Vampiros (2 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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—Cuatro; pero uno está loco.

—¿Eh?

—Se volvió loco cuando… sucedió aquello.

Hubo una pausa; después prosiguió la voz, aunque con menos dureza:

—¿Sabe que Borowitz ha muerto?

—Sí. Un vecino lo encontró en su
dacha
de Zhukovka. El vecino era un ex agente de la KGB y se puso al habla con el camarada Andropov, el cual envió un hombre. Ahora está allí.

—Conozco otro nombre —continuó la voz gruesa y gangosa de Brézhnev—. Boris Dragosani. ¿Qué ha sido de él?

—Muerto —y antes de que pudiese morderse la lengua añadió—: gracias a Dios.

—¿Eh? ¡¿Se alegra de que haya muerto uno de sus camaradas?!

—Yo… sí, me alegro. —Krakovitch estaba demasiado cansado para decir algo que no fuese la pura verdad, salida del corazón—. Creo muy probable que haya intervenido en esto; al menos, creo que él atrajo esta calamidad sobre nosotros. Su cuerpo está todavía aquí. También lo están los de todos nuestros muertos, y el de Harry Keogh, un agente británico, creemos. Y también…

—¿Los tártaros?

Brézhnev estaba ahora tranquilo. Krakovitch suspiró. A fin de cuentas, el hombre no era esclavo de los convencionalismos.

—Sí, pero ya no están… animados —respondió.

Hubo otra pausa.

—Krakovitch…, hum, ¿dijo usted Félix? He leído las declaraciones de los otros tres. ¿Son veraces? ¿No hay posibilidad de error, de una sugestión colectiva o algo parecido? ¿Fue realmente tan grave como dicen?

—Son veraces, no hay posibilidad de error, y la cosa
fue
tan grave como han dicho.

—Escuche, Félix. Encargúese de eso. Quiero decir,
personalmente
. No quiero que se cierre la Organización E. Ha sido más que útil para nuestra seguridad. Y Borowitz era más valioso para mí de lo que creerían muchos de mis generales. Por consiguiente, quiero que se reconstruya la Organización. Y parece que usted es la persona adecuada para ello.

Krakovitch se sintió como una mosca golpeada; se tambaleó, no encontraba las palabras.

—Yo…, camarada…, quiero decir…

—¿Puede hacerlo?

Krakovitch no estaba loco. Era la oportunidad de toda una vida.

—Tardaremos años… Pero sí, lo intentaré.

—¡Bien! Pero, si se encarga de esto, tendrá que hacer algo más que intentarlo, Félix. Dígame qué necesita, y lo tendrá. Lo primero que quiero son respuestas. Pero soy el único a quien debe darlas, ¿comprendido? Hay que echar tierra a este asunto. No debe producirse ninguna filtración. Y esto me recuerda una cosa. ¿Ha dicho que había alguien de la KGB con usted?

—Sí; está fuera.

—Llámelo. —La voz de Brezhnev volvía a ser dura—. Que se ponga al aparato. ¡Tengo que hablar con él enseguida!

Krakovitch echó a andar hacia la puerta, en el momento en que se abría ésta y aparecía el hombre en cuestión. Éste irguió los hombros, dirigió una mirada hosca a Krakovitch, entrecerró los ojos, y dijo:

—No hemos terminado, camarada.

—Temo que sí. —Krakovitch se sentía animado, boyante. Debía de ser que la fatiga empezaba a producirle efecto—. Hay alguien al teléfono que quiere hablar con usted.

—¿Eh? ¿Conmigo? —El otro pasó por su lado—. ¿Quién es? ¿Alguien de la oficina?

—No estoy seguro —mintió Krakovitch—. De la oficina principal, supongo.

El hombre de la KGB frunció el rostro y cogió el teléfono.

—Aquí Yanov. ¿Qué pasa? Tengo trabajo y…

Su cara experimentó al instante un rápido cambio de expresión y de color. Se estremeció visiblemente y casi se tambaleó. Se habría dicho que sólo el teléfono lo sostenía en pie.

