—¿Y al rapaz? ¿Se lo han cargado?
—No sé, no creo. No lo conocía, pero si es listo se habrá largado unas semanas a la playa. A saber.
Del rapaz se supo mucho tiempo después, de lo que quedaba de él. Hubo que pedir una muestra de ADN a su madre para poder identificarlo. Estaba enterrado en una zanja cerca del pantano de San Juan, a pocos metros del lugar donde la policía encontró mi cadáver.
La entrada de la coca colombiana en la Premium fue como una plaga de termitas. A simple vista, nada parecía haber cambiado, pero a poco que se rascara aparecían los destrozos. Alek siguió en la puerta, pero no quería mancharse las manos; ese era el trato, así que tuvo que contratar a un nuevo portero que le presentó Velasco, un tal Norberto. Era un tipo flaco, tatuado y nervioso, que se ocupaba de que solo los distribuidores de los colombianos se moviesen por la sala. Norberto se estrenó con un chaval al que pilló pasando pastillas en los baños, un niñato con pelo engominado y camisa blanca. Un crío, no tendría más de 20 años. Norberto le quitó las pastillas, rompió el espejo del lavabo de tíos con su cabeza y le sacó a rastras de la sala, con la cara y la camisa ensangrentadas, delante de un corro de niñas bien que hacían cola para mear.
Velasco se sentía bien en el nuevo reino. Esa noche se la pasó entera imitando los grititos de las niñas cuando vieron la sangre. Esa noche yo también me dejé llevar por su humor infantil y por su cocaína, y a las seis de la mañana aún no me había ido a dormir. La penúltima copa nos la tomamos en el camerino, un rincón privado entre la discoteca y el almacén, que también servía de improvisado
chill out
.
—Nunca me has contado de qué conoces a Alek —le pregunto a Velasco.
—¿Al Alejandrito? Hace ya mucho. Antes de meterme a policía, curré una temporada en la noche. Éramos socios.
—¿Socios? ¿En algún negocio?
—Sí, socios. Alek y yo llevábamos juntos la seguridad de varias salas. Al Alek lo conocí en la puerta del Chamán, el garito inmenso que había en la carretera de La Coruña, ese que dejaron en la mitad cuando ampliaron la autovía para poner el bus-vao y que ahora es un puticlub.
—Ya sé cuál dices. ¿No era una discoteca que se hizo famosa por las apuestas de los conductores kamikazes?
—Justo, esa. Aunque tampoco era para tanto lo de las apuestas. Aquello fue cosa de los de tu gremio, los putos periodistas, que estáis siempre exagerando. Alguna vez pasó. Era la hostia porque desde la terraza de la discoteca, con unos prismáticos, se podía ver un buen tramo de la autovía y cómo los coches se apartaban acojonados. Menudos huevos le ponían algunos. Pero duró poco y luego la moda se pasó. Había una señal mal puesta en una rotonda de Las Rozas y algunos conductores borrachos entraban en dirección contraria sin querer. Decían los periódicos que era por las apuestas, pero qué va.
—No, si al final sería solo culpa de los medios y de la DGT.
—No te piques, periodista. Si ya te he dicho que apuestas con lo de los kamikazes sí había de verdad. Me acuerdo de uno que se mató, un gordo que se acabó estrellando con un camión. Sudaba tanto y estaba tan puesto de anfetas cuando entró en el coche que solo le faltaba un traje con lentejuelas y cantarme el
Suspicious Minds
para ser como Elvis en Las Vegas. Menudo colgado. En aquella época currábamos para un rumano un poco gilipollas que había estado en el ejército. Ese sí que estaba metido en lo de las apuestas, pero luego tuvo un lío gordo y no supimos más de él. Se piraría o se lo cargaron, vete a saber. Después nos independizamos y empezamos con la seguridad de unas cuantas salas por Moncloa: la Explossion, el Cielo, el Grial... Ya ni me acuerdo. También llevábamos el Overdose, una discoteca enorme de bakalao que estaba por el paseo de Extremadura.
