A por el oro (3 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Fuera lo que fuese lo que Jack le respondió, quedó ahogado por los gritos de la multitud que coreaba el nombre de Zoe.

Kate cortó la llamada y dejó que el teléfono cayera suavemente sobre las fundas lavables y sufridas de los cojines. No solo había dejado de creer que alguna vez participaría en unas Olimpíadas. Ahora, para ser sincera con ella misma, no estaba segura ni de poder ganar esas carreras que se corren entre sillas de cocina y sofás.

Miró con ojos vidriosos a través de la ventana. En el resplandeciente calor de su pequeño patio trasero, una ardilla había encontrado algo en el fondo de una bolsa de patatas fritas.

¿Esta es mi vida ahora?, se dijo.

Se llevó las manos a la sien, esta vez con más suavidad, y se tomó el pulso consultando la manecilla del reloj del salón. Hacía meses que no entrenaba en serio, pero incluso ahora —con todo el estrés— su ritmo cardíaco estaba por debajo de sesenta. El segundero regresó adonde había comenzado la cuenta, y solo había llegado a cincuenta y dos. A veces, esa era la única pequeña victoria en aquellos días: la conciencia de que estaba más en forma que el tiempo.

Alzó la mirada y vio que Sophie la imitaba, intentando presionar sus manitas a los lados de la cabeza. Kate se rio y, por primera vez, Sophie respondió a su sonrisa.

Kate exclamó, desbordante de euforia.

—Oh, Dios mío, cariño, ¡te has reído!

Se arrodilló en el suelo, recogió a Sophie y la abrazó. La pequeña sonrió —una sonrisa prototípica, de osito, vacilante que se torcía de un lado a otro para luego volver a brillar—. Gorjeó ruidosamente, contenta consigo misma.

—¡Mi niña, qué lista eres!

Espera a que se lo cuente a Jack, pensó; la idea era tan liviana y simple que de repente supo que todo iba a salir bien. ¿Qué importaba si Zoe ganaba hoy el oro, o si Jack se hacía con él al día siguiente? Arrodillada allí, en el desordenado salón, con su bebé en brazos y aspirando su aroma cálido y envolvente, era imposible creer que algo importase más que aquello. ¿Qué más daba que, hasta hace poco, hubiera sido capaz de pedalear a sesenta y cinco kilómetros por hora en el velódromo? Ahora que había comenzado para ella la vida de verdad —con su progresión real a través de los tiernos hitos de la maternidad—, resultaba absurdo que alguien pudiera preocuparse de montar en bicicleta dando vueltas alrededor de unas infinitas pistas ovales, y que a alguien se le ocurriese la extraña idea de dar un trozo de oro a quien lo hiciera más rápido. ¿Qué bien le hacías a alguien pedaleando para llegar al punto de partida?

—Dios —pensó—. A ver, ¿adónde te lleva eso?

Pasado un minuto, durante el cual su corazón latió cuarenta y nueve veces, sonrió cansada.

—Oh, ¿a quién pretendo engañar? —exclamó en voz alta, y Sophie alzó la cabeza al oírla y probó una mueca nueva, única en ella, a medio camino entre la risa y el lamento.

Ocho años más tarde,
lunes 2 de abril de 2012
Sección de detención 9 de la Estación de Batalla Imperial, vulgarmente conocida como la Estrella de la Muerte

La rebelde —una niña— se resistía, de manera que la encerraron en una oscura celda de metal que olía a aceite para motores. Aquello era demasiado para ella, que hacía muecas y se retorcía emocionada. Se pegó a su padre, que rodeó el escuálido cuello de la niña con su brazo y la apretó con la presión suficiente para contener el ímpetu de la pequeña, o para mostrar un cariño silencioso, de ese modo en que los padres saben aplicar su fuerza. La niña se revolvió para escaparse, y con ello confirió al abrazo un aspecto de violencia. Por lo visto, ser padre no era muy diferente en cualquier parte del universo.

