A por el oro (5 page)

Read A por el oro Online

Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
6.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —preguntó Kate al abrir la portezuela del vehículo.

—Del Tour de Francia —mintió Zoe.

—Ah, ya…

Volvió a sentar a Sophie y a abrocharle el cinturón. Su marido la miró por el espejo e intuyó lo que debía de estar pensando su mujer: la niña se estaba quedando en los huesos. En tres meses de recaída había perdido la mitad del peso ganado en tres años de remisión de la enfermedad. Alargó el brazo por encima del reposacabezas de su asiento, Kate tomó su mano y se dieron un apretón. La presión fijó un punto en el tiempo, al cual se podían anclar muchos acontecimientos que circulaban a gran velocidad.

Una vez que Sophie tuvo bien puesto el cinturón, Jack arrancó.

—¿Sophie?

—¿Sí?

—Como vuelvas a dar una patada en mi asiento, te llevo a la Estrella de la Muerte para que te eduquen los Sith.

—Perdón, papá.

Redujo la velocidad casi a cero al pasar sobre los badenes del acceso a los estudios de cine, y miró por el retrovisor para comprobar que Sophie no botaba demasiado. Cuando se incorporó a la carretera principal, condujo a la defensiva. Había seguido un curso para aprender a conducir de este modo porque, con absoluta seguridad, cualquier tipo de accidente de tráfico no contribuiría a mejorar el pronóstico de Sophie. Calculó cuál sería la dirección más segura para virar en caso de que el Mercedes verde que esperaba en el cruce al cual se acercaban decidiera salir antes de lo previsto. Como aquello no sucedió, sus ojos se centraron en el siguiente coche que tenía delante, y luego en la pequeña rotonda que seguía a continuación.

—Sophie…

—¿Sí?

—Las pataditas…

—Lo siento, papá.

Jack tenía treinta y dos años, era medallista de oro olímpico y uno de los cinco ciclistas más rápidos del mundo.

—Si corro demasiado, me lo dices, ¿vale, Sophie?

En la autopista, tomaron el carril para vehículos lentos y circularon entre camiones. Sophie sabía que lo hacían por su seguridad. Ese era el efecto que producía a la gente: conducían un veinte por ciento más lento, asían los mangos de hirvientes cacerolas un veinte por ciento más fuerte, escogían sus palabras con una quinta parte más de cuidado. Nadie quería pinchar una rueda y tener un accidente con ella a bordo, o dejar que se le escapase un cazo y escaldarla, o pronunciar las palabras preocupación o muerte.

Sophie habría deseado decirles que con todo ello solo conseguían que se sintiera un veinte por ciento más asustada, pero no era capaz. Ellos lo hacían para compartir en cierta forma sus sentimientos. No le gustaba hacerlos sentirse así.

A través de la ventanilla, veía familias normales que pasaban a toda velocidad. Por lo general, se trataba de gente que no estaba en el lado del bien como los Argall ni tampoco en el lado oscuro como los Vader. Eran familias que, simplemente, iban de camino al zoo o de compras. A veces podías verlos discutir cuando te adelantaban. Sus labios se movían enojados tras los cristales. Era como un museo de familias humanas, cuyas vitrinas pasaban ante ti sin carteles. Sophie escribía los letreros en su cabeza: «Mamá se confundió de cereales» o «Papá no dejará que Chloe y yo escuchemos la lista de éxitos musicales».

Cuando Sophie dejó de observar a otras familias, comenzó a visionar
Star Wars
en su imaginación. Había visto ya tantas veces las películas, que no necesitaba los DVD. Se imaginó a los caminantes todoterreno acorazados atacando la base rebelde en el planeta helado de Hoth, para intentar apartar de su mente el mareo que empezaba a sentir. Se encontraba tan mal que comenzaba a asustarse. Le dolía todo. La cabeza le estallaba, tenía la visión borrosa y le dolían los huesos como cuando había una helada, estabas dando un paseo en la calle y la lluvia caía cada vez con más fuerza. La sacudían oleadas de náuseas y le entraron escalofríos.

