Authors: Brian Lumley
Decir que le pegué no expresaría el castigo que le infligí; pero, sin lo que llevaba dentro de Faethor, habría muerto sin duda. Podría ser que yo hubiese tratado de modo consciente de matarlo; tampoco lo sé, porque el episodio ya no está claro en mi mente. Sólo sé que cuando acabé con él, Ehrig no sentía ya mis golpes y que yo estaba completamente agotado. Pero sanó, desde luego, y también yo. Y concebí una nueva estrategia
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Después de aquello… hubo tiempo para dormir, para estar despierto, para comer… Vista desde fuera, la vida consistía en poco más que esto. Pero para mí, eran también horas de espera, de hacer planes con paciencia y en silencio. En cuanto al Ferenczy, trataba de adiestrarme como a un perro salvaje
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Empezaba así: llegaba a la puerta sin hacer ruido y escuchaba. Aunque parezca extraño, yo sabía que estaba allí. ¡Tenía miedo! Y cuando empezaba a tenerlo, entonces aparecía él. A veces podía sentir que palpaba en los bordes de mi mente, que trataba con gran astucia de insinuarse en mis propios pensamientos. Recordaba cómo había comunicado con el viejo Arvos desde lejos y me esforzaba lo más posible en cerrarle mi cerebro. Creo que lo conseguía en gran manera, pues, después de aquello, podía sentir otra frustración diferente de la mía
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Empleaba un sistema de recompensas. Si yo era «bueno» y le obedecía, tendría comida. El me llamaría a través de la puerta:
«Thibor, ¡tengo aquí un par de sabrosos lechones!»
Si yo le respondía: «¡Ah! ¡Tus padres han venido de visita!», se llevaba sin más la comida. Pero si le decía: «Faethor, padre mío, ¡estoy muerto de hambre! Dame de comer, por favor, pues si no me veré obligado a comerme a ese perro que encerraste aquí abajo conmigo. ¿Y quién me servirá entonces, cuando tú salgas al mundo y quede yo encargado de tus tierras y del castillo?». Entonces entreabría la puerta y me entraba la comida. Aunque, si me acercaba demasiado a aquélla, no volvía a ver a Faethor ni la comida en tres o cuatro días
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Y así me iba yo «debilitando»; cada vez era menos exigente, y empecé a suplicar. Pedía comida, la libertad del castillo, aire fresco y luz, y agua para bañarme; pero sobre todo, la separación de Ehrig, por breve que fuese, pues lo detestaba ahora como detesta un hombre sus propios excrementos. Además, comprendí que también me debilitaba físicamente. Pasaba más tiempo «dormido», y me despertaba más despacio
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Por último, llegó un día en que Ehrig no pudo despertarme, y ¡cómo golpeó entonces la puerta el perro, llamando a su verdadero dueño! Recuerdo que entró Faethor y, entre los dos, me subieron al recinto almenado de encima del salón que atravesaba la garganta. Allí me tendieron al aire libre bajo las primeras estrellas de la noche, pálidos espectros en un cielo que yo no había visto durante mucho tiempo. El sol era como un furúnculo sobre los montes que proyectaba sus últimos rayos sobre las agujas de roca, detrás de las torres del castillo
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«Quizá le faltaba el aire», dijo Faethor, y «tal vez pasó un poco de hambre, también. Pero tienes razón, Ehrig; parece más débil de lo que debería estar. Yo sólo deseaba quebrantar un poco su voluntad, no su cuerpo. Tengo polvos y sales picantes, que deberían reanimarlo. Espera aquí e iré buscarlos. ¡Y vigílalo!». Dejó a Ehrig encargado de mi vigilancia y bajó por una trampa hasta que se perdió de vista. Todo eso lo vi con los ojos entrecerrados. Pero, en el instante en que Ehrig se distrajo un poco, me arrojé encima de él. Le apreté el gaznate con una mano, saqué del bolsillo una tira de cuero que había cogido antes de una bota —había querido destinarlo al cuello del Ferenczy, pero no importaba
—,
y tras ceñir las piernas alrededor de Ehrig para que no patalease, até la tira de cuero a su cuello y tiré con fuerza; hice un segundo lazo y volví a tirar. Al sentir que se ahogaba trató de ponerse en pie, pero le golpeé la cabeza con tal fuerza contra el parapeto, que sentí que se le fracturaba el cráneo. Se derrumbó y lo tendí sobre el suelo de madera
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En aquel momento, estaba de espaldas a la trampa y, naturalmente, fue el lugar elegido por el Ferenczy para regresar. Con un silbido de rabia, saltó hacia mí con la ligereza de un joven; pero sus manos eran de hierro cuando me asió con una de ellas los cabellos y cerró la otra entre mi cuello y un hombro. Ah, pero por vigoroso que fuese, ¡al viejo Faethor le faltaba práctica! Y mi técnica de lucha estaba tan fresca en mi mente como lo había estado durante mi última batalla con los pechenegi. Le di un rodillazo en el bajo vientre y golpeé tan fuerte con la cabeza debajo de su mandíbula inferior que oí romperse sus dientes. Me soltó, cayó sobre las tablas y me puse a horcajadas encima de él; sin embargo, paralela a su furia, creció su fuerza. Apelando al vampiro que llevaba dentro, me arrojó a un lado con la misma facilidad con que hubiera arrojado una bala de paja y se puso en pie al instante, escupiendo dientes rotos, sangre y maldiciones, mientras corría detrás de mí
