'48 (25 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: '48
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Aprovechando la distracción de Stern, yo me di la vuelta y busqué la funda de la pistola en el forro de la cazadora. Acababa de asir la empuñadura del Colt, cuando la puerta hacia la que miraba
Cagney
se abrió de par en par.

Capítulo 14

Lo primero que pensé fue en pegarle un tiro al alemán; lo segundo, en tirarme al suelo para evitar los disparos.

Menos mal que los Camisas Negras no disparaban a matar; tan sólo querían asustarnos para atraparnos. El espejo que había detrás de mí se hizo añicos, y el salón se llenó de ráfagas de metralleta y de los gritos de las chicas. Yo rodé por el suelo hasta la gran columna central mientras las balas partían las velas que había en la mesa. Una lámpara de queroseno explotó ruidosamente en una esquina, y el aire se llenó de astillas. Me incorporé sobre una rodilla y vi cómo
Cagney
escapaba hacia el salón de al lado. Bien hecho, pensé mientras me asomaba para disparar contra el Camisa Negra que estaba causando mayores estragos. Pero el secuaz de Hubble estaba esperando que yo hiciera precisamente eso, y envió una lluvia de balas contra la columna que me obligó a ocultarme de nuevo. Permanecí a cubierto, intentando ganar tiempo mientras las balas desgarraban las cortinas y hacían añicos los cristales de las ventanas. De repente, cesaron los disparos y, con ellos, los gritos y los chillidos. Suponiendo que habrían vaciado los cargadores, rodeé el pilar con el brazo de la pistola extendido y busqué mi objetivo.

Una inmensa nube de humo cubría el salón, mezclándose con el olor de la cera y el queroseno de las lámparas. Pero había algo más: el hedor de los intrusos. Esa pestilencia putrefacta que los acompañaba allá donde fueran, como si de una especie de aura hedionda se tratase. Cissie estaba hecha un ovillo al lado de la mesa y Potter se encontraba de rodillas junto a ella, mientras que Muriel, que había retrocedido hasta la pared, estaba de pie, paralizada. Stern, por su parte, tenía las manos en alto, en actitud de rendición. Los Camisas Negras se apelotonaban delante de la puerta, vestidos con sus soeces atuendos negros, apuntando hacia todos los rincones del salón; realmente, no era una visión nada esperanzadora. El más adelantado estaba intentando introducir un nuevo cargador en su metralleta Sterling. Yo me moví con rapidez. Sabía que no podía enfrentarme a todos ellos con un simple Colt; sólo teníamos una posibilidad, y no era muy buena que digamos. Salté sobre la mesa, tirando las copas de brandy y las tazas de café, confiando en que la enfermedad que corría por las venas de los Camisas Negras les impidiera reaccionar a tiempo. Me deslicé hasta donde estaba Stern, salté al suelo, le rodeé el cuello con un brazo y apreté el Colt contra su sien.

—¡Quietos! —grité con todas mis fuerzas, intentando que no me temblara demasiado la mano con la que sujetaba el Colt. Después puse al alemán delante de mí, utilizándolo como escudo.

Los cinco o seis Camisas Negras que ya habían entrado en el salón me apuntaron a la vez. El de la Sterling acabó de introducir el nuevo cargador y levantó la metralleta a la altura del pecho; las manos le temblaban todavía más que a mí.

—Os juro que lo mataré si os movéis —grité como advertencia.

Stern apenas podía respirar, ni mucho menos hablar, pero, aun así, intentó decir algo.

—¡Cállate, maldito nazi! —le susurre al oído—. Ya veo que encontraste a tus amigos fascistas al salir del hotel esta mañana.

Stern intentó liberarse, pero yo lo tenía bien sujeto. Apreté el Colt todavía más fuerte contra su sien. La tentación de matarlo ahí mismo era casi irresistible, pero lo necesitaba como rehén, todos lo necesitábamos.