—De esa también me acuerdo. Creo que luego pusieron un bingo.
—Ni puta idea. Hace años que no he vuelto por allí. Era una mierda de sitio, de esos con una jaula con stripper, lleno de pringaos con el pelo cortado como si fuese un cenicero. Las chicas entraban gratis, los chicos pagaban. Era una ruina porque todo el mundo iba de pastillas y no se tomaba una copa ni dios. Las botellas de agua valían mil pelas para compensar y los cuartos de baño tenían el agua del lavabo cortada. Había mendas en plan gorrón que rellenaban la botella de agua en el retrete, tirando de la cadena. ¿Te lo puedes creer?
—¿Y ganabais mucha pasta con lo de la seguridad de las salas?
—Sí, claro. Pero no solo de las puertas. ¿No te lo ha contado Alek? Entonces también cobrábamos deudas.
—¿Como el cobrador del frac?
—¡Justo! —se descojona Velasco—, pero nuestro método era un poco menos elegante. Entonces Alek no era tan blandito como ahora, que se me está amariconando. Aunque la mayoría de las veces no hacía falta usar la violencia, es mucho mejor la información.
—¿La información?
—Sí, periodista, la información. Y deja de repetir todo lo que yo digo como si fueses un puto gi-li-po-llas. —Velasco eleva la voz y mastica las sílabas del insulto, como si me lo lanzase. Me pasa el brazo por el hombro y sigue hablando, otra vez con su tono normal—. Por ejemplo, yo ahora te puedo dar dos hostias y seguro que se te pasan las ganas de escribir en tu periódico lo que has visto estos días en la Premium. Pero, para quedarnos más tranquilos, también te puedo decir que yo estoy solo en la vida, pero que tú tienes mujer y dos hijos, que vives en la calle del Sodio número 37 y que tu coche es un Megane azul al que, por cierto, deberías revisar el embrague, que hace ruido cuando metes cuarta. Y no pongas esa cara, que es coña. Anda, chaval, levanta, que nos vamos para casa.
Me costó recuperarme de la última noche con Velasco, y lo de menos fue la resaca. Tengo mujer, dos niños, un Megane azul que raspa cuando metes cuarta y la hipoteca de un piso en la calle del Sodio 37. También tenía ya la certeza absoluta de que me había metido en un lío, así que decidí dejar de ir a la Premium. Al tercer día sin pisar por allí, Velasco me telefoneó.
—Qué pasa, periodista, ¿te has mosqueado conmigo?
—No, si te parece. ¿Cómo sabías lo de mi coche?
—No seas nenaza, periodista. ¿Qué te pensabas? ¿Que te iba a dejar husmear por la Premium sin saber algo más de ti? Venga, no te cabrees, que ya te dije que era coña. Pásate esta noche, que te voy a contar una exclusiva cojonuda para que la publiques en tu periódico.
—¿Qué exclusiva?
—Por teléfono no te lo puedo decir. Venga, coño, quedamos a la una en la Premium y te cuento.
No me fiaba, pero la curiosidad pudo más que el miedo. Unas horas más tarde, llegué a la discoteca, nervioso como un gato en el veterinario. Era una noche más en la Premium, un martes con poca gente en el local. Estaban los desconocidos de siempre, pero a mí todos me parecían sospechosos, como si Madrid entero conspirase contra mí. Velasco llegó tarde, se acercó a la barra y se sentó junto a mí, dándome una palmadita en el hombro a modo de saludo.
—Velasco, que sepas que he avisado a tres personas de que te iba a ver hoy. He dejado escritos unos folios y si...
—Joder, periodista, mira que eres peliculero. ¿Tú te crees que si quisiera hacerte algo te habría llamado esta tarde desde mi móvil? Tío, que yo llegué solo a tercero de BUP, y copiando, pero no soy gilipollas. Si te he investigado es solo para saber si eras de fiar antes de darte esto. Toma, escóndelo. —Velasco me ofrece bajo la barra un CD-R.
