A este lado del paraíso (19 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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—La verdad es que me interesas mucho. Continúa si no te aburre.

—He notado que cuando quieres faltar un día más del colegio te lo tomas con mucha seguridad. No decides nunca, mientras las ventajas de irte o quedarte no están claras. Dejas correr durante unas horas tu imaginación por donde marchan tus deseos y entonces decides. Naturalmente tu imaginación con un poco de libertad se dedica a pensar mil razones para quedarte, y entonces la decisión que tomas es falsa. Es interesada.

—Sí —objetó Amory—, pero dejar correr a la imaginación por el lado equivocado, ¿no es por falta de voluntad?

—Querido mío, ese es tu gran error. Eso no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, una palabra inútil y tonta; lo que te falta es juicio, el juicio, el juicio para decidir si la imaginación, en una alternativa, te va a llevar por el camino falso.

—¡Qué me zurzan! —exclamó Amory con sorpresa—. Eso sí que es lo último que yo esperaba.

Clara no se pavoneó de ello y cambió inmediatamente de tema. Le había obligado a pensar, y él estaba convencido de que en gran parte ella tenía razón. Se sentía como el propietario de una fábrica que, tras acusar a un contable de falsear las cuentas, descubre que su hijo, una vez por semana, cambia los libros de contabilidad. Su pobre y maltratada voluntad, que había soportado todo su desprecio y el de sus amigos, se presentaba inocente ante él mientras su juicio era arrastrado a prisión, acompañado de su incontrolable demonio, la imaginación, que bailaba a su lado con burlona alegría. Solamente a Clara le había pedido un consejo sin anticipar su propia respuesta, excepto, quizás, en sus conversaciones con monseñor Darcy.

¡Cómo le gustaba hacer cualquier cosa con Clara! Ir de compras con ella era casi un sueño epicúreo. En todos los comercios donde la conocían era recibida como la bella señora Page.

—Te apuesto a que no seguirá viuda por mucho tiempo.

—Bueno, no chilles. No ha venido a pedir consejo.

—¡Qué hermosa es!

(
Entra el encargado; silencio hasta que se adelanta sonriendo
.)

—Es una dama de la buena sociedad, ¿no?

—Sí, pero parece que es pobre ahora; así dicen.

—De todos modos, tiene un aire distinguido, ¿verdad?

Y Clara resplandecía entre todo aquello. Amory pensaba que los comerciantes le hacían descuentos, a veces a sabiendas de ella y a veces sin que lo supiera. Vestía muy bien, se llevaba siempre lo mejor de la casa e inevitablemente era atendida por el encargado.

A veces iban el domingo a la iglesia; y, al pasear juntos, se regocijaba con sus húmedas mejillas, del rocío del nuevo día. Era muy devota, siempre lo había sido, y sólo Dios sabía hasta qué alturas se elevaba y qué fuerza recogía, al arrodillarse, con su cabello ondulado en la luz tornasolada.

—Santa Cecilia —exclamó él un día, de forma involuntaria; la gente se volvió a mirarle y el sacerdote detuvo su sermón mientras Clara y Amory enrojecían.

Fue su último domingo, porque aquella noche él lo echó todo a perder. No pudo evitarlo.

Paseaban en el crepúsculo de un marzo tan cálido que parecía junio, y una alegría juvenil colmaba su alma de tal manera que sintió la necesidad de hablar.

—Creo —dijo él con voz temblorosa— que si pierdo la fe en ti perderé la fe en Dios.

Ella le miró con una cara tan atónita que él preguntó qué pasaba.

—Nada —dijo ella lentamente—, solamente que cinco hombres me han dicho antes lo mismo y me da miedo.

—Oh, Clara, será tu destino.

Ella no contestó.

—Supongo que el amor es para ti… —empezó él.

Ella se volvió como un rayo.

—Nunca he estado enamorada.

Caminaron un rato y él comprendió lo mucho que le había dicho… Nunca enamorada… De pronto parecía una hija de luz nada más. Su naturaleza parecía estar en otro plano, y él sólo anhelaba tocar la punta de su vestido con la misma veneración que debía haber tenido José del eterno significado de María. Pero de manera mecánica se oyó a sí mismo que decía:

—Te quiero, y la posible grandeza que pueda tener es… Ay, no puedo hablar; pero, Clara, si dentro de dos años estoy en situación de casarme contigo…

Ella sacudió su cabeza.

—No —dijo—, nunca me volveré a casar. Tengo dos hijos y me tengo que dedicar a ellos. Te quiero —como quiero a todo hombre inteligente y a ti más que a nadie—, pero me conoces lo bastante para saber que nunca me casaré con un hombre inteligente… —se detuvo repentinamente—: ¡Amory!

—¿Qué?

—Tú no estás enamorado de mí. Tú no quieres casarte conmigo, ¿no es cierto?

—Era el crepúsculo —dijo pensativo—. No sabía que estaba hablando en voz alta. Pero te quiero, te adoro…

—Así haces tú: desplegando en cinco segundos todo tu catálogo de sentimientos.

