Alek tiene ya un plan para librarse del marrón de los colombianos, y el primer paso consiste en rescatar a Velasco. El Volvo llega a su destino: el garaje de un chalé en Alcorcón.
—¿Policía? Sí, llamo para denunciar el secuestro de uno de sus agentes. No es ninguna broma. Tome nota, que le digo el número de placa y la dirección exacta.
Alek da un par de detalles más para que quede claro que la llamada es en serio. «Los tipos que lo han secuestrado llevan un Volvo, apunte la matrícula también. Es la BDZ 234576». Cuelga el teléfono de la cabina y se aleja unos metros mientras espera el desenlace. La poli no tarda en llegar: dos Citroën Picasso con las sirenas en silencio. Llaman al videoportero. No hay respuesta. Los polis vuelven a insistir mientras uno de ellos telefonea con su móvil, intentando conseguir el permiso para poder entrar por las malas. No hace falta. A los pocos minutos, se abre la puerta del garaje y un tipo en una moto Honda y otros cuatro en el Volvo intentan huir. El de la moto consigue escapar. Va con el casco puesto pero Alek reconoce perfectamente esa Honda. Es un modelo tuneado, pintada con llamas: la CBR 1000 Fireblade de Georgi el búlgaro. Los del Volvo tienen peor suerte. Uno de los coches de la policía bloquea gran parte de la salida, el Volvo embiste con fuerza pero no tiene metros suficientes para coger impulso y abrirse camino, no puede salir. Los polis encañonan a las cuatro torres, los esposan y entran en la casa. Diez minutos más tarde, Alek puede ver a Velasco, con el albornoz ensangrentado, que entra por su propio pie en una ambulancia que acaba de llegar. La calle se ha llenado de curiosos y Alek se hace pasar por uno de ellos. Velasco lo ha visto, le mira a los ojos y hace un gesto con la mano, como si fuese un teléfono.
—Sí, mamonazo, tú y yo tenemos que hablar —murmura Alek.
La ambulancia enciende la sirena y arranca.
Velasco llega tarde.
—Qué pasa, tronco, cómo estás.
«¿Que cómo estoy, pedazo de hijo de puta?», piensa Alek.
—Bien, estoy bien. Siéntate, anda.
Son las doce del mediodía en una de las terrazas de la plaza de Olavide, en Madrid.
—Un par de cañas, por favor.
Ayer la conversación telefónica fue tensa y eso que solo hablaron del sitio y de la hora. Ninguno se fía. Los dos han venido con su pistola. El camarero sirve las cervezas mientras Velasco juguetea con una aceituna, el muy mamón, como si no hubiese pasado nada. Hay un silencio incómodo, al menos para Alek, que se pone a mirar la plaza para comprobar que nadie los espía. La terraza está casi vacía a esta hora. Todas las mesas están libres salvo una, en una esquina. Dos señoras con pinta de oficinistas fuman mientras se toman el almuerzo: Coca-Cola light con pincho de tortilla. Desde la terraza, Alek también puede ver el parque infantil que hay en la plaza: niños blanquitos juegan en los columpios mientras sus chachas latinoamericanas, algunas de ellas de uniforme, charlan, pasando de los niños. No hay nada sospechoso en toda la plaza salvo ellos dos. Sigue el silencio un rato más hasta que Alek rompe el hielo.
—¿Dónde coño están los nueve kilos?
—Tío, te juro que yo no... —habla Velasco sin siquiera mirarle a los ojos.
—Para, Velasco, para. Mira, no sigas. No me jodas más, que ya somos mayorcitos —interrumpe Alek.
—Vale, vale. Lo siento, pero ya no los tengo. Se los vendí a un pinche güey, al chavito Escalante.
—Pues tenemos que recuperarlos.