—¿Qué hay aquí?
—Información —responde con aire misterioso.
Intento guardar el CD con tanta prisa que se me cae al suelo. Me agacho y lo recojo intentando disimular, que parezca natural; me siento tan patoso como Mister Bean.
—Vale, gracias. Me piro.
—Pero ¡si acabas de llegar! Venga, coño, no te mosquees tanto, periodista. ¡Niña! —grita Velasco a la camarera, mientras me pasa el brazo por el hombro—. ¡Dos
gin-tonics
!
—¿Cómo los queréis?
—A mí, si me dejas elegir, lo quiero a solas contigo, desnudos en una playa desierta bajo la luz de las estrellas —contesta Velasco.
La camarera levanta una ceja y se queda en silencio mirándonos a los dos con algo que se podría traducir como un rotundo «de qué vas». Velasco disfruta unos segundos con su reacción, supongo que no llevarse un bofetón es ya un triunfo. Después concreta: «Pon los dos de Bombay». La camarera se da la vuelta. Velasco le mira el culo, mientras se aleja a por la botella y los vasos, mete medio cuerpo en la barra y levanta la voz: «Pero el mío contigo desnuda, no te olvides».
—¿Has visto lo buena que está la niña? ¿Has visto qué tetas? —dice Velasco más tarde, con la copa ya en la mano. Tiene toda la razón. Es una morena espectacular, de pelo largo y liso y ojos más grandes que los de Bambi. Es casi más difícil no verla que charlar con ella durante más de diez segundos sin que se te vayan los ojos a su escote. Pero no quiero hablar ni de tías ni de coches ni de fútbol con Velasco. No estoy de humor.
—¿Qué niña? —respondo.
—Joder, qué niña va a ser. Vicky, la camarera.
Ya sabía que se llamaba Vicky. Alek me la presentó hace un par de días, cuando empezó a trabajar en la Premium. Por lo visto ya la conocía desde hace tiempo, de otro garito. Ha sido un fichaje, cobra más que el resto de las camareras y desde luego se lleva más propinas. Hay otras dos barras en la Premium pero la de Vicky, la barra del fondo, siempre es la más frecuentada. Todas las noches, algún baboso acaba pasándose de listo y a Alek le toca sacarle a empujones del local. Casi parece que ha llegado a la Premium para que los porteros tengan que currar más.
—No me había fijado —miento. Velasco se da cuenta.
—Ya, ya. Ya se te ve que ni la habías visto, no te jode. Y yo solo veo documentales de la 2 y busco en las mujeres la belleza interior. Venga, hombre, que no soy gilipollas. No te pongas estupendo, que he visto cómo le mirabas el culo antes. —Velasco me ofrece la copa para brindar. A desgana le acepto el brindis y choco mi
gin-tonic
con el suyo.
—¿Tú sabes eso que dicen algunos de que las tías son todas unas putas? —dice Velasco—. Pues no es verdad.
—¿Ah no?
—No, tío. No es verdad. Esa frase es muy machista y además es mentira. Tu madre, o mi madre, seguro que no son unas putas. Tu mujer seguro que tampoco. Aquella de allí, tampoco —señala Velasco con su copa en la mano a una de las recogevasos, que cruza la pista con la bandeja en la mano—. Pero hay algunas tías que son muy putas. Y esta de aquí, la Vicky, es la más puta de todas, te lo digo yo.
—¡Que te den, gilipollas! —grita la camarera, que ha escuchado la última parte de la conversación.
—¡No te mosquees, joder! —ríe Velasco. Vicky le da un empujón desde el otro lado de la barra que, más que mala leche, deja claro que la camarera hace ya tiempo que conoce al gordo cabrón, para bien o para mal.
—No te pongas así, Vicky, que sabes que te quiero. Venga, niña, pon tres chupitos que vamos a brindar por el Pulitzer que va a ganar mi colega el periodista cuando publique la pedazo de exclusiva que le acabo de pasar.
