A por el oro (13 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Hizo una inclinación desde la cintura y una floritura con la mano.

Todos guardaron silencio. De pronto, Kate se echó a reír y Jack le guiñó el ojo. La risa se convirtió en un ataque de tos, y él la cogió del codo.

—Perdona. ¿Estás bien? —le preguntó.

Kate asintió, entre lágrimas.

Los chicos regresaron a la línea de salida. Se lo tomaron por el lado divertido. Maldijeron a Jack, que fue chocando los cinco con ellos. Ahora todos reían, o casi todos. Zoe se acercó al supuesto asistente del entrenador. Era tan alta como él y lo miró fijamente a los ojos. Estaba temblando de ira, y su rostro se encontraba a unos centímetros del de Jack. Las risas cesaron.

—¿Quién cojones te crees? —gruñó Zoe.

Jack abrió los brazos.

—¡Oh, vamos! Solo era una broma.

—Has podido mirarnos a gusto, ¿verdad? ¿Qué te ha parecido?

—Bueno, para serte sincero, sois todas muy guapas…

Zoe le asestó un puñetazo en la boca del estómago, con todas sus fuerzas. Lo pilló desprevenido, y el chico se tambaleó y se dobló.

—Ahora me verás de otro modo —masculló Zoe.

Jack recuperó el equilibrio. Sonrió y levantó una mano apaciguadora.

—Por favor…

Zoe lo abofeteó en el rostro, y el eco del tortazo resonó en todo el velódromo. Tom pudo sentirlo, notó físicamente el bofetón y se quedó sin aliento.

Jack se frotaba la mejilla.

—Recuerda esa sensación —le dijo Zoe, muy bajito.

Los demás chavales la contemplaban desde la semipenumbra. Tenía una mirada salvaje y su rostro estaba lívido. El eco tardó demasiado en extinguirse.

—¿Qué coño estáis mirando? —gritó Zoe—. ¿Acaso esto no os parece lo bastante serio? Esto no son los scouts. No es algo que hago los sábados para que mi madre pueda limpiar la casa.

Mientras todos guardaban silencio, conmocionados, Tom cogió el teléfono y realizó una rápida llamada a la sala de control del velódromo. Los focos se encendieron, pasando del naranja al blanco. Las sombras desaparecieron y el lugar se inundó de luz. Los candidatos se vieron atrapados por ella, cegados.

Tom bajó lentamente hacia la pista, aliviando un poco en la barandilla el peso de sus rodillas. Los miró uno por uno a los ojos.

—Muy bien, chicos —dijo al fin—. Lo reconozco, ha sido culpa mía. Jack, eres un capullo. ¿Estás bien?

—No —contestó, frotándose el rostro.

—Zoe, eres un peligro público —agregó Tom—. ¿Lamentas lo que has hecho?

La muchacha miró directamente a Jack y negó con la cabeza.

—Bueno, ¿me dejáis plantearlo de otro modo? Zoe, si todos admitimos que el comportamiento de Jack estaba fuera de lugar y que no debimos reírnos, ¿aceptarás descargar tu agresividad únicamente en la pista?

La interpelada se encogió de hombros. Su expresión lo mismo podía interpretarse como una respuesta afirmativa o negativa. Tom tenía ya la edad suficiente como para saber que lo mejor era aceptar aquella oferta mientras estuviera sobre la mesa.

—De acuerdo, entonces —concluyó, alzando las manos—. Mirad, soy Tom Voss. No estoy orgulloso de lo que acaba de suceder. Cada año hago el truco del recepcionista. Soy un entrenador decente, pero solo dispongo de tres días para decidir quiénes de vosotros participarán en los campeonatos internacionales, así que voy de incógnito para estudiar vuestra psicología. Creo que ya he descubierto todo cuanto tenía que saber. Ahora, vamos a correr, ¿de acuerdo?

Los candidatos sonrieron. No podían evitarlo. Sus cuerpos se transformaron. La tensión se esfumó y se relajaron. Sus rodillas se doblaron un poco, flexionaron los dedos. El equilibrio pasó de los talones a la planta de los pies. Las pantorrillas se estiraron y la respiración se aceleró.

Tom sonrió ante ellos.

—¡Cristo! ¡Parecéis una manada de lobos sanguinarios! Que no se diga que no sois aplicados, cabrones.

Repartió las bicis. Eran bastante básicas: cuadros de pesado acero con abolladuras. Les dejó que ajustaran la altura del sillín, y cada uno escribió su nombre en su máquina con un rotulador sobre una cinta adhesiva pegada en la barra superior. Observó cómo despegaban el nombre del anterior corredor.

Les pidió que se pusieran sus equipos de carrera y calentasen durante media hora. Les hizo dar vueltas lentas, durante las cuales se observaron unos a otros, en tanto giraban como barcos en un remolino.

