Authors: Ellen Kushner
Como conversador no valía gran cosa, pero su cuerpo se mostró dócil y delicado mientras Richard lo desvestía.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Alec, más de una vez, conforme Richard le quitaba otro botón, otro lazo.
—Para que no tengas frío —respondió Richard; y luego—: Para poder besarte. Aquí. Así.
Alec soltó una risita, encantado.
—Lo aprecio. Te aprecio.
—Gracias. —Richard le hizo cosquillas con delicadeza—. Yo te aprecio a ti...
Entonces Alec se envaró y se apartó.
—¿Qué es eso? —exclamó.
—Yo, seguramente. Los latidos de mi corazón. No es nada, no te preocupes...
—¡Me están espiando, Richard, me están espiando!
El periodo de serenidad había pasado, y el nerviosismo que Richard había esperado circunvalar se había abatido sobre él.
—Nadie te espía.
Pero Alec extendió los brazos y se estiró ante la ventana, medio desvestido, con la ropa colgando de su cuerpo en cintas y medias mangas. Tenía las palmas pegadas al cristal, intentando cubrirlo con los dedos extendidos, mientras sus ojos se clavaban en el cielo sobre ellos.
—Las estrellas me espían —declaró con una voz tremendamente atormentada—. ¡Haz que paren!
—No te están vigilando. ¿Por qué iban a hacerlo?
—Dios, haz que paren. ¡Me están espiando!
Richard se interpuso entre Alec y la ventana y cerró los postigos.
—Ya está. No pueden verte.
Alec se agarró a él, enterrando el rostro en el hombro de Richard.
—Intenté escapar... Stone y Griffin y yo, estábamos tan seguros... habíamos hecho los cálculos, Richard, eran correctos, sé que lo eran... a mí me daba igual, pero ellos necesitaban ese estúpido diploma... ¿Qué será de la hermana de Harry? —chilló salvajemente.
—Está bien...
—No, tú no lo entiendes... ¡Los rectores lo hicieron añicos! No los creí, no pensé que serían capaces de hacerlo...
—¿Los rectores de la Universidad?
—El doctor Morro de Cerdo.
—¿Y por eso te expulsaron? —Siempre había sospechado algo así.
—No. Yo no. Yo estoy bien. Eres tú el que me preocupa...
—No soy yo, Alec.
—¿... Richard? Tienes que protegerme. Estaba a salvo con la Retórica... ¿sabes lo que es? Con la Historia, la Geometría, pero piensa en la inclinación del sol: las estrellas describen un arco sin tangente... pero me espían, me vigilan todo el tiempo...
Se sobresaltó violentamente cuando se oyó una llamada en el pasillo. Richard lo abrazó con más fuerza. ¿Intentaba destruirse por eso, porque la Universidad había rechazado su trabajo? Debía de haber depositado mucha fe en ese sitio, para empezar. Si ésa había sido su escapatoria de la nobleza, era comprensible. Y si no era noble, la escuela debía de haber sido su última oportunidad...
—Ya estás bien —repitió mecánicamente Richard—. Se acabó. Ahora nadie puede hacerte daño.
—No dejes que me encuentren. No sabes lo que es, saber que no quieren tocarte, sólo tus amigos, y que todo el mundo piense que eres un espía de la nobleza... lo único que quería era...
Los golpes sonaban con fuerza, y era en su puerta. A Richard se le ocurrió una idea y arropó a Alec con las mantas.
—Alec —dijo despacio—, quédate aquí, no te muevas. No pasa nada, sólo es alguien que llama a la puerta. Enseguida vuelvo.
Esperó a haber salido del dormitorio para coger su espada.
Richard abrió la puerta bruscamente, con el filo preparado. Había una mujer en el umbral, con una capa de terciopelo.
—Vaya —dijo Ginnie Vandall, contemplando la espada—, estás un poco susceptible.
—Soy precavido, eso es todo.
—Deberías serlo. ¿Estás solo?
—La verdad es que no. ¿No puede esperar hasta mañana?
Bajó la espada y Ginnie se lo tomó como una invitación para entrar, pasando junto a él hasta el centro del cuarto.
—Eso depende de ti, cariño. Seré breve.
—En ese caso, puede esperar.
—Mira —dijo ella—; no he venido hasta aquí sola a esta hora para que me eches porque no te apetece volver a vestirte.
Richard soltó la espada.
—Está bien. ¿Qué ocurre?
—Ocurre que han encontrado a dos hombres muertos al pie de la Escalera de Ganser no hace ni una hora. Los encontró la Guardia, y los estúpidos bastardos no aciertan a imaginarse por qué fueron expertamente asesinados con una espada. Yo tampoco. Es esa estocada limpia a través del corazón, y tarde o temprano alguien comentará que tú eres el único capaz de hacer eso más de una vez.
—Es de esperar.
Ginnie lo miró con enfado.
—Esos hombres no eran de la Ribera. No eres un noble, no puedes ir por la ciudad cargándote a cualquiera sin contrato y esperar que a nadie le importe. Si vas a cometer tus pequeños asesinatos, procura no dejar los cadáveres demasiado cerca del Puente. No queremos que la Guardia venga aquí buscando problemas.