—¡Atrás! ¡He dicho que no os mováis! —grité mientras seguían entrando Camisas Negras en el salón. Aun así, fui yo el que retrocedió, llevándome mi escudo protector conmigo. No me gustaba la locura que veía en los ojos de los Camisas Negras, pero supongo que a ellos tampoco les gustó lo que vieron en los míos, porque, finalmente, se detuvieron, dando paso a una especie de tregua.

—Como deis un solo paso más —les advertí—, os juro que usaré los sesos de vuestro amigo alemán para decorar las paredes.

Había decidido deshacerme primero del de la Sterling y después de los dos matones que había a su lado, con sendas pistolas en la mano. Y entonces, mientras el resto de los Camisas Negras corrieran a ponerse a cubierto, acabaría con Stern. Sólo los dioses sabían lo que pasaría después. Lo único que sabía yo era que no iba a permitir que me atraparan vivo. Al notar que yo cambiaba el peso de pierna, el alemán se puso todavía más tenso, como si pudiera adivinar mis intenciones.

—Si eso lo hace feliz, señor Hoke, por mí puede matar a nuestro supuesto amigo alemán cuando le plazca.

Aunque sólo la había oído una vez, en un programa radiofónico de la BBC al principio de la guerra, supe inmediatamente a quién pertenecía la voz que llegaba desde la puerta del comedor. Eso sí, me sorprendió que supiera mi nombre; hasta que me di cuenta de que, evidentemente, lo había aprendido ese mismo día, cuando se lo había dicho el traidor al que yo tenía sujeto por el cuello.

Los Camisas Negras se apartaron para dejar paso a su líder, y sir Max Hubble no tardó en aparecer, apoyando una mano en su bastón y la otra en el brazo de McGruder. Ni siquiera la escasez de luz conseguía suavizar su horrible aspecto. Una de las chicas, creo que fue Cissie, no pudo contener un pequeño grito al verlo entrar. Hubble dio un par de pasos más y se detuvo.

—Y bien, ¿va a matar a ese hombre o no, señor Hoke? —Su voz aguda tenía un tono burlón, como si estuviera disfrutando de la situación; puede que le gustaran los faroles.

Pero yo no tenía nada que perder.

—Como no se vayan todos sus hombres inmediatamente, le aseguro que lo mataré.

Stern intentó soltarse, mientras decía algo que yo no logré entender, pero lo sujeté con fuerza.

—Si lo prefiere, nosotros podemos ahorrarle las molestias —dijo Hubble, y sus azulados labios dibujaron una sonrisa bajo su bigote. Después le hizo un gesto con la cabeza a uno de sus matones. Obedeciendo, el Camisa Negra levantó su pistola y apuntó a la cabeza de Stern.

«Está bien, adelante», pensé, pero luego vi que empezaba a apretar el gatillo.

—Joder —suspiré entre dientes.

—¡No!

Fue Muriel quien gritó justo antes de interponerse entre nosotros y los Camisas Negras.

—Me dijo que no le haría daño a nadie. Me lo prometió.

Estaba mirando a Hubble.

Yo no podía creer lo que estaba viendo. La pistola me tembló en la mano mientras miraba atónito la espalda de Muriel. Cissie estaba mirando boquiabierta a su amiga.

—Eso sólo depende del señor Hoke —dijo Hubble—. Puede soltar la pistola y rendirse o puede obligarnos a que matemos al hombre que está agarrando antes de dispararle a él. A mí me es indiferente, pues ya no necesitamos su sangre.

Cissie golpeó la mesa con el puño.

—¿Has sido tú? —le gritó a Muriel—. ¿Nos has traicionado tú? Dios mío, Muriel, ¿cómo has podido?

Muriel palideció al tener que enfrentarse a su amiga.

—El padre de la señorita Drake y yo éramos buenos amigos —explicó Hubble al tiempo que giraba el cuerpo entero hacia Cissie—. Compartíamos los mismos principios, los mismos ideales. ¿Qué tiene de sorprendente que la hija de lord Drake comparta esos mismos valores?