Tom los contemplaba mientras rodaban a su alrededor. Estudió su forma y tras una docena de vueltas, ya sabía quiénes eran los tres que llegarían al máximo nivel. Bajo las luces sin sombras de los focos, vio que Zoe, Kate y Jack disputarían las grandes competiciones. Serían los que competirían mano a mano sobre la madera de las curvas peraltadas de los velódromos del mundo, esos circos de gladiadores, rodeados por una masa atronadora, que albergaban la velocidad y la soledad humanas para que pudieran ser observadas. Se convertirían en los deportistas más fuertes sobre la faz de la tierra, impulsando sus silenciosas máquinas a velocidades en las que el aire comienza a aullar.

En el velódromo, sus carreras durarían menos de dos minutos, pero la preparación de esos minutos acababa de comenzar ante sus ojos. Ascenderían juntos en el deporte, tendrían amargos enfrentamientos juntos, amarían, odiarían y se reconciliarían juntos, llegarían a su máximo nivel deportivo al final de la veintena y principios de la treintena. Acompasarían su respiración ardiente y sus pedaladas a la velocidad de un ave al caer en picado, y vencerían o perderían por milímetros. El más mínimo error —un leve roce de una rueda con otra— y huesos y bicicletas se harían añicos. No llevarían armaduras protectoras, solo trajes aerodinámicos que mostrarían todos sus músculos magros y esculturales. Se pondrían cascos con visores de cristales tintados que ocultarían sus ojos. Se volverían irreconocibles. Sus mentes trascenderían durante las carreras. Serían conscientes de los remolinos que forma la estela de su rival; de la precisa quemazón en cada filamento fibroso de cada grupo muscular; de los parámetros de temperatura, humedad y textura de la superficie, constantemente cambiantes y que determinan los límites del agarre de las ruedas en cada centímetro cuadrado de la pista; de la esperanza que perseguían y del fracaso que acechaba; de su futuro y de su pasado; de cada píxel de cada momento, desde los nudos en los tablones de la pista hasta las trenzas de la niña del vestido de cuadros azules de la fila treinta y ocho que contenía la respiración al darse cuenta de que quería ser como ellos. El alcance de su psique durante la carrera quedaría sin estudiar por la literatura o la ciencia. Se terminaría sabiendo más sobre la mente de los tiburones asesinos.

Lo mejor que podía hacer él por aquellos chicos era entrenarlos a un nivel olímpico, en el que correrían para destrozarse mutuamente, una vez cada cuatro años y durante menos de dos minutos en cada ocasión, en los mejores escenarios del mundo. Correrían para los miles de espectadores que rugían en las gradas y los tres mil millones que los verían desde casa. El ganador haría realidad sus sueños de gloria de la infancia, materializados en un disco y colgados de una cinta: una medalla de sesenta milímetros de ancho por tres de grosor, acuñada en plata y con un baño de seis gramos de oro puro. Tom se acordaba de cuando las medallas de oro eran todas ellas de oro macizo… Pero, en los tiempos que corrían, ¿quedaba algo auténtico?

Tom los contempló mientras terminaban la sesión de calentamiento. Apreció la fuerza latente de Kate, el ritmo perfecto de Zoe y la energía incandescente de Jack. Lo miraban con emoción, en espera de la señal que pondría fin al calentamiento para empezar la acción.

Se llevó el silbato a los labios. Cuando diera la señal, las vidas de esas personas cambiarían de un modo que no podían imaginar. Sería más duro de lo que pensaban, porque fuera de esos dos exaltados minutos de cada carrera, todos ellos estarían condenados a ser gente corriente, con cerebros, cuerpos y vínculos sentimentales humanos que nunca fueron pensados para acelerar a esas velocidades. Pasarían por agonías de descompresión, como buceadores que regresaran demasiado deprisa de las profundidades. Tendrían esa cualidad extraña, certera y acerada de esa gente irreconocible, con los ojos ocultos tras los visores, hasta que, justo en el momento de cruzar la línea de meta, se convertirían en seres humanos idénticos a cualquier otro.

Tom titubeó. Tenía el silbato preparado, pero no las agallas necesarias para soplar.

En ese momento, Kate descendió desde la parte alta de la pista y detuvo su bicicleta junto a él. Se quitó el casco y le sonrió. Tom sintió que se le derretía el corazón. Frunció el ceño ante sus relucientes ojos azules y sus mejillas sonrosadas por el calentamiento.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿No tendrías que estar en la escuela?

La muchacha alzó el dedo corazón.

—¿Vamos a empezar las carreras de una vez, o qué?

Tom se echó a reír. Toda la inseguridad y la torpeza que había mostrado antes la muchacha se habían esfumado. Sobre una bici, era una chica diferente. Esto era lo que había que hacer en la pista, para bien o para mal, competir. Y, al menos por un tiempo, podías ganar.

—¿Carreras? —repitió el entrenador—. Así que habéis venido por eso…

Sopló el silbato y pidió a los corredores que se acercaran.

Tom levantó la cabeza de la mesa y volvió a leer el correo:

«Tendrás que hablar con Zoe y Kate antes del anuncio del COI».

No servía de nada quejarse. Le había tocado, y no iba a eludir su responsabilidad. Para ser sinceros, ya aceptó estos desengaños en el mismo momento en que sopló aquel silbato.