Parecía increíble cómo Skywalker pilotaba su nave de combate. Se debía a que era un Jedi. Hay unas células especiales en tu sangre, llamadas midiclorianos, que te convierten en un Jedi. Sophie sabía que los cambios en su sangre que el doctor Hewitt tomaba por leucemia no eran en realidad sino el comienzo de la formación de midiclorianos. No se podía esperar que los médicos de la Tierra dieran con el diagnóstico correcto. Serían afortunados si lograsen ver un solo caso de esos en toda su vida de práctica médica.

Sin embargo, a veces, cuando se sentía tan mal como hoy, pensaba que nunca llegaría a convertirse en un Jedi. Incluso a noventa kilómetros por hora, se mareaba. El ruido de la superficie de la carretera le provocaba temblores y hacía que le dolieran las entrañas. ¿Cómo iba a ser capaz de pilotar una nave a centenares de kilómetros por hora entre las patas de un caminante imperial enemigo?

Tragó saliva y dijo:

—No pasa nada si vas más deprisa.

Papá negó con la cabeza.

—Vamos bien así.

Sophie observó los nervudos brazos de papá, y luego miró los suyos. Apretó los puños para sacar músculo.

—¿Estás bien? —le preguntó mamá—. ¿Qué estás haciendo?

—Nada.

Las venas de sus brazos eran de un azul oscuro, muy finas, y no conducían a ninguna parte, como si alguien hubiera cogido un boli y hubiese dibujado el diagrama de cableado de un droide inútil en su cuerpo antes de disponer piel humana por encima. Las venas de su padre sobresalían como cables bajo la piel y trazaban firmes líneas que impulsaban la sangre de regreso al corazón. Papá era, probablemente, el hombre más fuerte del mundo. No entendía cómo podía mirarla —con esa imagen frágil y enfermiza que ofrecía— y no asustarse. Tenía que intentar mostrar que era fuerte y valiente.

—Tampoco pasa nada si das un par de volantazos, papá —insistió—. No me importa.

Jack la miró por el retrovisor.

—¿Y por qué tendría que hacer eso?

—Porque nos está persiguiendo un caza TIE.

En el asiento del copiloto, Zoe dijo con semblante serio:

—De acuerdo, Sophie, desvía la máxima potencia a los escudos deflectores de popa, por favor.

Sophie sonrió y presionó el botón en el costado del asiento infantil que ejecutaba la orden de Zoe.

—¡Dispara los turboláseres! —ordenó Zoe, y Sophie lo hizo.

—¡Asegúrate de que te ajustas a sus coordenadas!

Sophie estaba sorprendida de que Zoe fuera tan buena en esto. Cuando destruyeron el caza TIE y volvieron a estar a salvo, se relajó en su asiento.

—¡Gracias, Han!

Zoe se giró en el asiento. Había lágrimas en sus ojos, algo que Sophie no podía entender. No se había quejado e intentó con todas sus fuerzas no parecer enferma, y le enojaba y entristecía al tiempo que la gente sintiera lástima de ella.

Se cercioró de que continuaba sonriendo.

—No pasa nada, Zoe. ¡Me encuentro genial!

Torre Beetham, 301 de Deansgate, Manchester

Zoe se apeó del coche. Cuando se alejaban, despidió con un gesto de la mano a la familia Argall y contempló el rostro apagado como una luna nueva de Sophie, que la miraba a través del parabrisas trasero. Los ojos de la niña se clavaron inconscientemente en los suyos, igual que los de su hermano Adam en el pasado, y el hecho de que no hubiera reproche en ellos hacía que aún se sintiese peor.

Se fijó en que estaba temblando. Apenas había dormido; luego, la Estrella de la Muerte la agotó, y el viaje de vuelta en coche fue todavía peor. Realmente, Sophie parecía estar yéndose, Kate se negaba a reconocerlo, y Jack… bueno, no podía adivinar qué pensaba Jack.