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Yo sabía que no podía vencerlo. Estaba desarmado. Miré a mi alrededor, bajo la misteriosa luz del crepúsculo, en busca de un arma, y encontré varias. Suspendidos de las altas almenas de atrás, había una serie de espejos redondos de bronce, colocados en diversos ángulos, y dos o tres de ellos captaban ahora los últimos y débiles rayos del sol y los reflejaban sobre el valle. Los artilugios de señales del Ferenczy. Arvos, el gitano, me había dicho que al viejo Ferenczy no le gustaban los espejos ni la luz del sol. Yo no sabía con exactitud lo que había querido decir, pero recordé algo parecido de las antiguas leyendas de los campamentos. En todo caso, tenía poco entre lo que elegir. Si Faethor era vulnerable, ésta sería la única manera segura de saberlo
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Antes de que pudiese alcanzarme, evitando los sitios en que la madera parecía insegura, corrí sobre el terrado. El me persiguió como un gran lobo saltarín, pero se detuvo en seco cuando arranqué un espejo de su soporte y lo volví en su dirección. Desorbitó los ojos amarillos y mostró los dientes ensangrentados, como hileras de agujas rotas. Silbó y su lengua bífica vibró como un relámpago carmesí entre sus mandíbulas
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Sostuve el «espejo» con las manos y supe enseguida lo que era: un pesado escudo de bronce, posiblemente de los antiguos
varya-gi.
Tenía una empuñadura en la parte de atrás, y yo sabía cómo emplearlo; ¡pero debía enfocarlo al centro de su cara! Entonces, por casualidad, el bronce pulido captó un rayo del sol que, como una hoz, se ponía detrás de los montes; lo captó y lo reflejó contra el feroz semblante de Faethor. Y en ese instante comprendí qué había querido decir Arvos
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El vampiro se encogió ante aquel rayo de luz de sol. Se replegó dentro de sí mismo, levantó unas manos como arañas delante de la cara y retrocedió un paso. Yo no había desperdiciado nunca una oportunidad. Me lancé sobre él, le golpeé la cara con el escudo y le di patadas en el bajo vientre obligándolo a retroceder. Y cuando trataba él de contraatacar, captaba el sol y lo arrojaba contra sus dientes, sin darle tiempo a emplear sus reservas
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De esta manera, con patadas y golpes y cegadores rayos de sol, lo hice retroceder sobre el terrado. En un momento dado se hundió una de sus piernas en una tabla podrida, pero la sacó y continuó retirándose delante de mí al tiempo que echaba espumarajos y furiosas maldiciones por la boca. Así llegó al fin al parapeto. Detrás de éste, había veinticinco metros de aire hasta el borde de la garganta y casi cien de una vertiente casi vertical, revestida de apiñados y erizados pinos. En el fondo, estaba el lecho de un riachuelo. Dicho en pocas palabras: una vertiginosa pesadilla
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Él miró por encima del parapeto, me miró a mí con ojos enfurecidos —¿o de miedo?—, y en aquel preciso instante se hundió el sol y desapareció
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El cambio en Faethor fue instantáneo. La sombra aumentó y el Ferenczy se hinchó como un enorme hongo venenoso. Una espantosa sonrisa de triunfo se pintó en su cara, la cual aplasté al momento con un último y formidable golpe de mi escudo
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Y salió despedido por encima del parapeto
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Yo no podía creer que lo hubiese vencido. Parecía una fantasía. Pero, mientras caía dando tumbos, me asomé para observarlo y entonces… ¡ocurrió la cosa más extraña! Lo vi como una mancha negra desplomándose hacia una oscuridad aún mayor y, al cabo de un momento, la forma de aquella mancha cambió. Creí oír un ruido como de un gran desgarrón, como el crujido de unos nudillos gigantescos, y la forma que caía hacia los árboles y la garganta pareció desplegarse como una enorme manta. Ya no caía tan deprisa, ni siquiera verticalmente. En lugar de ello, parecía deslizarse como una hoja, apartándose de la muralla del castillo. Sobre el abismo
.
Entonces se me ocurrió pensar que Faethor, en la plenitud de su poder, podía haber volado, de cierta manera, desde las almenas. Pero lo había pillado por sorpresa y, con la impresión de la caída, él había perdido unos momentos preciosos. Demasiado tarde, había provocado un gran cambio en sí mismo, desplegándose como una vela para atrapar el aire ascendente. Demasiado tarde, porque mientras yo lo miraba fascinado, chocó contra una rama alta. Entonces, la mancha desapareció en un oscuro torbellino de ramas al romperse. Siguió una serie de chasquidos, un grito y un golpe sordo final. Y después, el silencio
…
Escuché durante un largo rato en la creciente oscuridad. Nada
.