Los dos soldados imperiales que montaban guardia tras la pareja intercambiaron una mirada, decidieron que por el momento los detenidos estaban a buen recaudo y asintieron con un gesto de la cabeza. Abandonaron la sección de detención de la Estrella de la Muerte, salieron con discreción por una puerta lateral, bajaron unos peldaños y salieron a la brillante luz de abril del aparcamiento. Se quitaron los cascos, se sacudieron el pelo y compraron en una furgoneta de bebidas dos tés para llevar. Ambas tenían treinta y dos años. Ambas eran deportistas en la vida real. Tenían contratos con patrocinadores, problemas con la prensa que se entrometía en su vida privada, y menos de un cuatro por ciento de grasa corporal. En la clasificación mundial de velocidad en ciclismo en pista, eran las números uno y dos.

—Las cosas que tengo que hacer por ti —dijo Zoe—. Se pasa mucho calor con esto.

Mechones de pelo negro se pegaban a su frente debido al sudor.

—¡Qué ganas tengo de mear! —exclamó Kate—. Pero ¿cómo se supone que se hace con estos trajes?

—Seguro que no los diseñó una mujer.

—La Estrella de la Muerte tampoco la diseñó una mujer. En tal caso, tendría cortinas. Y una guardería.

Zoe blandió el puño contra unos superiores imaginarios.

—¡Sí! ¡Estúpidos oficiales! ¿No podrían buscar una forma de compaginar la maternidad con la lucha contra esta maldita Alianza Rebelde?

Kate meneó la cabeza con tristeza.

—Con muestras de insubordinación como esa, nunca pasarás de soldado imperial.

—Te equivocas —rebatió Zoe—. Se fijarán en mi entrega y mi pasión, y me ascenderán a comandante de su estación de batalla.

—No te hagas ilusiones. Echarán un vistazo a tu perfil de personalidad y te convertirán en un droide. Altamente especializado, pero eso sí, soltero.

—¡Que te den! —replicó Zoe sonriente—. No cambiaría mi vida por la tuya.

Una fría ráfaga de aire formó ondas en la superficie de los charcos de color marrón amarillento del aparcamiento del estudio cinematográfico. En la otra punta, en una furgoneta azul manchada de barro, el siguiente grupo de visitantes de la Experiencia
Star Wars
buscaba un lugar para aparcar. Kate consultó su reloj. La Estrella de la Muerte todavía era suya durante veinte minutos más.

—Mejor será que volvamos dentro con Sophie —comentó.

Las dos mujeres apuraron sus tés. Zoe miró a Kate por encima del borde de su vaso.

—Sé sincera conmigo —dijo—, ¿se está muriendo Sophie?

—No —respondió Kate, sin dudarlo—. La quimio funcionará. Estoy segura al cien por cien de que va a mejorar.

—¿En serio?

—Ya hemos pasado por esto antes. La primera vez que enfermó, la quimio funcionó y se recuperó. Esto no es más que una pequeña recaída, y el tratamiento volverá a funcionar.

El rostro de Zoe debía de reflejar ciertas dudas, porque Kate empezó a torcer el gesto y a asentir con firmeza. Zoe observó cómo el contador de certidumbre iba en aumento; la aguja subía y entraba en la zona roja: ciento cinco por cien; ciento diez.

—De acuerdo —convino—, de acuerdo. Pero ¿de verdad piensas que estas excursiones ayudan? ¿No se cansa?

Kate sonrió.

—Ojalá solo tuviera que preocuparme por eso…

—Al menos, déjame preguntártelo. Como amiga.

La sonrisa de Kate se tensó.

—¿Piensas que le haría pasar por todo esto si no sirviera de algo?

Zoe le tocó el brazo.

—Pues claro que no. Pero ¿estás segura de que no organizas estas excursiones un poco para acallar tu conciencia? Para demostrar que haces todo lo que puedes como madre, quiero decir.

