Authors: Brian Lumley
—Los griegos le temen más que Vladimir —le había informado el parlanchín—. En tierras griegas, hace tiempo que han buscado y aniquilado a esa clase de gente. A los que son como Ferenczy los llaman «vrikolax», que en búlgaro es «obour» o «mouphour»… ¡o «wampir»!
—He oído hablar de los wampir —le había respondido Thibor—. En mi viejo país tienen el mismo mito e igual nombre para ellos. Una superstición de campesinos. Y te diré algo más: los hombres a quienes maté se pudren en sus tumbas, si es que las tienen. ¡Allí no se hinchan! Y si lo hacen, es de gases de putrefacción, ¡no de sangre de los vivos!
—Sin embargo, se dice que Ferenczy es una de esas criaturas —había insistido el informador de Thibor—. He oído hablar de ellas a los sacerdotes griegos: dicen que no hay sitio en tierras cristianas para esta clase de seres. En Grecia les clavan estacas en el corazón y les cortan la cabeza. O mejor aún, los descuartizan y queman los pedazos. Creen que incluso una parte pequeña de un wampir puede crecer de nuevo en el cuerpo de un incauto. Es como una sanguijuela, pero por dentro. De aquí el dicho de que el wampir tiene dos corazones y dos almas, y de que no puede morir si no son destruidos ambos.
Thibor había sonreído, con desdén y sin humor, y le había dado las gracias.
—Bueno, hechicero o brujo o lo que sea —dijo—, ya ha vivido bastante. El príncipe Vladimir quiere la muerte de Ferenczy y me ha encargado esta misión.
—¡Ya ha vivido bastante! —había repetido el otro, levantando las manos—. Sí, y no sabes lo cierto que es esto. Ha habido un Ferenczy en aquellas montañas desde tiempo inmemorial. Y según la leyenda, ¡siempre ha sido
el mismo
! Y ahora dime, valaco, ¿qué clase de hombre es el que ve pasar los años como si fuesen horas?
Thibor se había reído también al oír eso; pero ahora, al evocarlo, parecía que algunas cosas concordaban.
Por ejemplo, la palabra «Moupho» en el nombre del pueblo; una palabra que sonaba mucho como «mouphour» o wampir.
¿«Pueblo del Viejo Vampiro Ferenczy»? ¿Y qué era lo que había dicho Arvos, el
szgany?
«El sol no es amigo de él. Ni lo es ningún espejo, dicho sea de pasada.» ¿No eran los vampiros cosas de la noche, temerosos de los espejos porque nada reflejaban éstos o tal vez eran sus reflejos más próximos a la realidad? Entonces el valaco se burló de sus fantasías. Era este viejo lugar, y nada más, que excitaba su imaginación. Estos bosques de siglos y estas montañas eternas…
El grupo salió de entre los árboles y se encontró en la cresta de unos montes en forma de cúpulas, donde la tierra era escasa y sólo crecían líquenes; más allá, en una honda depresión, se extendía una llanura pedregosa y de guijarros sueltos más o menos media milla hasta las oscuras sombras de los negros cantiles. Hacia el norte se elevaba más y formaba unos cuernos, y fueron éstos los que señaló el viejo Arvos a la luz de la luna, con un dedo torcido.
—¡Allí! —rió entre dientes, como si fuese cosa de broma—. ¡Allí está la casa de los viejos Ferengi!
Thibor miró… y vio unas ventanas lejanas, debajo de los cuernos, iluminadas como ojos en la oscuridad. Y habría sido natural que algún murciélago monstruoso estuviese agazapado en aquellas alturas, o tal vez el rey de todos los grandes lobos.
—Como ojos en una cara de piedra —gruñó uno de los valacos de Thibor, un hombre todo pecho y brazos, de piernas cortas y rollizas.
—¡Y no los únicos ojos que nos observan! —murmuró el otro, un hombre delgado y encorvado que siempre adelantaba de modo agresivo la cabeza.
—¿Qué estáis diciendo?
Thibor estuvo de inmediato alerta, mirando a su alrededor en la oscuridad. Entonces vio los ojos feroces, triangulares, como gotas de oro suspendidas en la oscuridad en la orilla del bosque. Cinco pares de ojos. Serían de lobos, ¿no?
—¡Eh! —gritó Thibor. Desenvainó la espada y dio un paso adelante—. ¡Fuera, perros de los bosques! No tenemos nada para vosotros.
Los ojos pestañearon esporádicamente a pares, retrocedieron, se desparramaron. Cuatro formas flacas y grises se alejaron saltando bajo la líquida luz de la luna y se perdieron entre los cantos rodados del llano pedregal. Pero el quinto par de ojos permaneció en su sitio, pareció ganar altura, flotó sin vacilación, saliendo de la oscuridad.
Un hombre avanzó desde la sombra, un hombre tan alto o más que el propio Thibor.
Arvos, el gitano, se tambaleó y pareció a punto de desmayarse. La luna tiñó su cara de un gris plateado y pálido. El desconocido alargó una mano, lo agarró de un hombro y lo miró fijo a los ojos. Y poco a poco, el viejo se irguió y dejó de temblar.
A la manera de un guerrero nato, Thibor se había situado a cierta distancia para atacar. Tenía todavía la espada en la mano, pero el desconocido no era más que un hombre. Los acompañantes de Thibor, asombrados al principio, tal vez incluso un poco asustados, se disponían a desenvainar sus armas, pero él los detuvo con una palabra y envainó la suya. Era, en todo caso, una muestra de desafío, un gesto que en un solo movimiento manifestaba su fuerza y posiblemente su desprecio. Era, por cierto, una prueba de intrepidez.
