'48 (35 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: '48
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Por alguna extraña razón, ya no estaba temblando. Casi no había dormido la noche anterior y, mientras esperaba a que amaneciera pensando en todo lo tenía que hacer, las manos me habían empezado a temblar y la garganta se me había contraído hasta el punto de dificultarme la respiración. Además, la boca se me había secado mientras un terror tan intenso que casi resultaba físicamente doloroso se apoderaba de mí. Finalmente, incapaz de seguir esperando, me había levantado cuando todavía estaba oscuro y había empezado con los preparativos. Pero en ese momento, después de todo el ajetreo de las primeras horas de la mañana, ya no me temblaban las manos ni tampoco tenía la boca seca. Estaba resuelto a seguir adelante, como poseído por una oscura frialdad que ahogaba cualquier otro sentimiento. Por supuesto, tenía miedo; pero, por primera vez en tres años, sentía que era yo quien controlaba la situación.

Tras una última inspección visual de la vieja fortaleza y sus alrededores, me puse en marcha.

Capítulo 24

Mientras bajaba por la cuesta adoquinada hacia la entrada principal de la fortaleza me acordé de la primera vez que había visitado la Torre de Londres, en 1943. Este monumento turístico había estado cerrado al público durante la guerra; pero, en un esfuerzo de relaciones públicas, el gobierno británico había permitido a las tropas aliadas el acceso a los principales monumentos del país; yo tan sólo había sido uno de los miles de militares norteamericanos destinados en Inglaterra que habían visitado la Torre de Londres durante la guerra. Yo había acudido con un pequeño grupo de aviadores, una media docena si no recordaba mal. Dos de ellos eran ingleses y teníamos un guía, uno de esos alabarderos con túnica escarlata, para nosotros solos. Recordaba que el hombre había disfrutado hablando de la historia y las tradiciones de su país, aunque yo ya había olvidado la mayoría de las cosas que nos había contado. Eso sí, todavía me acordaba bastante bien de la distribución de la fortaleza y tenía alguna noción de los acontecimientos gloriosos, y también infames, que habían tenido lugar entre sus muros. La noche anterior, mientras pensaba en ello, me había parecido raro que Hubble y sus secuaces hubieran establecido su cuartel general en la fortaleza, cuando tenían cientos de sitios mucho más lujosos y confortables donde elegir, aunque finalmente me había dado cuenta de que la Torre de Londres, con todas sus asociaciones históricas y aristocráticas, se ajustaba perfectamente a la imagen que Hubble tenía de sí mismo. Hubble se veía a sí mismo como el elegido para liderar la nueva civilización, como el señor supremo del nuevo mundo o, si lo preferís, como el líder militar del nuevo orden. ¿Por qué, si no, los uniformes militares y su ejército de pacotilla? ¿Y qué mejor cuartel general para un nombre así que la fortaleza de Guillermo el Conquistador? Además, había habitaciones suficientemente cómodas detrás de esos muros, y no me cabía ninguna duda de que sir Max se habría quedado con la mejor. La calle que descendía por la colina estaba llena de cadáveres y vehículos abandonados, algunos de ellos militares. Cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasé junto a los restos de un caballo que seguía sujeto al carro del que tiraba cuando murió. Del caballo sólo quedaban los huesos, y la parte de atrás del carro, que seguía lleno de cajones de pescado, estaba apoyada contra uno de esos pivotes de hierro que flanqueaban la bajada. Al fijarme en esos pequeños cañones franceses capturados durante las guerras napoleónicas, iguales que el del callejón de Tyne Street, me acordé de que nuestro elegante guía nos había contado que los carreteros del mercado de pescado de Billingsgate solían apoyar sus carros contra esos cañones cuando sus caballos necesitaban un descanso, antes de seguir subiendo la pesada carga por la cuesta. Del carretero no quedaba ningún rastro, pero era evidente que alguien había intentado vaciar el contenido de las cajas que había sobre la carreta, pues estaban llenas de muescas y arañazos. Seguí andando; pero, al mirar hacia atrás, de repente comprendí lo que había pasado: al no poder acceder al pescado que había dentro de los cajones, los pájaros —tenían que haber sido pájaros por las marcas que había en la madera—, enloquecidos, se habían comido al caballo. Pero ¿qué tipo de pájaro podría rebañarle la carne a un animal de ese tamaño hasta que sólo quedaran los huesos? Pensé en la gaviota solitaria que había visto hacía unos minutos y seguí imaginándome distintos tipos de pájaros hasta que la cuesta empezó a perder inclinación delante de las grandes verjas de acceso al recinto de la fortaleza.

Permanecí unos segundos mirando a mi alrededor, atento a cualquier indicio de vida, antes de atravesarlas. Lo lógico habría sido encontrar un centinela en el puesto de vigilancia con el escudo real esculpido en piedra sobre el arco, pero no vi ni oí a nadie. Aunque, claro, a Hubble nunca se le pasaría por la cabeza que alguien pudiera invadir su fortaleza.

Cogí la metralleta Sten que llevaba colgada al hombro.