—¡Sí, señor! Oh, sí, señor, ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! No, señor. Lo haré, señor. Sí, señor. Pero yo…, no, señor. ¡
Sí, señor
!

Parecía mareado; tendió el teléfono a Krakovitch, dichoso de poder librarse de él.

Mientras Krakovitch cogía el auricular, el agente le susurró, irritado:

—¡Imbécil! ¡Es el jefe del Partido!

Krakovitch abrió mucho los ojos e hizo una «O» con la boca. Después dijo con naturalidad al micrófono:

—Aquí Krakovitch —y volvió el auricular en dirección al hombre de la KGB, para que pudiese oír la voz de Brézhnev.

—¿Félix? ¿Se ha ido ya ese gilipollas?

Ahora le tocó al policía especial hacer una «O» con la boca.

—Ahora se marcha —respondió Krakovitch. Señaló enérgicamente con la cabeza hacia la puerta—. ¡Salga! Y no olvide lo que le ha dicho el jefe del Partido. Por su bien.

El agente de la KGB sacudió la cabeza aturdido; luego se lamió los labios y se dirigió a la puerta. Todavía estaba pálido. Al llegar a la puerta, se volvió y adelantó el mentón.

—Yo… —empezó a decir.

—Adiós, camarada —lo despidió Krakovitch—. Ahora se ha ido —dijo por teléfono, al cerrarse de golpe la puerta.

—¡Bien! No quiero que ellos se entrometan. No jugaron con Gregor, y no quiero que jueguen con usted. Si le causan algún problema, comuníquemelo directamente.

—Sí, señor.

—Ahora le diré lo que quiero…, pero primero, dígame una cosa. ¿Se han salvado los archivos de la Organización?

—Se ha salvado casi todo, salvo nuestros agentes. Ha habido muchos daños. Pero creo que los archivos, las instalaciones,… el propio
château
, se hallan en buen estado. En cuanto a la fuerza humana, es otra historia. Le diré lo que nos queda. Yo y otros tres supervivientes; seis que están de vacaciones en diferentes lugares; tres telépatas bastante buenos, de servicio permanente en relación con las embajadas de Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, y cuatro o cinco agentes distribuidos por el mundo. Como los muertos han sido veintiocho, hemos perdido casi dos tercios de nuestro personal. La mayoría de los mejores ha fallecido.

—Sí, sí —se impacientaba Brézhnev—. La fuerza humana es importante; por eso le he preguntado sobre los archivos. ¡Reclutamiento! Esta es su primera tarea. Necesitará mucho tiempo, lo sé, pero ponga manos a la obra. El viejo Gregor me dijo una vez que tenía usted unos hombres especiales, capaces de descubrir a otros dotados de talento, ¿no?

—Tengo todavía un buen observador, sí —respondió Krakovitch, asintiendo inconscientemente con la cabeza—. Lo emplearé enseguida. Y, desde luego, empezaré a estudiar los archivos del camarada Borowitz.

—¡Bien! Ahora veamos con qué rapidez puede limpiar ese lugar. Los cadáveres tártaros, ¡quémelos! Y no deje que nadie los vea. No me importa cómo lo haga; pero hágalo. Después redacte un presupuesto completo para las reparaciones en el
château
. Será atendido enseguida. Tendré un hombre aquí, en este número o en otro que él le dará, con quien podrá ponerse en contacto siempre que necesite algo. A partir de ahora, usted lo tendrá informado y él me informará a mí. Será su único jefe, pero no le negará nada. ¿Se da cuenta de lo mucho que lo aprecio, Félix? Bueno, la cosa puede empezar. En cuanto a lo demás, Félix Krakovitch, ¡quiero saber
cómo
ha ocurrido esto! ¿Están tan adelantados los británicos, los americanos, los chinos? Quiero decir, ¿cómo
pudo
un hombre, ese Harry Keogh, causar tanto daño?