Tengo que reconocer que nunca he sido muy propenso a la charlatanería. Y, después de tres años sin apenas hablar, con la excepción de ese último par de días, no se me ocurrió nada que decir. Y, en cualquier caso, qué importaba lo que yo pudiera decir: ya sabía todo lo que tenía que saber.

Empujé a Stern hacia un lado y le hice un agujero en plena garganta al Camisa Negra que nos apuntaba con su pistola; él tenía que ser el primero, pues era el que menos tardaría en disparar. Me habría encantado encargarme de Hubble a continuación, pero Muriel estaba en medio y, por mucho que la odiara, mis buenos modales no me permitían disparar a una mujer por la espalda, así que me tuve que conformar con disparar al Camisa Negra de la Sterling. Aunque sólo le di en el brazo, eso bastó para hacerlo gritar como un búho de granja antes de desplomarse encima de los tres compañeros que tenía detrás. Aproveché el desorden que se produjo para saltar hasta Cissie y empujarla hacia un lado. Después volví a disparar contra el enemigo.

Cuando Cissie gritó para avisarme que estaban entrando más Camisas Negras por la puerta del salón Princesa Aída, me di cuenta de que, realmente, no teníamos escapatoria. Aunque pudiera confiar en mi Colt y en mi velocidad, no podía disparar contra todos al mismo tiempo y no tenía ningún sitio hacia donde correr.

Algo, sólo Dios sabe qué, me golpeó en la frente y caí al suelo como un peso muerto. Un segundo después, estaba recibiendo patadas y culatazos de fusil. Alguien me arrancó el Colt de la mano, y la cabeza se me llenó de brillantes explosiones mientras oía unos gritos en la distancia.

No tenía elección. Me retiré a mi propio refugio de paz, dejando que las luces retrocedieran hasta dar paso a una oscuridad absoluta. Realmente, era una oscuridad agradable, muy agradable.

Capítulo 15

Me despertó un dolor repentino, aunque no era demasiado intenso. El segundo golpe —o tal vez el tercero o el cuarto— me hizo abrir los ojos. Como no me gustó lo que vi, volví a cerrarlos, pero una nueva bofetada, esta vez en la otra mejilla, me convenció de que era preferible mantenerlos abiertos. Aun así, parpadeé varias veces, en parte porque la luz me hacía daño en los ojos y en parte porque no podía creer lo que estaba viendo.

Varios candelabros de gran tamaño colgaban del techo y había numerosas lámparas de pie esparcidas por el salón. Pero, como si eso no bastara, también entraba luz por la puerta que daba al comedor con vistas al río y por el vestíbulo de la entrada principal del Savoy. Por un instante, pensé que estaba soñando y que, en mi sueño, el hotel había recuperado su antiguo esplendor, pero entonces vi los cadáveres, recostados sobre elegantes sillas cubiertas de polvo y tumbados de cualquier forma en el suelo enmoquetado, apartados a un lado junto a los muebles, como un bulto cualquiera, para dejar un gran espacio libre en el centro del salón. Los Camisas Negras seguían ocupados aumentando el espacio libre, moviendo las mesas bajas y las sillas, volcando las vajillas, amontonando más cadáveres junto a las paredes, apartando a patadas los que ya estaban en el suelo, sin importarles que las calaveras rodaran lejos de sus cuerpos.

Miré al Camisa Negra que me había golpeado y gruñí con repugnancia al ver sus ojos de muerto, la sangre seca pegada en sus pestañas y sus párpados oscuros y las llagas que cubrían su rostro, azulado por la oxigenación insuficiente de la sangre. El hombre me sonrió, mostrándome sus encías ensangrentadas. Al intentar golpearlo, me di cuenta de que tenía las muñecas atadas a los mullidos brazos de una de esas sillas cómodas y elegantes al mismo tiempo en las que las clases privilegiadas solían tomar el té o los aperitivos previos a la cena.