El sonrió sin querer.

—No me tomes como si fuera superficial, Clara; a veces eres deprimente.

—No he pensado nunca que fueras superficial —dijo Clara con intención, cogiéndole del brazo y abriendo sus ojos; él podía sentir su bondad en el evanescente atardecer—. El hombre superficial es una nulidad.

—Hay mucha primavera en el aire; y mucha dulzura en tu corazón.

Ella soltó su brazo.

—Ahora estás bien y yo me siento en la gloria. Dame un cigarrillo. Nunca me has visto fumar, ¿verdad? Sólo lo hago una vez al mes.

Y entonces aquella muchacha encantadora y Amory echaron a correr hasta la esquina como dos chicos traviesos embriagados por el pálido azul del atardecer.

—Mañana me voy al campo —anunció ella, mientras recobraba el aliento, más allá de la luz del farol—. Son unos días demasiado buenos para perderlos, aunque quizá se disfrutan más en la ciudad.

—Ay, Clara —dijo Amory—, hubieras sido un demonio si el Señor llega a modelar tu alma de otra manera.

—Puede ser —respondió ella—, pero creo que no. Nunca pierdo los estribos. Esa pequeña expansión era pura primavera.

—Y tú también lo eres —dijo él.

Iban paseando.

—No, te vuelves a equivocar. ¿Cómo puede una persona de tan reconocido talento equivocarse tanto conmigo? Soy lo más opuesto a la primavera. Es una desgracia que me parezca tanto a lo que tanto gustaba al viejo escultor griego; porque te aseguro que si no fuera por mi cara podría haber sido una monja tranquila en un convento sin… —se interrumpió y echó a correr y su voz llegó flotando hasta él— mis preciosas criaturas; tengo que ir a verlas.

Era la única mujer que conoció de la que podía comprender que prefiriese a otro nombre. A menudo se encontraba con esposas a las que había conocido de debutantes y a las que, tras mirarlas con mucha atención, imaginaba que en su cara había algo que decía: ¡Oh, si te hubiera podido atrapar! ¡Oh, la enorme vanidad del hombre!

Pero aquella era una noche de estrellas y canciones, y el alma brillante de Clara iluminaba los caminos por donde pasaba.

Dorado, dorado es el aire —cantaba él a los charcos—. Dorado es el aire, doradas notas de doradas mandolinas, dorados sonidos de dorados violines, pureza, oh, cansada pureza…, esas madejas en trenzados cestos que los mortales no pueden llevar. Oh, ¿qué joven dios extravagante —quién lo podrá preguntar— es el dueño de ese oro…?

Amory, resentido

Lenta e inevitablemente, pero con un violento estertor final, y mientras Amory seguía hablando y soñando, la guerra llegó hasta las playas para bañar las arenas donde Princeton jugaba. Todas las noches, el gimnasio resonaba con los ecos de los pelotones que barrían el piso y borraban las líneas del básket. En el siguiente fin de semana fue a Washington, donde captó el espíritu de crisis, que se convirtió en repugnancia en el coche-cama de vuelta, con todas las literas ocupadas de malolientes extranjeros, griegos, suponía, o rusos. Pensaba en cuánto más fácil era el patriotismo en una raza homogénea, cuánto más fácil hubiera sido luchar como lucharon las colonias o como luchó la Confederación. No pudo dormir en toda la noche, desvelado por las carcajadas y ronquidos extranjeros que llenaban el coche con el acerbo aroma de la más reciente América.

En Princeton todo el mundo bromeaba en público; y en privado, se decían a sí mismos que, al menos, sus muertes serían heroicas. Los estudiantes de literatura leían a Rupert Brooke apasionadamente; los amanerados se preocupaban de si el Gobierno permitiría el corte a la inglesa en el uniforme de los oficiales; y unos pocos recalcitrantes escribían a oscuros servicios del Departamento de Defensa, tratando de conseguir un puesto fácil y una cama blanda.

Al cabo de una semana Amory vio a Burne y comprendió al instante que toda discusión era inútil; Burne se había decidido por el pacifismo. Las revistas socialistas, un conocimiento muy superficial de Tolstoi y su vehemente anhelo por una causa que le absorbiera todas sus fuerzas, le habían empujado finalmente a predicar la paz como un ideal subjetivo.

—Cuando entró el ejército alemán en Bélgica —empezó—, si todos los habitantes hubieran seguido dedicándose pacíficamente a sus asuntos, el ejército alemán se habría desorganizado…

—Ya lo sé —interrumpió Amory—. Ya he oído eso, pero no quiero hacer propaganda contigo. Es posible que tengas razón, pero hacen falta cientos de años para que la no-resistencia sea una realidad tangible.

—Pero escucha, Amory…

—Burne, ya hemos discutido…

—Muy bien.

—Sólo una cosa: no te pido que pienses en tu familia o en tus amigos, porque ya sé que, frente a tu sentido del deber, te importan una higa; pero, Burne, ¿cómo sabes que las revistas que lees, las sociedades que visitas y los idealistas que frecuentas no son «alemanes»?

