Cinco horas después, la
Goliath
captó el eco con alcance extremo; aun tomando en cuenta la distancia, parecía tener una pequeñez decepcionante. No obstante, a medida que se volvía más claro y fuerte, empezó adar el registro de un objeto metálico, quizá de algunos metros de largo. Estaba viajando en una órbita que se alejaba del Sistema Solar, por lo que casi con seguridad, decidió Chandler, era uno de los innumerables trozos de desechos espaciales que la humanidad había lanzado hacia las estrellas durante el milenio pasado... y que algún día podrían proporcionar la única prueba de que la especie humana había existido.
Después estuvo lo suficientemente cerca como una inspección visual, y el capitán Dimitri Chandler se dio cuenta, con pasmado asombro, de que algún paciente historiador todavía estaba revisando los primeros registros de la Era Espacial. ¡Qué lástima que las computadoras le hubieran dado la respuesta a él, tan sólo unos pocos años demasiado tarde para las celebraciones del Milenio!
—
Goliath
aquí: —fue lo que trasmitió Chandler en dirección a la Tierra, con orgullo y solemnidad en la voz—, traemos a bordo un astronauta de mil años de antigüedad... y puedo imaginar quién es.
Frank Poole despertó, pero no recordaba. Ni siquiera estaba seguro de su nombre.
Evidentemente estaba en una sala de hospital: aun cuando sus ojos seguían estando cerrados, el más primitivo, y evocador, de los sentidos le dijo eso. Cada inhalación traía el tenue, y no desagradable, olor penetrante de antisépticos disueltos en el aire, y eso desencadenó el recuerdo de la época en la que —¡por supuesto!—, cuando era un adolescente imprudente, se rompió una costilla en el Campeonato de Aladeltismo de Arizona.
Ahora todo estaba empezando a volver: soy el representante comandante Frank Poole, oficial administrativo, USSS
Discovery
, en misión de Máximo Secreto a Júpiter...
Pareció como si una mano de hielo le hubiera aferrado el corazón: recordó, en repetición en cámara lenta, aquella góndola desbocada disparada hacia él, con las garras metálicas extendidas. Después, el impacto silencioso, y el no tan silencioso siseo del aire escapándose de su traje. Después de eso... un último recuerdo: el de girar indefenso en el espacio, tratando en vano de reconectar la manguera de aire rota.
Bien, cualquiera que fuese el misterioso accidente que les hubiera ocurrido a los controles de la góndola espacial, ahora estaba a salvo. Cabe suponerse que Dave había hecho una rápida AEV y lo había rescatado antes que la falta de oxígeno le produjera daño permanente en el cerebro.
"¡El bueno de Dave!", se dijo a sí mismo, "debo agradecerle... ¡un momento: es evidente que ahora no estoy a bordo de la
Discovery...
Seguramente no estuve inconsciente tanto tiempo como para que me hayan traído de vuelta a la Tierra!"
Su confuso curso de pensamientos fue interrumpido abruptamente por la llegada de una jefa y dos enfermeras, que llevaban el uniforme inmemorial de su profesión. Parecían estar algo sorprendidas: Poole se preguntó si había despertado antes de lo previsto, y la idea le produjo una sensación infantil de satisfacción.
—¡Hola! —dijo, después de varios intentos. Las cuerdas vocales parecían tener mucha ronquera. —¿Cómo estoy?
La jefa de enfermeras le devolvió la sonrisa y le dio una obvia orden de "No intente hablar", poniéndose el dedo sobre los labios. Después, las dos enfermeras rápidamente lo movieron con pericia, producto de la práctica. Comprobando el pulso, la temperatura y los reflejos. Cuando una de ellas le levantó el brazo derecho y lo dejó caer otra vez, Poole advirtió algo particular: el brazo caía con lentitud y no parecía pesar tanto como lo normal. Ni, si era por eso, parecía hacerlo su cuerpo, cuando intentó moverse.
"Así que debo de estar en un planeta", pensó, "o en una estación espacial con gravedad artificial; por cierto que no en la Tierra: no peso lo suficiente."
Estaba a punto de hacer la pregunta obvia, cuando la jefa de enfermeras le apretó algo contra el costado del cuello, sintió una leve sensación de hormigueo, y volvió a hundirse en un sueño sin sueños. Justo antes de quedar inconsciente tuvo tiempo para que se le presentara otro pensamiento enigmático más:
"Qué extraño que nunca dijeran una sola palabra durante todo el tiempo que estuvieron conmigo".
Cuando volvió a despertar y encontró a la jefa y sus enfermeras paradas en torno de la cama, Poole se sintió lo suficientemente fuerte como para imponerse:
—¿Dónde estoy? ¡Seguramente eso sí me lo pueden decir!