—Camarada —respondió Krakovitch—, usted ha mencionado a Boris Dragosani. Una vez lo vi trabajar. Era un nigromante. Olía los secretos de los muertos. Lo he visto hacer cosas, con los cadáveres, que me causaron pesadillas durante meses. ¿Pregunta usted cómo podía hacer Harry Keogh tanto daño? Por lo poco que he podido descubrir hasta ahora, parece que era capaz de casi todo. Telepatía, teletransporte, incluso la propia necromancia de Dragosani. Era el mejor de ellos. Pero creo que estaba muchos pasos por delante de Dragosani. Una cosa es torturar a los muertos y arrancar sus secretos de la sangre, el cerebro y las entrañas, y otra muy distinta hacer que se levanten de las tumbas y que luchen para uno.

—¿Teletransporte? —El jefe del Partido reflexionó un instante y, después, dijo con impaciencia—: Mire, cuanto más oigo de esas cosas, menos inclinado me siento a creerlas. No las
creería
en absoluto, si no hubiese visto los resultados de Borowitz. ¿Y de qué otra manera podría explicar la presencia de doscientos cadáveres de tártaros? Pero ahora…, ya he gastado suficiente tiempo con esto. Tengo otras cosas que hacer. Dentro de cinco minutos tendré a su intermediario en esta línea. Piénselo y dígale lo que quiere que se haga, lo que necesita. Él hará todo lo que pueda. Ha desempeñado otras veces esta función. Bueno, ¡no exactamente una función de
esta
clase! Una última cosa…

A Krakovitch le daba vueltas la cabeza.

—Quiero que esto quede bien claro: necesito las respuestas lo antes posible. Pero tiene que haber un límite, y este límite es un año. Entonces trabajará la Organización al ciento por ciento de eficacia, y usted y yo lo sabremos todo. Y lo comprenderemos todo. Mire, cuando tengamos todas las respuestas, Félix, sabremos tanto como los que han hecho esto. ¿De acuerdo?

—Parece lógico, señor jefe del Partido.

—Lo es. Conque, adelante. Y suerte…

El teléfono emitió un zumbido continuo.

Krakovitch colgó con cuidado el aparato, lo miró fijamente unos instantes y se dirigió a la puerta. Mentalmente, hacía listas, en un orden aproximado de preferencia, de las cosas que había que hacer. En el mundo occidental, una tragedia como ésta no habría podido encubrirse jamás, pero en la URSS esto no sería tan difícil. Krakovitch no estaba seguro de si era o no lo mejor.

1. Los muertos tenían familias. Ahora tendrían que contarles algún cuento: tal vez que se había producido un «accidente catastrófico». Esto sería de responsabilidad de su intermediario.

2. Había que llamar enseguida a todo el personal de la Organización E, incluidos los tres que sabían lo que había ocurrido aquí. Ahora estaban en sus casas, pero sabían lo bastante para no decir nada.

3. Había que recoger a los veintiocho colegas de la Organización E, depositarlos en ataúdes y preparar el entierro lo mejor posible. Y esto tendrían que hacerlo aquí los supervivientes y los que volviesen del permiso.

4. Había que empezar con prontitud el reclutamiento.

5.Había que designar un segundo en el mando, a fin de que Krakovitch pudiese empezar una adecuada y
completa
investigación a fondo. Esto era algo que debía hacer personalmente, tal como Brezhnev le había ordenado.

Y 6… ya pensaría en el punto seis cuando estuviesen en marcha los cinco primeros. Pero antes de todo esto…

Fuera encontró al conductor del camión militar, un joven sargento de uniforme.

—¿Cómo se llama? —le preguntó, con indiferencia.

Necesitaba dormir un poco, y pronto.

—Sargento Gulhárov,
señor
—respondió el conductor, cuadrándose.

—¿Nombre?

—Sergei,
señor
.

—Sergei, llámeme Félix. Dígame, ¿ha oído hablar alguna vez del Gato Félix?