Apuntando hacia adelante, seguí avanzando. Me sentía demasiado vulnerable, ahí, al descubierto, pues podrían estar apuntándome desde cualquiera de las troneras de las murallas.

Bajo el arco blasonado, el aire era algo más fresco, pero eso no evitó que siguiera sudando mientras observaba el puente de piedra que atravesaba el foso. La robusta puerta de madera que había al fondo estaba abierta de par en par, aunque atravesarla no resultaba nada tentador. Al inclinarme sobre el foso sin agua, no pude evitar fruncir el ceño. Durante la guerra, el personal de la Torre de Londres había convertido el foso en un gran huerto para tener verduras frescas, pero ahora el huerto estaba desatendido, cubierto de maleza y agostado por el sol de verano. Si los Camisas Negras realmente se habían instalado allí, habría sido de esperar que hubieran seguido cuidando esa valiosa fuente de alimentos frescos. Aunque estuvieran enfermos, o precisamente por eso, necesitaban comer. De repente, me invadieron las dudas. ¿Acaso me habría equivocado? ¿Se estaría refiriendo Hubble a otra cosa cuando había hablado de su «castillo»? ¿Serían sus palabras una mera metáfora de su grandioso concepto de sí mismo? Desde luego, allí no había ningún indicio de vida, ningún sonido que interrumpiese el abrumador silencio de la ciudad vacía. ¿Me habría equivocado?

Y, entonces, vi una mancha roja en el foso. Y otra. Y otra más, aunque apenas se distinguían entre la tupida vegetación. Aunque las había de distintos colores, las manchas rojas sólo podían ser una cosa: los uniformes de los antiguos guardianes del castillo, las túnicas escarlatas de los alabarderos. No era difícil imaginar lo que había ocurrido.

Al instalarse en la fortaleza, los nuevos inquilinos habían arrojado al foso los cadáveres que habían encontrado en el interior. Los menos visibles eran los soldados, con sus uniformes caquis, y los hombres, mujeres y niños que estaban visitando el museo cuando habían caído los cohetes, vestidos con las típicas prendas de colores apagados de tiempos de guerra. A los Camisas Negras no les importaban las verduras del huerto: tenían toda la comida de Londres a su disposición. Así que habían convertido el huerto en una gran fosa común.

No, no me había equivocado. Aquél era el refugio de los Camisas Negras.

Abandoné las sombras del arco, corrí hasta la puerta de madera que había al otro extremo del puente y entré en la fortaleza de Hubble.

Una vez dentro, avancé con cautela, protegiéndome en las sombras. A mi izquierda estaba la pequeña calle conocida como Mint Street, donde, en los viejos tiempos, incluso se había llegado a acuñar moneda propia. Por lo que recordaba, esa calle también conducía a las diminutas y pintorescas habitaciones donde vivían los carceleros de la torre y sus familias. Delante de mí estaba Water Lane. La irregularidad de sus adoquines me recordó que, cuando las cosas se calentaran, debía tener cuidado para no volver a torcerme el tobillo. En la esquina donde se juntaban las dos calles había una torre con un campanario, y las aberturas de sus gruesos muros me hicieron sentir vulnerable nuevamente; era fácil imaginarse a los tiradores observándome desde detrás de esas aberturas, esperando el mejor momento para disparar. Crucé la intersección corriendo agachado y no me detuve hasta dejar atrás la torre. Seguí avanzando por Water Lane, atento a cualquier sonido, a cualquier movimiento entre las sombras, hasta que llegué a la puerta por la que se descendía hasta la Puerta de los Traidores. Por esta entrada, situada al nivel del río, habían llegado en barco a la fortaleza tanto criminales y proscritos como grandes dignatarios. Los rayos de sol atravesaban los barrotes de la enorme reja y se reflejaban en las quietas aguas, bajo un enorme arco que soportaba una estructura de madera con varias ventanas.

Corrí en busca de la protección del pasadizo que se abría debajo de la Torre Sangrienta; desde luego, el nombre resultaba apropiado. Al llegar al final del pasadizo subterráneo, me apoyé en una rodilla para inspeccionar el terreno.

Un ancho camino, flanqueado por árboles sin podar que ofrecían una agradable sombra y una amplia extensión de césped, ascendía hasta la gran estructura cuadrangular conocida como la Torre Blanca. Al final de los últimos escalones del camino, la legendaria torre, de unos treinta metros de altura, se perfilaba contra el cielo, coronada por la vieja bandera que yo había visto desde la colina. A mi izquierda había un gran muro gris con una estrecha abertura por la que se accedía, mediante una escalera, al siguiente nivel. Yo recordaba que, en ese nivel, detrás del muro, había dos filas anejas de casas blancas con vigas de madera. Una de ellas, la que se conocía como la Casa de la Reina, era la residencia oficial del gobernador de la Torre de Londres; ahí es donde esperaba encontrar a Hubble.