Las tres mujeres intercambiaron una mirada, evidentemente irresolutas respecto de lo que debían hacer después. Entonces respondió la jefa, articulando las palabras muy lenta y cuidadosamente:
—Todo está bien, señor Poole. El profesor Anderson estará aquí en un minuto... Él explicará. "¿Explicar qué?", pensó Poole, con cierta exasperación. "Pero, por lo menos, la mujer habla mi idioma, aunque no puedo localizar su acento..."
Anderson ya debía de haber estado en camino, pues la puerta se abrió instantes después... para permitir que Poole pudiera divisar brevemente la presencia de una pequeña multitud de inquisitivos mirones que lo escudriñaba. Empezó a sentirse como el espécimen nuevo de un zoológico.
El profesor Anderson era un hombre pequeño, pulcro, cuyos rasgos parecían haber combinado aspectos clave de varias razas —china, polinesia, nórdica— en forma completamente confusa. Saludó a Poole levantando la palma derecha; después tuvo una obvia reacción tardía y le estrechó la mano, pero con una vacilación tan curiosa, que podría haber estado ensayando algún gesto para nada familiar. —Me encanta ver que tiene tan buen aspecto, señor Poole... Lo tendremos de pie dentro de muy poco.
Una vez más, ese extraño acento y lenta emisión, pero el trato amable era el de todos los médicos, en todos los lugares y en todos los tiempos.
—Me alegra oír eso. Ahora quizás usted pueda responder algunas preguntas...
—Por supuesto, por supuesto. Pero nada más que un minuto.
Anderson le habló tan rápida y quedamente a la jefa de enfermeras, que Poole sólo pudo captar algunas palabras, varias de las cuales le eran por completo desconocidas. Después, la jefa hizo una señal de asentimiento a una de las enfermeras, que abrió el armario que había en una pared y extrajo una delgada banda metálica, que procedió a envolver en torno de la cabeza de Poole.
—¿Para qué es esto? —preguntó, comportándose como uno de esos pacientes difíciles, tan molesto para los médicos, que siempre quieren saber qué les está pasando—. ¿Lectura de EEG?
El profesor, la jefa y las enfermeras parecían estar igualmente desconcertados. Después, una sonrisa lenta se extendió por la cara de Anderson:
—Oh... electro... encef... alo... grama —dijo con lentitud, como si estuviera extrayendo la palabra de lo más profundo de la memoria—. Tiene toda la razón: tan sólo queremos revisar la actividad de su cerebro.
—Mi cerebro funcionaría perfectamente bien, si me permitieran utilizarlo —refunfuñó Poole por lo bajo—. Pero, por lo menos, parecemos estar llegando a algo... ¡por fin!
—Señor Poole —dijo Anderson, todavía hablando en ese tono curiosamente formal, como si se estuviera arriesgando a usar un idioma extranjero—, usted sabe, claro que sí, que resultó... incapacitado... en un grave accidente, mientras estaba trabajando afuera de la
Discovery.
Poole asintió con la cabeza, indicando que comprendía.
—Estoy empezando a sospechar —dijo con frialdad— que "incapacitado" es una manera exageradamente delicada de plantear los hechos.
Anderson se relajó visiblemente, y una sonrisa lenta empezó a extenderse por su cara:
—Tiene toda la razón. Dígame lo que usted cree que pasó.
—Pues, la mejor posibilidad que se me ocurre es que, después que quedé inconsciente, Dave Bowman me rescató y trajo de vuelta a la nave. ¿Cómo está Dave? ¡Nadie me dice nada!
—Todo a su debido tiempo... ¿Y la peor posibilidad?
Frank Poole tuvo la impresión de que un viento gélido le soplaba con suavidad en la nuca. La sospecha que se le había estado formando con lentitud en la mente empezó a tomar consistencia.
—Que morí, pero que se me trajo de vuelta acá, donde sea que "acá" esté, y que ustedes pudieron revivirme. Gracias...
—Completamente correcto. Y usted está de vuelta en la Tierra... bueno, muy cerca de ella. ¿Qué quería decir con "muy cerca de ella"? En verdad, ahí existía un campo gravitatorio, así que era probable que Poole estuviera en lenta rotación en el interior de la rueda de una estación espacial en órbita. No importaba: había algo mucho más importante en que pensar
Poole hizo algunos cálculos mentales rápidos: si Dave lo había puesto en el hibernáculo, revivido al resto de la tripulación y completado la misión a Júpiter... ¡pues entonces pudo haber estado "muerto" durante tanto como cinco años!
—¿Qué fecha es, exactamente? —preguntó, con la mayor calma que le fue posible.
El profesor y la jefa intercambiaron una mirada. Una vez más, Poole sintió ese viento frío en la nuca.
—Debo decirle, señor Poole, que Bowman no lo rescató: él creyó, y no lo podemos culpar por eso, que usted estaba irrevocablemente muerto. Al mismo tiempo se enfrentaba con una crisis desesperadamente grave que amenazaba su propia supervivencia...
