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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (5 page)

BOOK: Waylander
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El oscuro sacerdote de la Hermandad se humedeció los labios; sentía el peso de la espada en la mano. Sabía que las probabilidades estaban a su favor, sabía con certeza que Waylander moriría si daba la orden de atacar. Pero era una certeza de doble filo. También sabía que en cuanto hablara, moriría.

Danyal no podía soportar más la incertidumbre y, al dar media vuelta, vio a Waylander. Su movimiento hizo que Miriel abriera los ojos, y lo primero que la niña vio fue a los guerreros con sus yelmos.

Lanzó un alarido.

El hechizo se rompió.

La capa de Waylander revoloteó y el oscuro sacerdote de la Hermandad cayó hacia atrás con una saeta negra clavada en un ojo. Se retorció de dolor unos segundos y se quedó inmóvil.

Los seis guerreros permanecieron en su sitio. Luego el hombre del centro envainó lentamente la espada y los demás siguieron su ejemplo. Con infinito cuidado retrocedieron y se internaron en la oscuridad creciente del bosque.

Waylander no se movió.

—Buscad los caballos y recoged las mantas —dijo con calma.

Una hora más tarde habían acampado en terreno alto, en el interior de una cueva poco profunda. Los niños dormían y Danyal permanecía despierta a su lado; Dardalion y el guerrero estaban sentados uno junto al otro bajo las estrellas.

Al cabo de un rato Dardalion entró en la cueva y avivó la pequeña hoguera. El humo se escapaba por una grieta del techo, pero aun así el reducido refugio olía a pino quemado. Era un aroma reconfortante. El sacerdote se acercó a Danyal y, al ver que estaba despierta, se sentó a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Me siento extraña —admitió ella—. Estaba tan preparada para morir que perdí el miedo. Sin embargo, sigo viva. ¿Por qué volvió?

—No lo sé. Él tampoco lo sabe.

—¿Por qué se marcharon?

—No estoy seguro. —Dardalion se reclinó contra la pared de la cueva, acercando las piernas al fuego—. Lo he pensado mucho y creo que quizás sea la naturaleza de los soldados. Están adiestrados para luchar y matar cuando reciben una orden, para obedecer sin preguntar. No actúan como individuos. Y cuando llega el momento de la batalla, por lo general es algo bien definido: hay que tomar una ciudad o derrotar un ejército. Se da la orden, la excitación cada vez mayor ahoga el miedo y atacan en masa, sacando fuerzas de la multitud que los rodea.

»Pero hoy no hubo ninguna orden, y Waylander, al quedarse quieto, no les dio motivos para desfogarse.

—Sin embargo, Waylander no podía saber que huirían —insistió ella.

—No. No le importaba.

—No entiendo.

—La verdad es que ni yo mismo lo entiendo. Pero en ese momento sentí que era así. No le importaba… y ellos lo sabían. Pero a ellos sí les importaba, y mucho. No querían morir y no les habían ordenado que atacaran.

—Pero podrían haberlo matado… nos podrían haber matado a todos.

—Podrían, sí. Pero no lo hicieron. Y doy gracias por ello. Vete a dormir, hermana. Hemos ganado una noche más.

Afuera, Waylander contemplaba las estrellas. Aún estaba aturdido por el encuentro y repasaba los hechos una y otra vez.

Había encontrado el campamento desierto y había seguido su rastro, consumido por un miedo cada vez mayor. Desmontó en el bosque, se encaminó al claro y vio a la Jauría que avanzaba. Tensó la ballesta y se detuvo. Seguir adelante significaba morir; todos sus instintos le exigían que retrocediera.

Sin embargo, había avanzado, arrojando por la borda años de precauciones para ir a perder la vida por una insensatez. En nombre del Infierno, ¿por qué habían huido?

Por mucho que pensara en ello, la respuesta se le escapaba.