Torre Beetham, 301 de Deansgate, Manchester

Zoe se despertó entre las sábanas oscuras de su cama con los primeros rayos de la pálida luz de abril. Siempre era así. En cuanto rayaba el alba, sus ojos se abrían y la adrenalina le recorría los miembros. La inmovilidad era algo imposible para ella. No podías entrenar a tu cuerpo al nivel en que lo hacía y luego pedirle que se quedara tumbado, por muy agradable que resultase.

A su lado yacía el médico residente que la había atendido en Urgencias la noche anterior. Al ver que no tenía ningún hueso roto, y dado que su turno finalizaba a las ocho, se ofreció a acompañarla a casa, y ella, a su vez, le correspondió con un eufemismo. Seguramente habría sido un café, no lo recordaba.

Durante el sueño, él adoptó una postura al borde de la cama, tumbado de lado, curvado como un paréntesis de cierre. Zoe le acarició la mejilla y no respondió. Estaba profundamente dormido. Pasó sus dedos con delicadeza por la suave piel de su hombro. Su quietud la conmovió.

Había un lenguaje en el hecho de dormir junto a alguien, y la mayoría de los hombres lo expresaban a gritos. Incluso los buenos amantes resultaban estridentes durante el sueño: se movían, se estiraban, te abrazaban… Como si necesitaras que te asieran, como si lo más probable fuese que, a lo largo de treinta y dos años, no hubieras sido capaz de evitar caerte de la cama debido a la ausencia de un extraño que te sujetase.

Le volvió a acariciar la mejilla y el hombre abrió los ojos. Eran de color verde claro, e hicieron que algo se agitara en su interior. La observó con una mirada vacía por instante, y luego cerró los ojos de nuevo sin despertarse. Los residentes estaban obligados a trabajar cien horas semanales, había oído.

Dormido, parecía muy joven. Le gustaba la manera pulcra e independiente que tenía de dormir. Zoe no había buscado el sexo tanto como compartir con otro ser humano ese espacio, a cuarenta y seis pisos de altura, entre las nubes. El sexo era una moneda barata que podías acuñar por encargo e invertir en comprar una prórroga a tu soledad hasta la mañana siguiente.

Al terminar el acto, el hombre se desplomó en la cama, agotado, no sin antes decir una frase graciosa que la hizo sonreír:

—En mi opinión como facultativo, no veo nada malo en ti, Zoe.

—Igual quiero una segunda opinión.

—Y yo igual quiero dormir un poco…

Ella se rio y permanecieron tumbados en silencio en la oscuridad. Sentía los latidos de su corazón, y él percibía los del suyo. El ritmo cardíaco de la chica le sorprendió tanto que le tomó la muñeca para comprobar las pulsaciones.

—No quisiera preocuparte, pero…

Zoe jugueteó con su pelo.

—Tengo treinta y nueve pulsaciones en reposo. Lo sé. No pasa nada, no me estoy muriendo. Soy una supermujer.

Él sonrió adormilado.

—¿Cuáles son tus superpoderes?

—Oh, ya sabes, solo me gusta estar en forma.

No sabía quién era, y no se lo había dicho. De ese modo le resultaba más sencillo ser ella misma. Lo besó, y él se quedó dormido con su muñeca ligeramente sujeta. Zoe permaneció tumbada, escuchando su respiración. No retiró su mano de debajo de la suya. Su vida estaba repleta de personas que sabían quién era, que le facilitaban calendarios de entrenamiento, que le tomaban el pulso un día sí y otro también. Medían su frecuencia cardíaca máxima, su frecuencia cardíaca en el umbral anaeróbico y su frecuencia cardíaca a máxima potencia. Resultaba una sensación agradable estar tumbada, tranquila, en la intimidad de su cuarto, junto a este hombre que parecía preocuparse, al menos un poco, por lo que su corazón hiciera en reposo.

En la tenue luz del amanecer, cubrió los hombros del médico con el edredón y lo dejó durmiendo.

En el salón, conectó el canal de noticias y le quitó el sonido mientras hacía doscientos abdominales, ochenta flexiones laterales y sesenta oblicuas sentada con un balón medicinal. Realizó estiramientos y se duchó con el brazo herido en alto para proteger las vendas. Se secó el pelo y preparó un café. Se lo tomó de pie, junto a los ventanales, mientras el sol salía sobre la vasta expansión humana de Manchester. La luz brillante conectó con el brillo pos ejercicio de su pecho y se sintió ligera y despreocupada. Por primera vez desde que se mudó a aquella torre, se sentía bien allí.

Sonrió, y dio unos saltitos sobre los talones.

Esos eran los momentos de felicidad; era preciso aprovecharlos. Había que fijarse en los instantes de placidez en que la memoria se mostraba clemente y la superficie de tu vida era el espejo de un mar en calma. Casi podías creer que habías corrido con tal rapidez que habías dejado atrás el pasado. Era una sensación que no se diferenciaba de la de estar perdonada.

Las torres de las iglesias se alzaban al cielo, el reflejo de los cristales ardía, los depósitos de gas pintados reverberaban en la luz incipiente.

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