Y
entonces me eché a reír. ¡Oh, cómo me reí! Pataleé y golpeé la cima del parapeto con los puños. Había podido con el viejo cabrón, con el viejo diablo. ¡
Había podido
con él!
Dejé de reír. Era cierto que lo había arrojado desde lo alto de la muralla. Pero… ¿estaba muerto?
Me atenazó el pánico. Sabía, mejor que nadie, lo difícil que era matar a un vampiro. Una prueba de ello estaba precisamente allí, en el terrado conmigo, en la forma del sofocado y estremecido Ehrig. Corrí hacia él. Tenía azul la cara y la tira de cuero se había hundido en la carne del cuello. Su cráneo, que había estado blando en el sitio donde yo lo había estrellado contra la pared, se había endurecido ya. ¿Cuánto tiempo tardaría en despertar? En todo caso, no podía confiar en él. No para hacer lo que había que hacer. No; sólo podía contar conmigo mismo
.
Lo llevé deprisa a las entrañas del castillo, a nuestra celda al pie de una de las torres. Lo arrojé allí y cerré y atranqué la puerta. Tal vez la inmunda cosa vampírica de debajo del suelo lo encontraría y devoraría antes de que pudiese recobrarse del todo. No lo sabía, ni me importaba
.
Entonces recorrí con premura el castillo y, a mi paso, encendí todas las lámparas y velas que encontraba para iluminar el lugar como no lo había estado en cien años. Acaso nunca había conocido tanta luz como la que yo creé entonces
.
Había dos entradas: una por el puente levadizo y la puerta que había usado yo al llegar allí, escoltado por los lobos de Faethor, y que atranqué; la otra era un pasadizo cubierto, de madera poco segura, que formaba un puente desde una estrecha cornisa del cantil hasta una ventana en la pared de la segunda torre. Sin duda, ésta había sido la salida de emergencia del Ferenczy, que nunca había tenido ocasión de emplear. Pero, si podía salir por allí, también podía entrar. Busqué aceite, lo vertí en las tablas, prendí fuego al pasadizo elevado y me quedé mirando el tiempo suficiente para asegurarme de que ardía bien
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Me detuve de vez en cuando en otras ventanas para contemplar la noche. Al principio, no había más que la luna y las estrellas, algunos jirones de nubes, el valle plateado, tocado ocasionalmente por fugaces sombras. Pero, al proseguir con mi tarea de iluminar y asegurar el castillo, me di cuenta de que algunas cosas empezaban a moverse. Un lobo aulló tristemente a lo lejos; luego, más cerca, y después, fueron muchos los lobos que aullaron. Los árboles de la garganta eran ahora negros como la tinta, amenazadores como las puertas del infierno
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En la primera torre vi una puerta cerrada con cerrojo y atrancada. ¿Tal vez una cámara del tesoro? Descorrí los cerrojos, levanté la tranca, apoyé el hombro en la puerta. Pero ésta había sido además cerrada con la llave, y quitada la llave de la gran cerradura. Apliqué el oído a las hojas de roble y escuché: allí había algo que se movía con sigilo y… ¿murmuraba?
Quizás era mejor que la puerta estuviese cerrada. Acaso lo había estado, no para impedir la entrada a los ladrones, ¡sino para que lo que había dentro no pudiese salir!
Subí al salón donde Faethor me había envenenado, y allí encontré mis armas, en el mismo sitio donde las había visto por última vez. Mejor aún, descolgué de la pared un hacha pesada y de largo mango. Entonces, armado hasta los dientes, volví a la habitación cerrada. Allí cargué mi arco y lo dejé al alcance de la mano, clavé la espada en una grieta del suelo, donde pudiese tomarla con facilidad y, levantando el hacha con ambas manos, descargué un fuerte golpe contra la puerta. Conseguí hundir un estrecho panel, pero al mismo tiempo hice caer una herrumbrosa llave del lugar donde estaba escondida sobre el dintel
.
La llave correspondía a la cerradura. Y a punto estaba de abrir ésta para entrar, cuando
…
¡Qué aullidos los de los lobos! ¡Tan fuertes que podía oír su estruendo incluso desde allá abajo! Algo se estaba cociendo
…
Dejé la puerta sin abrir, tomé mis armas y subí a la carrera la escalera de caracol hacia las plantas superiores. Los lobos aullaban ahora alrededor del castillo, pero hacían más ruido en la parte de atrás. Me costó poco situar el estruendo en el pasadizo incendiado y llegué a tiempo de ver cómo se hundía el puente ardiente en el abismo de atrás. Y allí, al otro lado de la sima, estaba la manada de lobos de Faethor apiñada en la estrecha cornisa
.
Detrás de ellos, a la sombra del cantil… ¿estaba el propio Ferenczy? Se me erizaron los pelos. Si era él, estaba encorvado, como una sombra extrañamente doblada. ¿Quebrantado por la caída? Tomé mi arco, pero, cuando miré de nuevo, ¡había desaparecido!
O
tal vez no había estado nunca allí. Pero los lobos eran reales, y ahora, el jefe, una bestia enorme, estaba plantado en el borde de la cornisa, midiendo la distancia
.