Un movimiento a su izquierda lo despertó con un sobresalto de su ensueño. Al volverse, vio que una de las niñas salía de la cueva. No miraba ni a derecha ni a izquierda. Waylander se acercó y la tocó ligeramente en el brazo, pero ella prosiguió, sin advertir su presencia. Se agachó y la alzó. Tenía los ojos cerrados y le apoyó la cabeza sobre el hombro. Volvió a la cueva dispuesto a acostarla junto a su hermana; la sentía muy ligera en sus brazos. Pero entonces se detuvo junto a la entrada y se sentó apoyando la espalda en la pared, apretándola contra sí y envolviéndola con la capa.

Se quedó así, quieto, varias horas, sintiendo la calidez de su aliento en el cuello. La niña se despertó dos veces y enseguida se volvió a acomodar contra él. Cuando el amanecer iluminó el cielo, la llevó adentro y la acostó junto a su hermana.

Volvió a la entrada de la cueva.

Solo.

El alarido de Danyal arrebató a Waylander de su sueño; el corazón le latía con fuerza. Rodó y se puso de pie con el cuchillo en la mano, corrió a la cueva y encontró a la joven arrodillada junto a la figura inmóvil de Dardalion. Waylander se arrodilló y alzó la muñeca del sacerdote. Estaba muerto.

—¿Cómo? —musitó Danyal.

—¡Maldita sea, sacerdote! —gritó Waylander. La cara de Dardalion estaba cerúlea; la piel, fría—. Debía de tener el corazón débil —añadió Waylander amargamente.

—Luchaba con el hombre —dijo Miriel. Waylander se volvió hacia la niña, que estaba sentada al fondo de la cueva cogida de la mano de su hermana.

—¿Luchaba? —preguntó—. ¿Con quién luchaba? —Pero Miriel desvió la mirada.

—Vamos, Miriel —insistió Danyal—. ¿Con quién luchaba?

—Con el hombre de la flecha en el ojo.

—Sólo ha sido un sueño —dijo Danyal volviéndose hacia Waylander—. No significa nada. ¿Qué debemos hacer?

Waylander no respondió. Mientras hablaban con la niña seguía sujetando la muñeca de Dardalion y ahora sentía un pulso muy débil.

—No está muerto —susurró—. Ve a hablar con la niña. Averigua lo que puedas sobre el sueño, ¡rápido!

Danyal estuvo unos minutos sentada en calma junto a la niña y volvió.

—Dice que el hombre que mataste la atrapó y la hizo llorar. Entonces llegó el sacerdote y el hombre le gritó; tenía una espada e intentaba matarlo. Y volaban por encima de las estrellas. Eso es todo.

—Temía a ese hombre —dijo Waylander—; le atribuía poderes demoníacos. Si estaba en lo cierto, puede que la muerte no lo haya detenido. Quizás todavía ahora lo persiga.

—¿Sobrevivirá?

—¿Cómo? —replicó bruscamente Waylander—. No quiere luchar. —Danyal se inclinó hacia delante, poniéndole la mano en el hombro. Tenía los músculos tensos y vibrantes—. Quítame la mano de encima, mujer, o te la cortaré por la muñeca. ¡A mí nadie me toca! —Danyal se echó atrás con los ojos verdes echando chispas, pero dominó la cólera y volvió con los niños.

—¡Malditos seáis todos! —siseó Waylander. Inspiró profundamente, sofocando la fiaría que hervía en su interior. Danyal y los niños, sentados en calma, lo observaban. Danyal sabía qué le atormentaba: el sacerdote estaba en peligro, y el guerrero, a pesar de su mortífera habilidad, no podía hacer nada. La batalla se libraba en otro mundo y Waylander era un mero espectador.

—¿Cómo puedes ser tan estúpido, Dardalion? —musitó el guerrero—. Los seres vivos luchan por sobrevivir. ¿No dices que la Fuente creó el mundo? Entonces creó el tigre y el ciervo, el águila y el cordero. ¿Crees que creó el águila para que comiera hierba?

