un pobre tísico tachado de antifascista había huido horrorizado a campo traviesa hendiendo la noche con el desgarrón de su tos cavernosa y sembrando la nieve que pisaba con las amapolas de sus esputos sanguinolentos.

En el sanatorio quedaban ya únicamente los enfermos que más o menos abiertamente simpatizaban con los fascistas, por lo que no temían, sino deseaban, su llegada, y alguno que otro caso de enfermo en el último período de la tuberculosis, para quienes la muerte que silbaba en los proyectiles fascistas era un peligro mucho más remoto que el de la muerte que ya tenían alojada en el pecho. Entre aquellos seres infelices que esperaban a morirse tendidos en las galerías del sanatorio, la guerra civil, aunque pareciera inconcebible, se mantenía también con un encono feroz. Fascistas unos y antifascistas otros, se agredían verbalmente desde sus camastros con una saña verdaderamente patológica. Validos de la prerrogativas de su mal y sintiéndose condenados por una sentencia inexorable, desafiaban todas las coacciones y amenazas. Uno de ellos tenía un trapo con los colores de la bandera monárquica escondido debajo de la almohada, y cuando la fiebre le hacía delirar se incorporaba en el lecho y tremolando su bandera por encima de la cabeza gritaba frenéticamente: «Arriba España», mientras los enfermos vecinos, enemigos del fascismo, se debatían impotentes entre las sábanas y llamaban a los milicianos para que lo fusilasen. No había quedado en el sanatorio más que una hermana de la Caridad, sor María, que, convertida en la camarada María adscrita al Socorro Rojo Internacional y con su carné del Partido Comunista en el pecho, iba y venía de una cama a otra intentando vanamente apaciguar el furor político, el odio de clase de aquellos infelices.

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