—Vaya, ahora resulta que eres una experta en criar hijos.

Zoe retrocedió como si hubiera recibido una bofetada. Se recompuso lentamente y bajó la mirada, entrelazando las manos.

Kate titubeó, luego avanzó un paso y cogió la mano de su amiga.

—Mierda, Zoe, lo siento.

Zoe volvió el rostro.

—No, no, tienes razón. Lo que he dicho sobraba. Sé por lo que estás pasando.

Kate se desplazó para volver a situarse ante los ojos de Zoe, y la miró fijamente.

—Yo también sé por lo que estás pasando. Esto tiene que hacerte pensar en Adam.

—No pasa nada. ¿Y sabes una cosa? Tienes el pelo hecho una mierda.

Kate se rio.

—Vaya… ¿Tengo pelo de casco?

—¿Eso te parece malo? Yo tengo tetas de soldado imperial. Lo juro por Dios, estos trajes son demasiado ajustados…

Oculto tras la sensación de alivio, el corazón de Zoe seguía enganchado en el alambre de la valla que su amiga había puesto entre ambas. Deseaba no haber sacado el tema. Tenía que aprender cuándo debía mantener la boca cerrada, que era casi siempre.

Zoe contempló el vaso térmico, en el que dos dedos de té —del mismo marrón amarillento que los charcos— estaban llegando a la temperatura en la cual el calor ya no disimulaba su sabor amargo. Una podía cansarse de vivir sin ataduras, de no tener una pareja con la que afrontar con paciencia la tarea de espantar los demonios de su vida y que te mostrara qué era lo correcto. Podías desear tener un compañero en tu vida. Y sí, podía ser un niño, a pesar de la abrumadora evidencia de que los niños también son pozos sin fondo rezumantes de necesidad en los cuales las mujeres agotadas como aquella, su mejor amiga Kate, lanzaban sin cesar valientes piedrecitas de certeza, esperando ansiosas escuchar un chapuzón que nunca llegaba.

—Creo que tenemos que volver a la Estrella de la Muerte —sugirió Kate, trayendo a Zoe de regreso de muchos kilómetros.

—¿Mmm?

Kate volvió a ponerse su casco de soldado imperial y su voz se transformó en un estertor metálico gracias al modulador instalado en la máscara.

Zoe puso los ojos en blanco al responder:

—¿La Estrella de la Muerte? ¿Esa maldita nave espacial redonda y grande? ¿La que tuvo un debut prometedor, pero terminó encasillándose en el papel y no volvió a aparecer en más películas después de la serie de
Star Wars
?

—Oooh —murmuró Kate—. Quisquillosa…

Zoe se recogió el pelo, visiblemente molesta.

—Escucha —dijo Kate—, me encuentro en esos días del mes y estoy que trino, así que no empieces.

Zoe la observó con atención, calculando hasta qué punto las cosas podrían volver a ser normales entre ambas. Era difícil de decir. Kate podría estar sonriendo, o no. Así eran las cosas con los soldados imperiales: solo mostraban esa expresión multiusos moldeada en las láminas de sus cascos… Una expresión resistente, fácil de limpiar, medio lastimera, tan apropiada para descubrir que se te habían pegado las lentejas como que se había hundido tu imperio.

Módulo de mando de la Estrella de la Muerte

La estación de combate permanecía suspendida en el vacío frío y negro del espacio. Sophie Argall podía sentir la vasta masa de metal bajo sus pies. Era enorme. Tenía su propia gravedad, aunque no parecía tan fuerte como la de la Tierra. Sophie notaba una energía extra en las piernas. Encontrarte sobre el puente de la Estrella de la Muerte era como estar en casa y que el doctor Hewitt te acabara de decir que tu leucemia se había curado.