Se quedó unos minutos en silencio, recordando al sacerdote de rodillas y desnudo junto a la ropa de los ladrones.

«No me la puedo poner, Waylander…»

Le cogió la mano, y cuando sus dedos se tocaron sintió un movimiento imperceptible. Waylander entornó los ojos. Al apretar la mano con más firmeza, el brazo de Dardalion se sacudió en un espasmo y el rostro se le retorció de dolor.

—¿Qué te pasa, sacerdote? En nombre del Infierno, ¿dónde estás?

Ante el nombre del Infierno, Dardalion se estremeció de nuevo y emitió un leve gemido.

—Dondequiera que esté, está sufriendo —dijo Danyal, acercándose para arrodillarse junto al sacerdote.

—Fue al tocarle la mano —dijo Waylander—. Coge la ballesta, mujer, allí, en la entrada. —Danyal le trajo el arma—. Pónsela en la mano derecha y ciérrale los dedos para que la sujete. —Danyal le abrió la mano y le curvó los dedos alrededor de la empuñadura de ébano. El sacerdote gritó; los dedos se abrieron con una sacudida y la ballesta cayó al suelo con un estruendo—. Sujétale los dedos alrededor del mango.

—Pero le duele. ¿Por qué lo haces?

—El dolor es vida, Danyal. Tenemos que hacerle volver a su cuerpo, ¿comprendes? El espíritu del muerto no podrá alcanzarlo allí. Debemos traerlo de vuelta.

—Pero es un sacerdote, un hombre puro.

—¿Y qué?

—Mancillarás su alma.

—Puede que yo no sea un místico, pero creo en las almas. Lo que sujetas es sólo madera y metal. Para Dardalion será una tortura, pero no lo matará; no creo que su alma sea tan frágil. Pero su enemigo sí que puede matarlo, de modo que decídete.

—Creo que te odio —dijo Danyal abriéndole la mano a Dardalion y obligándolo a asir de nuevo la empuñadura de ébano. El sacerdote se retorció y gritó. Waylander extrajo un cuchillo del cinturón y se hizo un corte en el antebrazo. La sangre manó a chorros de la herida. Sostuvo el brazo sobre la cara de Dardalion; la sangre la salpicó, corrió sobre los ojos cerrados y se deslizó entre los labios hacia la garganta.

Con un desgarrador alarido final el sacerdote abrió los ojos. Sonrió y volvió a cerrar los ojos. Una inspiración profunda y trémula le hinchó los pulmones y se quedó dormido. Waylander comprobó el pulso: era fuerte y regular.

—¡Dulce Señor de la Luz! —dijo Danyal—. ¿Por qué? ¿Por qué la sangre?

—Según la Fuente —explicó Waylander en voz baja—, los sacerdotes no deben probar la sangre porque trae el alma de regreso. El arma no fue suficiente, pero la sangre lo trajo de vuelta.

—No te entiendo —dijo ella—. Ni quiero hacerlo.

—Está vivo, mujer. ¿Qué más quieres?

—De ti, nada.

Waylander sonrió y se puso de pie. De un saquito de lona que llevaba en la alforja sacó una venda de lino y se envolvió con torpeza la profunda herida del brazo.

—¿Te importaría hacerle un nudo? —preguntó.

—Pues sí —contestó Danyal—. ¡Tendría que tocarte y no quiero que me cortes la mano!

—Lo siento. No debería habértelo dicho.

Sin esperar respuesta, Waylander salió de la cueva mientras se sujetaba el extremo de la venda bajo los pliegues de la misma.

El día era fresco y luminoso, y de los picos nevados del Skoda soplaba una brisa penetrante. Waylander ascendió a la cima de una colina cercana y observó el horizonte azulado. Las montañas de Delnoch estaban demasiado lejos todavía para poder divisarlas a simple vista.

Durante tres o cuatro días el camino sería fácil: transcurriría entre bosques, con breves trayectos por terreno abierto. Pero después se encontrarían con la llanura de Sentran, chata e informe.