Un solo día con aquella familia le había parecido toda una vida. No sabía cómo podían soportarlo. Había una cantidad malsana de emociones, pero nada lo bastante concentrado como para echarse a llorar en un momento dado. Era imposible.

Decidió subir a su apartamento y tomarse un café. Parecía lo más razonable. Podía imaginarse fácilmente a una mujer con sentimientos mucho más manejables que los suyos diciéndose en aquel momento: «¿Sabes qué? Creo que voy a tomarme un expreso». Eso era lo mejor a que podía aspirar ese día: hacer las mismas cosas que la gente normal, y esperar a que, por alguna especie de magia comprensiva, se fuera imbuyendo en ella la sensación de bienestar normal.

Caía la típica lluvia de principios de abril. La acera de enfrente del portal de la torre Beetham estaba señalizada con conos anaranjados y vallas de seguridad rojas y blancas. Una grúa amarilla alzaba olivos hacia el cielo, uno a uno. Se detuvo a mirar. Había una docena de árboles en espera de ser izados. Medían dos metros y medio, y tenían los troncos envueltos en papel de burbujas y las raíces metidas en sacos de color anaranjado. En los remolinos de viento que se formaban a los pies de la alta torre, el envés de las hojas de los olivos destellaba al darse la vuelta todas a la vez, como si respondieran a una señal invisible, como bancos de pececitos plateados.

Zoe frunció los párpados contra la lluvia y contempló cómo un árbol giraba en su arnés, reflejado en las cristaleras de la torre mientras lo alzaban hacia el cielo gris pizarra. Llevaban ya dos días subiendo árboles. Los dejaban en el ático que quedaba justo encima de su apartamento. La junta de propietarios estaba creando una «zona verde», con pájaros, plantas y una fuente. Iba a quedar bonito, ahí arriba, un recuerdo de la Tierra.

Zoe quería ver cómo subían los árboles, pero no podía quedarse mucho tiempo allí en la calle antes de que la gente empezara a reconocerla. Por encima de sus cabezas, en la torre, había un cartel luminoso de tres por doce. Mostraba una imagen de su rostro, de seis metros de alto, con sus grandes ojos verdes enmarcados por cabello verde y pintalabios verde. Su mano, con las uñas esmaltadas también de verde, sostenía una botella de Perrier que goteaba debido a la condensación. «Sírvase muy fría», rezaba el texto del anuncio. En el tercio derecho del cartel, del mismo tamaño que su rostro, aparecían sus medallas olímpicas cubiertas por una capa de hielo.

Alzó la mirada, hacia donde la amenazadora figura anaranjada de un árbol envuelto desaparecía en la base de las nubes. La mancha de color permaneció suspendida por un instante en el límite de su campo de visión, para luego rendirse al gris. Zoe tuvo una imprecisa sensación de pánico.

Se escabulló antes de que cualquier transeúnte pudiera reconocerla y entró en el portal de la torre con la cabeza gacha. Recorrió a toda prisa las baldosas de mármol del vestíbulo y tomó el ascensor hasta su apartamento, en la planta cuarenta y seis.

Una vez en casa, con el murmullo de la ciudad ciento cincuenta metros más abajo, dejó su solitaria llave Yale en un ancho plato de estaño cuyo único propósito era aquel. El ruido que hizo el llavín al chocar con el metal fue el único sonido que se oyó. Además del plato, un viejo y abollado botellín de aluminio era el único objeto sobre el aparador de color negro esmaltado del recibidor. Se quitó las zapatillas deportivas, metió unas bolas de papel de periódico en la puntera, las guardó en el zapatero y se calzó las zapatillas grises de fieltro que estaban allí donde las había dejado.

Intentó recordar cómo se llamaba el hombre que se quedó a dormir en su cama. Había sido cariñoso. Alto, de aspecto italiano, unos años más joven que ella. Carlo, estaba casi segura, o Marco. Un nombre acabado en «o». Tenía una sonrisa que expresaba que aquello no era en absoluto nada serio. Sin embargo, a veces una tenía la esperanza.