—¿Y cómo coño quieres que lo haga? Ni siquiera tengo ya la pasta. Alguien me la robó el otro día. —Velasco hace una pausa y por primera vez mira a Alek a la cara—. Por cierto, ya me han dicho que un tipo con acento extraño llamó al 091 para avisar de dónde estaba. Gracias por salvarme el culo.
—¿Sabes ya quiénes eran esos tíos?
—Georgi el búlgaro y cuatro más: los macarras de las puertas de los garitos de la Isabel Duro, unos mierdas. Pensaban que aún tenía la coca y querían darme el palo.
Alek se queda callado mientras juguetea con la pistola en su bolsillo. Acaricia el gatillo. Bang, estás muerto. Fantasea con disparar mientras mira a su antiguo socio en silencio.
—Tío, lo siento —dice Velasco con voz compungida.
—Mira, que no —explota Alek—. Que ya te he dicho que no me jodas más con tus gilipolleces. Te lo voy a dejar clarito. Esta es la última putada que me vas a hacer en tu puta vida porque después de que lo arreglemos no quiero volver a verte nunca más. ¿Te enteras? Que tengas claro que si el otro día te salvé el culo es porque tengo que recuperar lo de los colombianos.
—Vale, todo claro. —Velasco respira hondo. Ya sabe de qué va la reunión—. ¿Y yo qué gano?
—Pues dos cosas, tío. Que no te mate y que no les cuente a los colombianos quién coño les jodió. ¿Te parece poco?
—Vale, genio. ¿Y qué coño les vas a decir entonces? ¿Que la coca se la llevó Maradona?
Alek ya lo ha pensado, se ha pasado toda la noche dándole vueltas. Es la clave para que su plan funcione.
—No te preocupes por eso, que ya sé quién se va a comer este marrón. ¿A que cuando te fuiste de juerga dando el cante no estabas solo?
Después de la primera caña en la plaza de Olavide tomaron otra, y otra más. Velasco no volvió a intentar disculparse y con eso bastó para que Alek aparcase por un rato su cabreo y se centrase en pulir con su antiguo socio los detalles del plan para recuperar la cocaína y arreglar el lío con los colombianos. Tras varios dibujos en unas servilletas y algunas cervezas más, se fueron a comer a un italiano. Velasco intentó ligar con la camarera, Alek le rio las gracias y hasta se ocupó de pagar la cuenta.
Hacía mucho que no trabajaban juntos, más de seis años desde que el polaco gigantón decidiese abandonar la mala vida. Los dos habían cogido algo de peso desde aquella época, sobre todo Velasco, pero seguían siendo la pareja de hijos de puta más peligrosa de todo Madrid. Alejandro Escalante, el puto pinche güey, el chavito de Sinaloa, pronto tuvo oportunidad de comprobarlo.
—¡Ya, ya, carajo, párenle ya! Están pendejos. La violencia no lleva a nada.
Escalante sangra sobre el suelo del contenedor, está temblando y respira muy deprisa. Tiene la nariz reventada, las muñecas y los tobillos atados con cinta americana. Está empapado de gasolina.
—Violencia, dice el tío. —Alek habla pausado, exagerando su acento polaco—. Mira, chavito. A mí también me parece que tú estás siendo muy violento con nosotros. Te hemos pedido un favor muy educados y fíjate cómo estamos. Por tu culpa, que eres muy testarudo.
A Escalante lo cazaron saliendo del gimnasio. Un colega de Velasco les había contado que iba todos los días por allí. Esperaron en la puerta hasta que el chavito salió, sudado después de las pesas y la cinta de correr. Era una calle tranquila, así que bastó con que Velasco se acercase por detrás, le apuntase con su pistola en las costillas, le agarrase del brazo y le dijese un educadísimo «hola, ¿te acuerdas de mí?» para que Escalante accediese a subir a la parte de atrás del todoterreno. Allí lo esperaba Alek, que se ocupó de atarlo y amordazarlo con cinta americana para que fuese calladito hasta ese contenedor abandonado, a cuarenta minutos de Madrid.