—No lo hará. Y tenía que cerciorarme de que no me equivocaba. ¿Te estás haciendo la loca, o no sabes quiénes eran esos hombres?
La mirada de Ginnie perdió parte de su dureza.
—Oh, Richard —suspiró—. Esperaba que no fueras a decir eso.
—Está bien. El noble que los mandó detrás de Alec no va a salir al frente y exigir justicia por ellos. No es de ésos. La verdad, no entiendo qué te preocupa tanto. Nadie va a arrasar la Ribera por culpa de un par de matones. Y me he asegurado de que ese tipo de cosas no se repita. Hugo debería alegrarse. —Se dirigió a la puerta y la abrió para ella—. Buenas noches, Ginnie.
—Espera —dijo ella, llevándose la mano a la garganta—. No tiene nada que ver con la Ribera, ni con Hugo ni con ningún otro. Debes tener más cuidado. No pueden consentir que vayas por ahí de ese modo, no fuera de este distrito. —La mano bajó de su garganta, resbaló sobre el terciopelo—. Si se llega a juicio, querido, te ahorcarán, da igual lo que te haya hecho este noble.
—Gracias. Buenas noches.
Ginnie avanzó, no hacia la puerta sino hacia él, mirándolo a la cara. Las sombras resaltaban las líneas cinceladas junto a su boca y las comisuras de sus ojos.
—Sé lo que me hago —dijo, su voz tan dura como su expresión—. Me he ocupado de Hugo, y de Hal Lynch, y de Tom Cook antes que él. Si no quieres morir siendo rico, por mí perfecto. Si quieres codearte con personas que te odian, perfecto también. Pero no hagas oídos sordos a mis palabras.
—Entendido —dijo Richard para librarse de ella. No era una oradora nerviosa; había mantenido la vista sobre él y no había reparado en el libro destrozado del suelo, ni el estropicio de la chimenea.
—Richard —dijo Ginnie—, no lo entiendes.
Levantó los brazos despacio, y él dejó que sus dedos se le enredaran en el pelo, presionándole la nuca hasta que sus labios se inclinaron sobre los de ella.
Richard nunca había besado realmente a Ginnie Vandall. Aun en el fragor del momento, era experta y cuidadosa. La suavidad de sus labios y lo afilado de sus dientes cayeron revoloteando hasta la base de su columna. Se apretó contra ella, percibiendo el calor de su cadera contra su muslo, sus senos aplastados contra su torso. Apretó la palma de la mano contra sus riñones, separando los labios para llegar hasta ella, cuando Ginnie se apartó de golpe.
El retroceso lo lanzó de espaldas. Se la quedó mirando, respirando hondamente todavía. Ginnie se enjugó la boca con el dorso de la mano.
—Deleite del Loco —dijo asqueada—. Eso es nuevo en ti. ¿Es lo que se lleva ahora?
Richard meneó la cabeza.
—Yo no tomo eso.
Ginnie miró de reojo hacia la habitación de atrás, pero no mencionó el nombre de Alec. Apretó la capa a su alrededor y se encogió de hombros.
—Buena suerte.
Richard se quedó un momento escuchando el sonido de sus pasos al bajar las escaleras. Oyó la voz de otra mujer: Marie, que debía de haberle dejado entrar.
Una tabla del suelo crujió cerca de él. Alec había entrado en la habitación, con inusitado sigilo. Su camisa todavía colgaba floja en torno a su cintura.
—Me pareció oír algo —explicó. Parecía haberse olvidado de las estrellas.
—Ha venido alguien a verme —dijo Richard; pero Alec no estaba escuchando. Observaba el libro con tapas de cuero donde estaba tirado, al alcance del fulgor mortecino del fuego, trémulas sus doradas estampaciones con la luz reflejada.
Alec se agachó. Sus ágiles dedos levantaron el libro del suelo, alisando las páginas arrugadas, sacudiendo la suciedad de su cubierta. Se acercó el cuero decorado a la mejilla. El libro descansó contra su cara como un bello adorno, sus ojos grandes y oscuros por encima de él. Sus clavículas y sus hombros desnudos enmarcaban su borde inferior.
—Ya lo ves —dijo—, no debes regalarme nada.
—Déjalo —dijo Richard, asustado y enfadado. El semblante pálido parecía sobrenatural, pero sabía que sólo eran las drogas.
—Richard. —Alec lo miró fijamente, sin parpadear—. No me digas lo que tengo que hacer. Nadie me dice lo que tengo que hacer. —Se volvió hacia el fuego con el libro en su mano izquierda a su espalda como un contrapeso. Alec estiró la mano derecha hacia los rescoldos que refulgían rojos en la chimenea. Era como presenciar un truco de magia que podría salir bien... Antes de que su mano pudiera cerrarse sobre las brasas candentes Richard saltó, apresándolo bruscamente entre sus brazos, derribándolo al suelo—.Ah —suspiró Alec, dejando que sostuviera su peso muerto—. Eres un cobarde.
—No permitiré que te ocurra nada —dijo elusivamente Richard, como si estuviera perdiendo una discusión.