"Así que usted se fue a la deriva por el espacio, pasó al otro lado del sistema de Júpiter y se dirigió hacia las estrellas. Por suerte se encontraba tan por debajo del punto de congelación, que no tenía actividad metabólica... pero es casi un milagro que, lisa y llanamente, se lo haya podido encontrar. Usted es uno de los hombres actualmente vivientes con más suerte... no: ¡que haya vivido jamás!
"¿Lo soy?", se preguntó lúgubremente. "¡Cinco años, de veras! Podría ser un siglo... o quizá más."
—Dígamelo de una buena vez —exigió.
El profesor y la jefa parecían estar consultando un monitor invisible: cuando se miraban entre sí e inclinaban la cabeza en señal de asentimiento, Poole imaginaba que todos estaban conectados con el circuito de informaciones del hospital, que lo estaba con la banda que él llevaba en la cabeza.
—Frank —dijo el profesor Anderson, pasando con rapidez al papel de médico de cabecera que conoce al paciente desde hace mucho tiempo—, esto va a ser una gran conmoción para usted, pero es capaz de aceptarlo... y cuanto más pronto lo sepa, mejor:
"Estamos cerca del comienzo del Cuarto Milenio. Créame: usted abandonó la Tierra hace casi mil años.
—Le creo —respondió Poole con calma. Después, para gran molestia suya, la habitación empezó a girar alrededor de él, y ya no supo más.
Cuando recuperó la conciencia, encontró que ya no estaba en una triste sala de hospital, sino en un lujoso departamento con atrayentes, y continuamente cambiantes, imágenes en las paredes; algunas eran pinturas famosas y familiares; otras mostraban paisajes terrestres y marinos que podrían remontarse a la propia época de Poole. No había nada que resultara extraño o perturbador... Eso, sospechaba, llegaría más tarde.
Era evidente que habían programado cuidadosamente su entorno actual: se preguntaba si en alguna parte existía el equivalente de una pantalla de televisión (¿cuántos canales tendría el Tercer Milenio?), pero no pudo ver signo alguno de controles próximos a su cama. Tendría que aprender tanto en ese nuevo mundo: era un salvaje que súbitamente se había topado con la civilización.
Pero primero tenía que recuperar fuerzas... y aprender el idioma: ni siquiera el advenimiento de la grabación del sonido, que ya tenía más de un siglo de antigüedad cuando Poole nació, había evitado que se produjeran cambios de importancia en la gramática y la pronunciación. Y hubo miles de palabras nuevas, provenientes, de modo principal, de la ciencia y la tecnología, aunque a menudo Poole podía hacer una conjetura perspicaz respecto de lo que significaban.
Más frustrantes, empero, eran las ingentes cantidades de nombres personales de fama y de infamia que se habían acumulado en el transcurso del milenio, y que nada significaban para Poole. Durante semanas, hasta que pudo reunir un Banco de datos, la mayoría de sus conversaciones tuvo que interrumpirse con biografías envasadas.
A medida que aumentaban sus fuerzas, así lo hacía la cantidad de sus visitantes, si bien siempre bajo el ojo avizor del profesor Anderson. Entre ellos figuraban médicos especialistas, eruditos en varias disciplinas y, lo que era de mayor interés para Poole, comandantes de naves espaciales.
Poco era lo que les podía decir a los médicos e historiadores que no se hubiera grabado en alguna parte de los gigantescos Bancos de datos sobre la humanidad, pero a menudo podía brindarles atajos y un nuevo discernimiento sobre los acontecimientos de la época de la que él venía. Aunque todos lo trataban con el máximo respeto y escuchaban con paciencia cuando trataba de responder a las preguntas que le hacían, parecían ser renuentes a contestar a las suyas. Poole estaba empezando a sentir que se lo sobreprotegía de la conmoción cultural y, a medias en serio, se preguntaba cómo podría escapar de su habitación. En las pocas ocasiones en que estaba a solas, no le sorprendía descubrir que la puerta estaba cerrada con llave.
Entonces, la llegada de la doctora Indra Wallace lo cambió todo. A pesar de su nombre, su principal componente racial parecía ser japonés, y había ocasiones en las que, con un poco de imaginación, Poole se la podía representar como una
geisha
bastante madura. Difícilmente ésa era la imagen adecuada para una distinguida historiadora que poseía una Cátedra Virtual en una universidad que todavía se jactaba de tener prestigio.
—Señor Poole —empezó, con mucha seriedad—, se me designó como su guía oficial y, digamos, tutora. Mis antecedentes: me especialicé en la época en que usted vivió. Mi tesis fue "El Colapso de la Nación-Estado, 2000—50". Creo que nos podemos ayudar mutuamente de muchas maneras.
—Estoy seguro de que podemos. Lo primero es que desearía que me saque de aquí, así puedo ver un poco de su mundo.
—Precisamente eso es lo que queremos hacer, pero, primero, debemos darle una Ident. Hasta entonces, usted será... ¿cuál era el término...?, una persona no existente. Le sería casi imposible ir a parte alguna, o que se haga cosa alguna por usted. Ningún dispositivo de entrada reconocería su existencia.