Yo empezaba a recuperar el pleno dominio de mis sentidos y, al ver que me habían roto la camisa para dejar el brazo y el hombro izquierdo al descubierto, empecé a sospechar lo que estaba ocurriendo. De repente, me invadió el pánico y forcejeé por liberarme. El matón que tenía delante se limitó a mirarme, riéndose de mis esfuerzos. Finalmente, dejé de luchar contra mis ataduras al ver a Stern, a Cissie y a Potter de rodillas en el suelo, a pocos metros de donde estaba yo, rodeados por un grupo de Camisas Negras con cuchillos y pistolas. Y, entonces, apareció Hubble, decrépito, descendiendo por la escalinata enmoquetada que continuaba hasta el vestíbulo con la ayuda de McGruder y otro de sus secuaces. Al verme, intentó sonreír, pero sus labios sólo dibujaron una pequeña mueca torcida.

—Realmente, son unos candelabros bellísimos —comentó mientras se acercaba, sin apartar del techo sus ojos inyectados de sangre—. Hacía mucho tiempo que no presenciaba tal esplendor. Demasiado tiempo. —Hizo una breve pausa para observar a los prisioneros arrodillados en el suelo y asintió, como si estuviera satisfecho con el número de cabezas, antes de seguir arrastrando los pies hacia mí. Detrás de él, Muriel empezó a descender por la escalinata con un falso ademán de orgullo, como si tuviera que esforzarse por mantener la cabeza erguida mientras eludía la mirada acusatoria de Cissie. A pesar de los ruegos de su amiga, ni siquiera se detuvo un momento al pasar junto a ella.

Hubble se acercó a mí y apoyó ambas manos en su bastón, aferrándose al mango con unos dedos tan ennegrecidos que parecían garras. Sus dos ayudantes permanecieron cerca de él por si era necesaria su ayuda. Hubble temblaba como un viejo y olía como un cadáver.

Aun así, inclinó el cuerpo hacia atrás para admirar una vez más el esplendor de los candelabros antes de recorrer el salón con la mirada, entornando los ojos, como si no quisiera ver los cadáveres.

—Realmente, si uno no se fija demasiado en los detalles podría parecer que el Savoy ha recuperado su viejo esplendor —musitó. El tono agudo de su voz era tan débil como sus huesos. Al verlo ahí de pie, rodeado de cadáveres, doblado sobre su bastón con su uniforme negro y la piel colgándole del cuello como un saco vacío, me recordó a un buitre, un buitre demasiado viejo. Pero él continuó hablando, como si realmente estuviera disfrutando de la escena—. Incluso después de todos estos años, mis hombres sólo han tardado veinte minutos en poner en marcha el viejo generador del hotel. Me sorprende que no intentara hacerlo usted mismo, señor Hoke. Aunque, claro, supongo que no desearía llamar la atención sobre su paradero.

Resultaba difícil entenderle; era como si estuviera hablando desde otra habitación. Pese a ello, merecía una respuesta.

—Viejo loco… —empecé a decir.

Pero él levantó una mano temblorosa para hacerme callar, y tengo que reconocer que obedecí. ¿Qué demonios podía decirle yo que él no supiera de sobra?

Se volvió hacia mí y acercó su cabeza a la mía; el hedor de su aliento me dio náuseas.

—Resulta extraño, ¿verdad? —dijo respirando con dificultad—. Todo este tiempo persiguiéndolo, y nunca hemos tenido la oportunidad de hablar entre nosotros.

—No creo que tengamos muchas cosas en común —le contesté intentando inspirar el menor aire posible.

A esas alturas, Muriel ya se había unido a nosotros.

—Estarás contenta, ¿no? —le dije—. Te habrás divertido vendiéndonos a estos nazis de pacotilla, ¿no? Aunque claro, como suele decirse, de tal palo, tal astilla.

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