Tras los chupitos llegó otra copa. Y otra más. Y una cuarta, una quinta y una sexta. Llegué a casa pasadas las siete de la mañana, encendí el ordenador y abrí el CD-R. Solo había un fichero, una película porno.
—Velasco, ¡pedazo de cabrón!, ¡eres un hijo de puta! —balbuceo por teléfono con la lengua trabada por el alcohol.
—Pero ¡si es un clásico!
¡Garganta profunda
! Joder, tío, que ni sabes beber ni aguantas una broma. Venga, te invito mañana al boxeo, que tengo unas entradas cojonudas. Te veo en la Premium.
Al día siguiente volví a la barra de Vicky pero Velasco no apareció. No le volví a ver hasta una semana después, en una noche violenta pero sin boxeo.
El poli me da una bolsa de hielo. Me la pongo en el ojo mientras él enciende la grabadora, abre su libreta y empieza a preguntar.
—¿Nombre?
—Periodista.
—¿Profesión?
—Periodista.
Estoy en una de las comisarías del centro, son las seis de la mañana. Norberto está muerto y Alek ha tenido suerte, porque la bala solo le rozó una oreja. Velasco me ha visto hace un rato, cuando entraba en la comisaría. Me ha dado un par de palmaditas en la espalda, qué cachondo. Tengo un ojo morado pero mi herida no es heroica. Estaba en la puerta cuando todo pasó, en primera línea, acompañando a Alek, que había salido un rato para preparar la cola. Eran ya casi las dos, cerca de la hora punta, cuando el resto de los garitos cierra y la gente comienza a gotear. Los mexicanos aparecieron derrapando en un BMW M3. Creo que eran tres o cuatro, no me fijé bien. Desde el coche, empezaron a disparar. Yo me tiré al suelo, la gente empezó a gritar y una imbécil de la que solo recuerdo su tacón me golpeó el ojo en plena estampida.
—A ver, cuénteme qué paso.
Durante un segundo estoy tentado de decirle la verdad. Que los mexicanos no tuvieron bastante con destrozar la Chamonix, que el puto pinche güey de Sinaloa ha decidido que Madrid es demasiado pequeño para que los colombianos respiren el mismo aire contaminado que él, que puede que me haya perdido algún capítulo de la espiral de venganzas que arrancó cuando los chicos de Alek apalearon al chavito en el burdel, pero que a mí no me engañan más con eso de que la derecha hace de esta ciudad un lugar más seguro. Que una puta mierda. Que les den mucho por culo. Que perdone mi lenguaje, pero es que estoy histérico porque esta noche casi me matan, pero que lo que más me asusta ahora es el tarado de Velasco y su placa de policía. Que ya es casualidad que Velasco estuviese en el baño justo cuando llegaron los mexicanos; que llevaba casi media hora allí y estaba a punto de ir a buscarle por si se había caído dentro de una montaña de cocaína, como Tony Montana en
Scarface
. Que el puto gordo cabrón de Velasco no salió hasta que los disparos habían terminado. Que Norberto llevaba una pistola. ¡Una pistola, joder! Que de pequeño mis padres ni siquiera me dejaban jugar con pistolas de plástico y que los disparos de esta noche son los primeros que escucho en mi vida. Que la gente salió corriendo y aquello no fue una matanza de puta casualidad. Que Norberto se cubrió detrás de la puerta y empezó a responder a los disparos. Que hirió a uno antes de que le reventaran la cabeza. Que Alek se acordaría del rapaz, o yo qué sé, y empezó a disparar con la pistola de Norberto cuando el flaco cayó. Que no me olvido de la cara de Norberto, con un ojo colgando y medio cerebro fuera. Que no me olvidaré de esa puta imagen jamás. Que me he meado encima. Que empecé a vomitar. Que Alek siguió disparando y le tuvo que dar a otro porque los mexicanos se largaron en su coche a tanta velocidad como latía mi corazón. Que aún no se me ha pasado la taquicardia y ni siquiera me duele el ojo; que se puede meter la bolsa de hielo por el puto culo.