El otro sacudió la cabeza.

—Tengo un amigo que colecciona viejas películas de historietas —le dijo Krakovitch y se encogió de hombros—. Tiene muchas relaciones. En todo caso, se trata de un gracioso personaje de historieta, americano, llamado Gato Félix. Es muy cauteloso este Félix. Los gatos por lo general lo son, ¿sabe? En el ejército británico, también llaman Félix a los oficiales encargados de neutralizar las bombas; porque tienen que andarse con mucho cuidado. ¡Ah! Tal vez mi madre habría debido llamarme Sergei, ¿eh?

El sargento se rascó la cabeza.

—¿Señor?

—Olvídelo —dijo Krakovitch—. Dígame, ¿lleva gasolina de repuesto?

—Sólo la que hay en el depósito, señor. Unos cincuenta litros.

Krakovitch asintió con la cabeza.

—Bien, subamos al coche y le diré adonde tenemos que ir.

Lo dirigió alrededor del
château
hasta un
bunker
próximo a la pista de helicópteros, donde guardaban el
avgas
. Estaba muy cerca, pero era mejor llevar el camión hasta el
avgas
que traer el
avgas
hasta el camión. Durante el proyecto, saltando sobre el suelo desigual, preguntó el sargento:

—¿Qué ha pasado aquí, señor?

Krakovitch advirtió por primera vez que tenía unos ojos vidriosos. Había ayudado a subir la horrible carga al camión.

—No haga nunca esta clase de preguntas —le dijo Krakovitch—. En realidad, no pregunte
nada
mientras esté aquí, que supongo que será por mucho, mucho tiempo. Sólo haga lo que yo le diga.

Cargaron los bidones de
avgas
en el camión y se dirigieron a un rincón boscoso de los jardines del
château
donde la tierra era muy pantanosa. Sergei Gulhárov protestó, pero Krakovitch lo hizo seguir adelante hasta que el camión quedó atascado en la nieve y el fango.

—Ya basta —ordenó Krakovitch.

Se apearon y descargaron el
avgas
, y el sargento, todavía protestando, ayudó a Krakovitch a verter el carburante de avión alrededor y dentro del camión. Cuando hubieron terminado, preguntó Krakovitch:

—¿Hay algo en la cabina que quiera conservar?

—No, señor. —Gulhárov estaba muy agitado—. Señor… bueno, Félix, no puede hacer esto. ¡No debemos hacer esto! Me someterán a consejo de guerra. ¡Tal vez me fusilarán! Cuando vuelva al cuartel, ello me…

—¿Es casado o soltero?

Krakovitch vertió un fino reguero de
avgas
desde el camión hasta dentro de la arboleda. Trazó un surco oscuro en la nieve.

—Soltero.

—Yo también. ¡Bueno! Lo cierto es que no va a volver al cuartel, Sergei. De ahora en adelante, trabajará conmigo. Siempre.

—Pero…

—No hay pero que valga. El jefe del Partido lo ha ordenado. ¡Debería considerarlo un honor!

—Pero mi sargento mayor y el coronel…

—Créame —lo interrumpió de nuevo Krakovitch—, se sentirán orgullosos de usted. ¿Fuma, Sergei?

Palpó los bolsillos de la bata, que había perdido su blancura, y encontró los cigarrillos.

—Sí, señor; a veces.

Krakovitch le ofreció un cigarrillo y se llevó otro a la boca.

—Me parece que he olvidado las cerillas.

—Señor, yo…

—Cerillas —repitió Krakovitch y alargó la mano.

Gulhárov cedió y empezó a buscar en un bolsillo profundo. Si Krakovitch estaba loco, todo acabaría bien. Lo encerrarían y el sargento Sergei Gulhárov sería eximido de toda culpa. Desde luego, podía también presumir que estaba loco y saltar sobre él en ese mismo instante. Entonces, si estaba
realmente
loco, él sería un héroe. Se preparó para actuar.

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