—¿Hola? —saludó en voz alta.

No hubo respuesta.

No había nota alguna en el frigorífico, ni mensaje en la encimera. Comprobó el salón. Nada…

En su dormitorio, la cama estaba revuelta —recordaba por qué había acabado de aquel modo— y sus calzoncillos, en el rincón donde ella los había lanzado. El resto de su ropa había desaparecido. Sus cuatro medallas de oro no estaban en la balda donde las guardaba, y por un instante su corazón se detuvo. Luego, las vio brillar bajo el borde de una almohada, y las recogió. Se llevó el metal al pecho y suspiró. El tipo era un capullo por no haber dejado su número de teléfono, pero al menos no era un ladrón. Supuso que había tenido suerte de nuevo… si se podía llamar suerte a aquello.

Había cierta quietud en el apartamento, y quizá el fantasma de su olor.

Preparó un expreso en la máquina de café empotrada y se sentó en el sofá sin brazos, de respaldo bajo y color gris marengo de la sala de estar. Las nubes oscurecían las vistas desde los grandes ventanales que ocupaban la totalidad del muro.

Solo llevaba una semana viviendo allí. Los dos días que hubo despejados, pudo ver el Centro Nacional de Ciclismo, donde entrenaba y competía, cinco kilómetros al este. Parecía el lomo abombado y gris de un escarabajo, que pretendiese alejarse de ella correteando entre el sotobosque de polígonos industriales y centros de logística que bordeaban la ciudad. Mirando el horizonte con los prismáticos que le había prestado el agente inmobiliario, también podía ver las montañas de Snowdonia, la catedral anglicana de Liverpool, la torre de Blackpool y la playa. La tercera noche contempló una tormenta de viento y rayos azotando las llanuras de Cheshire.

Ahora no había nada que ver, excepto el gris. Era difícil no sentirse como un fantasma. Extendió la mano ante su rostro y le sorprendió no poder ver a través de su carne. Se levantó, fue hasta la cocina y comió una tostada de pan multicereales. Su textura era reconfortante. Bebió un vaso de agua y volvió a sentarse en el salón.

Se preguntó si se suponía que su vida iba a ser así a partir de ahora, moviéndose sola entre espacios de diseño, habitándolos según los patrones de uso previstos por el arquitecto.

Paolo, eso es… Así se llamaba el tipo. Abrió su ordenador portátil y lo encontró en Facebook. Era más atractivo incluso de lo que recordaba. Había sido una buena noche. El sexo estuvo bien, pero hubo algo más que eso. Una ternura, algo que la conmovió. Estaba un poco sorprendida de que no hubiera dejado una nota.

Cerró los ojos y se permitió creer que ahora mismo él estaría subiendo en el ascensor, con un ramo de flores. Sonrió. Era una tontería, pero tenías que creer que esas cosas eran posibles. Más allá de tu campo de visión, la vida tal vez estuviera realizando ciertos movimientos que se te revelarían en cualquier momento. Era un error tomarse en serio las decepciones. Apenas un golpecito en la puerta, y una docena de flores recién cortadas te separaba de la felicidad.

Abrió los ojos y pinchó en el perfil del tipo. Se le borró la sonrisa. Leyó lo que había escrito sobre ella, y vio las fotos que se había sacado en su apartamento, medio desnudo, con sus oros olímpicos colgados del cuello. Luego, releyó lo que había escrito: era una fiera en la cama; era agresiva; tenía que estar encima…

Other books

The Dragon Stirs by Lynda Aicher
Bette Davis by Barbara Leaming
The Great Ice-Cream Heist by Elen Caldecott
Good Intentions by Joy Fielding
All We Have Lost by Alexander, Aimee
The Mysterious Rider by Grey, Zane
Dead of Eve by Godwin, Pam
Edge of the Season by Trish Loye
The Scar by China Mieville