Estaba a punto de subir hacia esa escalera cuando vi algo moverse. Permanecí quieto, conteniendo la respiración, hasta que mis ojos encontraron las siniestras formas negras que se arrastraban entre la hierba, como oscuros asesinos acechando su presa. Respiré con alivio cuando una de ellas agitó las alas y remontó el vuelo. El gran pájaro se posó sobre un poste de madera y se puso a lanzar picotazos al aire al mismo tiempo que uno de sus compañeros se asomaba encima del gran muro gris. Eran los legendarios cuervos de la Torre de Londres. Siempre había habido al menos seis en la fortaleza, aunque para ello fuera necesario cortarles las alas, pues, según decía la tradición, el día en que hubiera menos de seis cuervos en la Torre de Londres, la monarquía inglesa desaparecería. Por lo visto, los cuervos habían seguido reproduciéndose después de la Muerte Sanguínea y, pese a que era común que los cuervos devorasen sus propios huevos, e incluso que los machos mataran a sus propias crías, era evidente que al menos dos de ellos habían logrado sobrevivir. Todo parecía indicar que, aunque hubieran dejado de recibir los cuidados de los guardianes de la torre, los cuervos no habían abandonado la fortaleza.

Ahora entendía lo que le había ocurrido al caballo que tiraba del carro; me alegré de no haberme detenido a examinar ninguno de los cadáveres humanos que había encontrado a mi paso. Pero eso me hizo pensar en otra cosa, en algo tan doloroso que las rodillas me Saquearon. Dejé caer la cabeza hasta tocarme el pecho con la barbilla. El recuerdo era como una pesadilla, como una de esas pesadillas que me acechaban cada noche. Vi la imagen, y el dolor que sentí fue tan intenso como el primer día: Sally, mi mujer, tumbada delante del modesto apartamento alquilado en el que vivíamos, con los ojos en blanco, muerta.

Y el dolor fluyó por mis ojos, mojándolos, impidiéndome ver con claridad. Me dejé caer de rodillas, con los hombros encorvados y la frente a escasos centímetros del suelo. Pero luché. Luché con todas mis fuerzas, hasta que conseguí volverme a levantar, sacudiendo la cabeza para intentar deshacerme de la imagen que estaba atrapada en su interior. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y volví a concentrarme en el presente. Después de todo, había ido a la Torre de Londres por Sally. Y también por Stern y por
Cagney
y por todas las otras víctimas de los Camisas Negras, aunque, sobre todo, había ido por mí mismo. Extrañamente, lo que me devolvió a la realidad fue pensar en
Cagney
, y no por lo que le habían hecho los Camisas Negras, sino por esos siniestros pájaros de la fortaleza, por lo que le habían intentado hacer a
Cagney
cuando lo había visto por primera vez, a pocos kilómetros de allí. Los cuervos que lo habían atacado procedían de este lugar, el mismo lugar donde ahora se refugiaban Hubble y sus secuaces. Agarré la metralleta con fuerza. Me habría gustado mandar a esos malditos carroñeros al infierno del que habían salido, hacerlos volar en mil pedazos, convertirlos en un amasijo de carne y plumas sin vida. Me habría gustado acabar con ellos ahí mismo, pues, en mi cabeza, ellos representaban a todas las alimañas, tanto animales como humanas, que habían convertido este mundo en lo que era. Me acordé de
Cagney
con las patas cubiertas de sangre en la puerta del número 26 de Tyne Street, pensé en todas las víctimas de la Muerte Sanguínea, que habían muerto a causa de la maldad y el odio de otros hombres, pensé en esos malditos bastardos que deambulaban por la ciudad como si fueran los amos de las calles, sembrando el mundo de muerte y destrucción, pensé en… Apunté al cuervo que había sobre el poste, deseoso de acabar con él y con todo lo que representaba, pero, en el último momento, cuando ya estaba acariciando el gatillo, recuperé el control de mí mismo. Yo no había ido allí a matar a esas criaturas negras, sino a otras distintas.

Sin esperar más, salí del pasadizo, avancé hasta el muro gris y empecé a subir los enmohecidos escalones de piedra. Justo antes de llegar al final, me puse en cuclillas y estudié con atención el patio abierto y las casas blancas que había detrás. No había señales de vida, tan sólo dos viejos camiones cisterna aparcados de cualquier manera delante de las casas. Pero eso me dijo todo lo que necesitaba saber: las viejas cañerías no habían podido resistir a los dos últimos inviernos, así que los nuevos moradores de la fortaleza se habían visto obligados a improvisar un método alternativo de suministro de agua. Esperé unos minutos, para asegurarme de que todo estaba tranquilo, antes de levantarme.

Pero, justo cuando lo estaba haciendo, una figura vestida de negro apareció a mi izquierda, al final de la hilera de casas. Debía de estar subiendo por una de las escaleras que llevaban a las torres de las murallas, pues primero le vi la cabeza y, después, los hombros y el resto del cuerpo. Me oculté en las sombras, y debí de hacerlo a tiempo, pues no oí ningún grito de alarma, tan sólo el taconeo de las botas. El hombre cruzó el patio desfilando, literalmente desfilando. Pasó junto al famoso tajo del verdugo y siguió hacia la Torre Blanca. Permanecí oculto unos segundos y volví a asomarme justo a tiempo para ver cómo el hombre desaparecía detrás de la Torre Blanca.

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