—No vale la pena —dijo distraídamente Alec—; no vas a estar siempre a mi lado. Lo tienen todo planeado, ¿verdad? ¿Qué crees que te pedirán a continuación?
Así que lo había descubierto. Por una vez, a Richard le había costado algo protegerlo. Pero las drogas no solucionarían eso eternamente.
—No te preocupes —dijo Richard—. Voy a ocuparme de eso. No volverá a suceder.
Resultaba difícil no enfadarse por la intromisión de Ginnie. Richard le debía demasiado del pasado como para perder la paciencia con ella porque estuviera equivocada esta vez. Incluso Alec sabía que estaba equivocada. Los hombres que habían hecho el trabajo de lord Horn debían ser hallados muertos a manos de De Vier.
La época del año era demasiado temprana para celebrar una fiesta al aire libre, pero nadie rechazaba una invitación de la duquesa de Tremontaine. De hecho, todo aquello era muy espontáneo y agradable, como se aseguraban las damas, inclinándose sobre sus mazos con forma de flamenco para dar un delicado golpecito a sus erizos de madera: el tiempo era inusitadamente cálido, la comida fresca, la compañía encantadora. ¡Qué propio de Diane ser tan caprichosamente original! Los caballeros, sus acompañantes, estaban calladamente aburridos. Uno podía coquetear, pero no apostar... No con las mujeres y hermanas de otros, no era decente.
Lord Ferris se preguntó si su amante seguía invitando a Horn porque pensaba que eso lo entretendría. Por lo general así era; pero esta semana no se sentía con ánimos de dejarse entretener por Horn. Su ecuánime solución a la rebelión de los tejedores había devuelto a Ferris a la ciudad convertido en un héroe para sus pares, y era importante que se paseara ahora entre ellos, visible y abierto a los halagos. El hombrecillo y sus problemas ya no tenían ninguna importancia. Pero Horn seguía arrimándose a Ferris, lanzando su bola hacia donde él estaba, aunque era patentemente obvio que eso no favorecía en nada su juego.
Diane se cuidaba, como siempre, de mostrar interés alguno en Ferris, aunque era la primera vez en semanas que veía a su amante. También Ferris se mostraba cauto. Recordaba la primera vez que había pasado tanto tiempo fuera de la ciudad, casi al principio de su asociación. A su vuelta había acudido directamente a casa de Diane, para informarle de su misión, y para arrancar las sedas de su cuerpo, inflamado con el recuerdo de ella. Pero ahora tenía más experiencia y se había vuelto más cauto. No había querido suscitar comentarios yendo a verla de inmediato. Tenía una cita para cenar más tarde; pero quizá después de su fiesta tuvieran tiempo de irse a la cama.
El rutilar del sol en el agua, la música animada, la risa chispeante y los radiantes colores de los guardarropas de primavera liberados de los confines del invierno estaban produciéndole dolor de cabeza a lord Ferris. El traje azul de Horn era uno de los principales responsables. Ahí estaba otra vez. Ferris dio la espalda entusiásticamente al noble que se aproximaba y se sumergió en el estanque de chismorreos más cercano.
—Al parecer estamos perdiendo gente a un ritmo alarmante este invierno —exponía ante un corro de hombres un noble de facciones angulosas llamado Galeno—. A este paso la ciudad se quedará vacía antes de que termine oficialmente la estación, y no quedará absolutamente nadie para votar en el Consejo de primavera.
—¿Oh? —dijo lord Ferris, ignorando las gesticulaciones periféricas de Horn—. ¿Quién falta ahora?
—Primero se marcharon los Filisand antes de Año Nuevo a causa de la enfermedad —elaboró Galeno, sin desaprovechar la oportunidad de desgranar su lista—; después Raymond tuvo esa discusión con el padre de su mujer; luego vino ese asunto con Karleigh y las espadas; y ahora la casa del joven Godwin está cerrada a cal y canto, sin una sola palabra de explicación. Hace días que no lo ve nadie.
Eso explicaba la turbación de Horn.
—Espero que no le haya ocurrido nada —dijo educadamente Ferris.
—Oh, no; los criados dicen que habían recibido órdenes de él en persona para cerrarlo todo. Pero nadie sabe adónde ha ido, ni siquiera el joven Berowne, con el que generalmente se podía contar.
Algo debía de haber salido mal. Tanto peor para Asper. Pero era evidente que lord Michael había dejado la ciudad, quizá incluso el país, y eso beneficiaba a los planes de Ferris. De improviso, pensó: ¿y si Godwin no se había ido en absoluto, y si Diane estaba escondiéndolo en su casa? Pero descartó la idea tan bruscamente como se le había ocurrido. La duquesa no querría tomarse esa molestia, ni correr ese riesgo. Su interés en el joven no podía extenderse ya hasta ese punto. Godwin había hecho caso a las advertencias, y eso era todo cuanto hacía falta.
—Karleigh —dijo alguien con agudeza—. ¿No lo visteis, lord Ferris, cuando visitasteis el sur? Su hospitalidad siempre es buena, y debe de morirse de aburrimiento allí. Se alegraría de tener un poco de compañía, aunque fuera de la oposición.