—Algunos lo son, naturalmente.

—¿Cómo sabes que no son germanófilos? Todos son unos débiles con nombres judíos y alemanes.

—Es posible, desde luego —respondió con tranquilidad—. Yo no sé si mi postura se debe mucho o poco a la propaganda que he oído; pero pienso que es mi convicción más íntima, como un camino que tengo que recorrer.

Amory se sintió desfallecer.

—Pero piensa en el negocio que haces; nadie te va a martirizar por ser pacifista, pero te dejarán de lado con lo peor…

—Lo dudo —interrumpió.

—Todo eso me huele a la bohemia de Nueva York.

—Ya sé lo que quieres decir; por eso no estoy seguro de dedicarme a la agitación.

—No eres más que un hombre, con todo lo que Dios te ha dado, decidido a predicar en el desierto.

—Eso es lo que debía pensar Esteban hace muchos años, pero hizo su prédica y le asesinaron. Probablemente cuando estaba muriendo pensó que había perdido el tiempo. Pero ya ves, siempre he creído que fue la muerte de Esteban lo que se le apareció a Pablo en el camino de Damasco y le indujo a predicar la palabra de Cristo por todo el mundo.

—Sigue.

—Eso es todo, ese es mi deber particular. Aunque esté en lo cierto, no soy más que un peón que se puede sacrificar. ¡Dios! ¡Amory, no irás a creer que a mí me gustan los alemanes!

—No tengo nada más que decir; la lógica de la no-resistencia termina, como el tercio excluido, con el gran espectro del hombre tal como es y tal como siempre será. Un espectro que está entre la necesidad lógica de Tolstoi y la necesidad lógica de Nietzsche —Amory se interrumpió repentinamente—. ¿Cuándo te marchas?

—La semana que viene.

—Te veré antes.

Al alejarse, le pareció a Amory que su cara guardaba un gran parecido con la de Kerry, cuando se despidieron bajo Blair Arch dos años antes. Amory se preguntaba con gran pesadumbre por qué él no podía dedicarse a nada con la misma entereza que aquellos dos.

—Burne es un fanático —le dijo a Tom—, y me inclino a pensar que se equivoca; no es más que un peón en manos de anarquistas y agitadores germanófilos; pero me obsesiona; abandonar así todo lo que vale la pena…

Burne se fue a la semana siguiente, de una manera tranquila y dramática. Vendió todos sus haberes y entró en la habitación para decir adiós; tenía una bicicleta desvencijada con la que pensaba llegar hasta su casa en Pensilvania.

—Pedro el Ermitaño se despide del Cardenal Richelieu —dijo Alec, recostado en el asiento de la ventana mientras Burne y Amory se daban la mano.

Pero Amory no estaba para bromas; y, al contemplar las largas piernas de Burne pedaleando en su ridicula bicicleta hasta perderse de vista más allá de Alexander Hall, comprendió que iba a pasar una semana muy mala. No era que despreciase la guerra —Alemania representaba para él todo lo repugnante, desde el materialismo, hasta el uso licencioso de una fuerza tremenda—, sino que la cara de Burne permanecía en su memoria, al tiempo que empezaba a sentirse enfermo de la histeria que le rodeaba.

—¿De qué sirve lanzar pestes contra Goethe? —preguntaba a Tom y Alec—. ¿Para qué escribir libros que demuestran que él empezó la guerra? ¿O que ese estúpido y supervalorado Schiller es un demonio disfrazado?

—¿Has leído algo de ellos? —preguntó astutamente Tom.

—No —confesó Amory.

—Ni yo tampoco —contestó riendo.

—La gente gritará —dijo Alec con calma—, pero Goethe seguirá en la misma estantería de la biblioteca, ¡para aburrimiento de todo el que quiera leerle!

Amory se rindió y cambiaron de tema.

—¿Y tú qué vas a hacer, Amory?

—Infantería o aviación, todavía no me he decidido; detesto la mecánica, pero me parece que la aviación es lo que me corresponde.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Tom—. Infantería o aviación; la aviación parece lo más romántico de la guerra, como antes la caballería; pero, igual que Amory, no sé distinguir un caballo de vapor de una biela.

Algo del desagrado de Amory por su propia falta de entusiasmo culminó en un intento de cargar las culpas de la guerra sobre la generación precedente…, toda la gente que había aplaudido a Alemania en 1870…, todos los rampantes materialistas, los idólatras de la ciencia y la eficiencia germánicas. Y cuando en una clase de inglés oyó el
Locksley Hall
cayó en una sombría meditación sobre el desprecio que le inspiraba Tennyson y todo lo que representaba, porque para él era como un portavoz de todos los Victorianos.

Victorianos, Victorianos, que no aprendisteis a llorar,

sembrasteis la amarga cosecha que habían de recoger vuestros hijos…

garabateó Amory en su cuaderno. La lección se refería a la solidez de Tennyson, y cincuenta cabezas abatidas tomaban notas. Amory emborronó una nueva hoja.

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