—Tronco, vamos a acabar esto ya, que estamos perdiendo el tiempo con este imbécil. Es tan gilipollas que prefiere morirse antes que decirnos dónde está la farla, hay que joderse —dice Velasco, que le pega otra patada en las costillas, se aleja dos metros y saca un Zippo del bolsillo.
—¡No, no! ¡No chinguen! —Escalante se retuerce en el suelo mientras ve cómo Velasco enciende el mechero—. ¡Ya, ya les suelto lo que quieran, pero párenle ya, por favor!
Es casi imposible que Escalante salga vivo de ese contenedor abandonado junto a unas obras inacabadas en Seseña y él también lo sabe. Alek y Velasco llevan guantes, pero no se han molestado en cubrirse la cara; nadie puede estar tan loco como para dar una paliza así a un chaparrito del cártel de Sinaloa y después dejarle ir sin más. Pero Escalante ya no es capaz de pensar con frialdad y confiesa dónde esconde la cocaína. Le aterra morir quemado, aunque el destino que le espera es mucho peor. Alek y Velasco cierran el contenedor con un candado y dejan al chavito dentro: a oscuras, atado y amordazado. Velasco regresará dos días después.
La aséptica sala de interrogatorios tiene poco más que una mesa, un par de sillas y un espejo gigante en la pared. Es la segunda vez en mi vida que piso una comisaría para algo que no sea renovar el DNI. No soy precisamente un sospechoso habitual, pero lo del espejo ya me lo sé de las películas. Resulta inquietante imaginar si habrá alguien detrás, y cuando entra el inspector, el mismo tío con el que ya hablé hace unas semanas, después del tiroteo en la Premium, tengo la sensación de que no estamos solos. Intento tranquilizarme, en los últimos días veo fantasmas por todas partes.
—Periodista, ¿quieres un café?
No soy muy aficionado al género negro, pero el truco del poli bueno también me lo sé.
—No quiero café. Quiero hablar con un abogado y que me expliquéis qué hago aquí a estas horas.
—Va a ser solo un momento y no te hace falta ningún abogado. No estás acusado de nada. Siento las prisas, pero teníamos que hablar contigo cuanto antes por tu seguridad.
No he regresado a la comisaría por propia voluntad. Dos agentes de la policía sin uniforme pasaron por casa a las cuatro de la madrugada. Llamaron a la puerta, me sacaron de la cama y me dijeron que tenía que acompañarles, que eran de la Udyco, la unidad de drogas y crimen organizado de la policía. No me dieron otra opción. Les pedí ver antes sus placas, apunté los números y le dejé el papel a mi mujer con algunas instrucciones más: un pequeño protocolo de seguridad que he creado por si me pasa algo. Ella me dio un beso como si me estuviesen llevando a un paseíllo y me fuesen a fusilar. Yo la intenté tranquilizar, pero supongo que mi cara de susto no ayudó.
En el coche, un Peugeot anónimo, sin identificaciones policiales, me arrepentí de haberle dado ese papel a mi mujer: no quiero que mi familia pague por mis errores. Después de 20 minutos, llegamos a la comisaría de Canillas. Fue un alivio saber que de verdad me llevaban allí.
—Sabemos que un capo colombiano muy importante está en Madrid, un tipo muy peligroso. Le llaman don Benito y es el jefe de los narcos para los que trabaja Aleksander Kowalski, tu amigo el polaco —me dice el inspector.
—¿Alek? ¿Vais a por Alek? Pero si Alek no ha hecho nada. El peligroso de verdad es el loco de vuestro compañero, el cabrón de Velasco. ¿Es que estáis ciegos?
—Eso no es cosa nuestra, no somos asuntos internos. Y el polaco también nos da igual. Si tenemos a cuatro agentes de la Udyco haciendo turnos escuchando tu móvil desde una furgoneta para cubrirte las 24 horas no es para pillar a un macarra de discoteca.