Sophie dio un repaso a las cifras. Tenía ocho años. La Estrella de la Muerte era más joven, pero no sabía cuánto. La estación de combate cuenta con unas defensas de 10.000 baterías de turboláseres y 768 generadores de rayos tractores. Una tripulación de 265.675 miembros la mantiene en marcha, la limpia y se encarga de la comida y la colada de 607.360 fuerzas en total, 52.276 artilleros, 25.984 soldados de asalto, un equipo de apoyo a la nave de 42.782 personas y 167.216 pilotos y técnicos. A pesar de todas estas precauciones, las dos Estrellas de la Muerte construidas antes que esta habían sido destruidas. Estadísticamente, las posibilidades que tenía una Estrella de la Muerte de sobrevivir en un combate eran cero. Las que tenía Sophie de sobrevivir a una leucemia linfoide aguda eran de más de un noventa por ciento. Teniendo en cuenta estos datos, parecía presuntuoso que fuera la estación de combate la que estuviese ejerciendo fuerza gravitacional sobre ella.

Sophie se sabía los datos de memoria. Había hecho dibujos de la Estrella de la Muerte miles de veces, a rotulador y a lápiz, pero nada la había preparado para estar allí, en el puente de mando, contemplando las estrellas a través de las portillas. Escuchó el zumbido agudo de los circuitos de control y el suave y agradable murmullo del aire acondicionado.

Habían ido en el coche familiar de los Argall —un Renault Scénic gris metalizado— para ir al puerto espacial de los estudios de grabación: eran ella, Sophie, sus padres y Zoe. Tardaron en llegar a su destino tres horas y treinta y seis minutos, que Sophie había medido usando la aplicación del cronómetro de su iPod. En el camino, iba escuchando la banda sonora original de
Star Wars
de John Williams y la Orquesta Sinfónica de Londres. Estuvo formando mirillas con los dedos y apuntando por la ventanilla a la autopista. Los Nissan y los Ford eran naves amigas de la Alianza Rebelde; los Mercedes y BMW, cazas TIE del enemigo.

Subieron a un teletransportador que los llevó desde el aparcamiento de los estudios hasta la Estrella de la Muerte. Tardó en llegar cuarenta y nueve segundos. Parecía un ascensor normal y corriente, pero no lo era. En cuanto bajaron del teletransportador, papá y ella fueron capturados. Por lo que suponía, mamá y Zoe seguían en libertad por ahí, dentro de la Estrella de la Muerte.

Sophie aún estaba maravillada de encontrarse allí. Miraba constantemente su cuerpo, para comprobar que todos los átomos de sus brazos y piernas habían superado sin problemas el teletransporte.

Dos soldados imperiales patrullaban el puente con sus inmaculadas armaduras blancas. Comprobaban la posición de los indicadores en todos los paneles de control. Hablaban con voces secas y metálicas. Las viseras completas de sus cascos no permitían ver su rostro, pero se adivinaba que estaban nerviosos. Corría el rumor de que Darth Vader iba a presentarse en su transbordador personal. Sophie tenía la boca seca y su corazón latía desbocado a causa de la emoción. Tomó la mano de su padre y la apretó con fuerza.

Sabía que nada de aquello era real, pero eso no significaba que no estuviera sucediendo. En los contados días en que se encontraba bien para ir al colegio, este tampoco parecía real. Las otras chicas habían cambiado. Ahora, lo último era YouTube, y la tomaban por una rara porque a ella todavía le gustaban las cosas de niños. Intentaba seguir lo que hacían las demás, pero lo cierto es que no quería aprender los pasos de baile de los videoclips; ella prefería ser un caballero Jedi.

La leucemia tampoco parecía real. Te metían tubos y te regaban con química que hacía que tus oídos silbaran y tu piel se volviera tan transparente que se veía tu interior. Podías tocar los tubos con los dedos, y mirar tus tendones con tus propios ojos. Era posible que no estuvieras soñando, pero no parecía muy probable.

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