Para cruzar esa extensión vacía sin ser observados haría falta más suerte de la que se podía pedir. ¡Seis personas y dos caballos! Al paso que irían les llevaría casi una semana atravesarla, una semana sin fuego ni comida caliente. Waylander escudriñó las rutas posibles en dirección noreste, hacia Purdol, la Ciudad junto al Mar. Se decía que una flota vagriana había atracado en la bocana del puerto y que un ejército había desembarcado para asediar la ciudadela. Si fuera cierto, y Waylander lo creía probable, los jinetes vagrianos estarían arrasando los campos cercanos en busca de provisiones. Al noroeste estaba la propia Vagria y la ciudadela de Segril, pero desde allí se infiltraban tropas en territorio drenai. La llanura de Sentran estaba exactamente al norte, y más allá el bosque de Skultik y las montañas que, según se decía, eran el último reducto drenai al oeste de Purdol.

Pero ¿seguiría Skultik en manos de Egel?

¿Había alguien capaz de mantener unidos los restos de un ejército derrotado para enfrentarse a la Jauría del Caos? Waylander lo dudaba… aunque bajo la duda subsistía un rescoldo de esperanza. Egel era el general drenai más capaz de su época, poco espectacular pero sensato, un severo partidario de la disciplina, a diferencia de los cortesanos que el rey Niallad solía poner al frente de sus tropas. Egel era del norte, no muy cultivado y tosco en ocasiones, pero un hombre de carisma y fuerza. Waylander lo había visto una vez durante un desfile en Drenan, y su aspecto era el de un jabalí entre gacelas.

Ahora el jabalí había ido a refugiarse a Skultik.

Waylander esperaba que resistiera, al menos hasta que llevara allí a la mujer y los niños.

Si es que podía llevarlos.

Por la tarde Waylander mató un ciervo pequeño. Colgó el cadáver del animal de un árbol cercano, cortó los trozos mejores y llevó la carne a la cueva. Cuando llegó estaba oscureciendo y el sacerdote aún dormía. Danyal encendió una hoguera mientras Waylander montaba un espetón para asar el venado. Los niños se sentaron cerca del fuego observando las gotas de grasa que salpicaban el fuego, con el estómago tenso y los ojos ávidos.

Waylander sacó la carne del espetón y la colocó sobre una piedra plana para que se enfriara; cortó rodajas para los niños y por último para Danyal.

—Está un poco dura —se quejó la mujer.

—El ciervo me vio justo cuando solté la flecha —dijo Waylander—. Tenía los músculos contraídos para salir corriendo.

—De todas formas sabe bien —admitió ella.

—¿Por qué Dardalion sigue durmiendo? —preguntó Miriel, sonriendo a Waylander y ladeando la cabeza, lo que hacía que el largo cabello le cayera sobre la cara.

—Estaba muy cansado después del forcejeo con el hombre que viste —contestó el guerrero.

—Lo cortó en trocitos —dijo la niña.

—Sí, estoy segura de que lo hizo —dijo Danyal—. Pero los niños no deben inventarse historias, sobre todo historias desagradables. Asustarás a tu hermana.

—Lo vimos —dijo Krylla, y Miriel asintió—. Cuando tú estabas sentada junto a Dardalion, nosotras cerramos los ojos y nos pusimos a mirar. Era todo plateado y tenía una espada brillante; atrapó al hombre malo y lo cortó en trocitos. ¡Se reía!

—¿Qué veis cuando cerráis los ojos? —preguntó Waylander.

—¿Dónde? —preguntó Miriel.

—Fuera de la cueva —dijo el guerrero suavemente.

—No hay nada ahí fuera —dijo Miriel después de cerrar los ojos.

—Sigue bajando por el camino, acércate al roble grande. ¿Qué ves ahora?

—Nada. Árboles. Un arroyuelo. ¡Oh!

—¿Qué pasa? —preguntó Waylander.

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