—¡Pero cómo que no es asunto vuestro! ¡Joder!, ¡esto es un escándalo! ¡Fue Velasco el que se cargó al colombiano del piso de Tres Cruces!, ¡a Jorge Régula!
—¿Tienes alguna prueba de eso?
—Me lo ha contado Alek.
El inspector guarda silencio. Se rasca una ceja.
—Lo miraremos, pero lo del piso de Tres Cruces es lo de menos. Vamos a por los colombianos. Ese tío, don Benito, es peligrosísimo, periodista. No te haces una idea. Si lo cazamos aquí, hasta Obama nos hace la ola. Debes tener mucho cuidado en los próximos días. No salgas sin el móvil que te dimos bajo ningún concepto. La cosa puede ponerse muy fea.
—Y tanto que sí —murmura Velasco al otro lado del espejo.
A la mañana siguiente mandé a la familia al pueblo con los abuelos. «Allí estarán más seguros», me repetía a mí mismo. Y es cierto que me aterraba perderlos, pero no era esa la única razón por la que convencí a mi mujer para que se marchase el fin de semana con los niños, porque yo tenía mucho trabajo «con lo del reportaje de investigación». Los llevé hasta el autobús y nada más salir de la estación llamé a Vicky para quedar esa noche.
Probablemente aquella fue la mayor de todas las estupideces que cometí ese mes de agosto, pero no culpo a nadie de mi error; ni siquiera me arrepiento. En realidad, follarme a la camarera de la Premium con su culo tatuado fue también mi último acto libre antes de morir. A partir de ese momento, las principales decisiones sobre mi vida las tomarían otros por mí.
Fue una de esas noches que compensan la resaca. Vicky libraba y ni pisamos la Premium. Fuimos a cenar al Asiana, un restaurante de comida asiática-peruana que está en la travesía de San Mateo. Me lo había recomendado Pere, el crítico gastronómico del diario; además del consejo, Pere tuvo que llamar al chef para que nos colase porque el sitio está de moda y, si no reservas un par de días antes, es casi imposible cenar un viernes allí. Está escondido en un sótano dentro de una tienda de antigüedades, en lo que antes fue un secadero de jamones. Nos sentaron al lado de una cama balinesa, en una mesa apartada e iluminada con luz muy tenue. Pedimos el menú degustación: choritos a la chalaca, kimuchi de zamburiñas, ensalada vietnamita de pollo, tiradito de corvina, spring roll de cerdo ibérico con langostinos, satay con coco y lima, cazuela de chupé balinés y curry verde con carrillera y verduras al wok. Vino blanco de rueda para beber y, de aperitivo, dos pisco sour. De postre, souflé de chocolate. Vicky no se apañaba con los palillos, así que pidió tenedor y cuchillo al camarero. Esa noche, después de pasar por la comisaría de Canillas, no me atreví a apagar el móvil. Sabía que ellos estaban allí, grabando la conversación, por lo que durante la cena me porté como un perfecto caballero, como si fuésemos solo buenos amigos y nada más. A la tercera indirecta no correspondida, Vicky se tomó mi distancia como algo personal, como un desprecio por mi parte ante su indudable atractivo; esa noche estaba espectacular, con un vestido sin mangas de color rojo vino. Así que decidió jugar fuerte y al tercer plato se levantó. «Voy al baño». Y después de dar tres pasos dio la vuelta y regresó para susurrarme al oído: «¿Por qué no vienes conmigo? Tengo un antojo antes del postre».
Mi incomodidad por sentirme espiado por la poli terminó justo ahí. El resto de la noche ya todo me dio igual y me olvidé de que llevaba el móvil, de que nunca estábamos realmente solos. Sabía que la furgoneta de la poli estaba frente al restaurante, con seguridad habían visto entrar a Vicky. De alguna extraña manera, me excitaba saber que el puto madero que estuviese de turno a esa hora, al que imaginaba como un gordo con la pinta de Velasco, pudiese escucharnos en el baño.