—¿Quién eres? —dijo—. ¡Vienes de noche como un lobo!
El recién llegado era delgado, de aspecto casi frágil. Vestía por completo de negro, con una pesada capa que le envolvía los hombros y le llegaba hasta debajo de las rodillas. Podía llevar armas ocultas bajo la capa, pero tenía las manos a la vista, apoyándolas en los muslos. Ahora prescindió del viejo Arvos y miró a los tres valacos. Sus ojos negros echaron una mirada rápida a los acompañantes de Thibor, pero se fijaron en éste un largo rato antes de responder:
—Soy de la casa de Ferenczy. Mi amo me ha enviado a ver qué clase de hombres van a visitarlo esta noche.
Esbozó una débil sonrisa. Su voz produjo un efecto apaciguador en el
voevod
y, aunque parezca extraño, también lo produjeron sus ojos que no pestañeaban y reflejaban ahora la luz de la luna. Thibor lamentó que no hubiese más luz natural. Había algo que le repugnaba en las facciones de aquel hombre. Tuvo la impresión de que estaba mirando un cráneo deforme y se preguntó por qué no lo turbaba esto más. Pero alguna atracción misteriosa lo retenía, como se siente atraída la mariposa por la llama que va a devorarla. Sí, atraído y repelido al mismo tiempo.
Al concebir la idea de que estaba cayendo bajo algún extraño maleficio o influjo, se sobrepuso y se obligó a hablar.
—Puedes decirle a tu señor que soy un valaco. Y también que vengo para hablarle de cosas importantes, de llamamientos y responsabilidades.
El hombre de la capa se acercó más y la luz de la luna dio de lleno en su cara. A fin de cuentas, era la cara de un hombre y no un cráneo, pero tenía algo lobuno, unas mandíbulas y unas orejas casi anormalmente largas.
—Mi señor presumió que debía ser así —dijo, en un tono de voz ligeramente duro—. Pero no importa, lo que tenga que ser será, y tú no eres más que un mensajero. Sin embargo, antes de que pases de este punto, que es una frontera, mi señor debe asegurarse de que vienes por tu propia y libre voluntad.
Thibor había recuperado el aplomo.
—Nadie me ha traído aquí arriba a rastras —gruñó.
—¿Pero has sido enviado…?
—El hombre vigoroso sólo puede ser «enviado» adonde quiere ir —replicó el valaco.
—¿Y tus hombres?
—Nosotros vamos con Thibor —dijo el corcovado—. Donde va él, allá vamos nosotros, ¡de buen grado!
—Incluso para visitar a alguien que envía lobos para darnos la bienvenida —añadió el segundo acompañante de Thibor, el que tenía aspecto de simio.
—¿Lobos? —El desconocido frunció la frente e inclinó a un lado la cabeza con curiosidad. Miró vivamente a su alrededor y luego sonrió divertido—. Querrás decir los perros de mi señor.
—¿Perros?
Thibor estaba seguro de haber visto lobos. Sin embargo, la idea parecía ahora ridicula.
—Sí, perros. Salieron a dar un paseo conmigo, porque la noche es buena. Pero no están acostumbrados a ver desconocidos. Mira, han vuelto corriendo a casa.
Thibor asintió con la cabeza y dijo:
—Entonces, has venido a nuestro encuentro a medio camino, para acompañarnos y mostrarnos el sendero.
—No —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. Esto podía haberlo hecho Arvos. He venido sólo para recibiros y contar vuestro número… y también para asegurarme de que tu presencia aquí no ha sido obligada. Es decir, de que vienes por tu propia y libre voluntad.
—Repito —gruñó Thibor—: ¿quién podría obligarme?
—Hay presiones y presiones —dijo el otro, encogiéndose de hombros—. Pero veo que eres dueño de ti.
—Has mencionado nuestro número.
El hombre de la capa arqueó las cejas, que se pusieron casi de punta.
—Para vuestro alojamiento —respondió—. ¿Para qué más podía ser? —Y antes de que Thibor pudiese replicar—: Ahora tengo que adelantarme, para hacer los preparativos.
—Lamentaría importunar a tu señor —dijo rápidamente Thibor—. Ya es bastante malo ser un huésped inesperado, pero es aún peor si otros tienen que dejar vacantes las habitaciones que les corresponden por derecho, para hacer sitio para mí y los míos.
—Oh, hay espacio de sobra —respondió el otro—. Y no eras del todo inesperado. En cuanto a sacar a otros de sus habitaciones, la casa de mi señor es un castillo, pero alberga a menos almas de las que hay aquí.
Era como si hubiese leído la mente de Thibor y contestado la pregunta que había encontrado en ella.
Ahora inclinó la cabeza en dirección al viejo
szgany
.
—Sin embargo, no olvides que hay piedras sueltas en el sendero a lo largo del risco y que el camino es un poco peligroso. Debes estar alerta por si caen rocas. —Y dirigiéndose de nuevo a Thibor, dijo—: Entonces, hasta luego.
Observaron cómo se volvía y echaba a andar detrás de los «perros» de su señor por la estrecha e irregular y pedregosa llanura.
Cuando hubo desaparecido en la sombra, Thibor agarró a Arvos por el cuello.
—Ningún servidor, ¿eh? —silbó a la cara del viejo gitano—. Ningún criado, ¿eh? Bueno, ¿eres un simple mentiroso o un gran embustero? ¡Ferenczy puede tener allí un ejército!
Arvos trató de echarse atrás y se encontró con que la mano del valaco era como una tenaza en su cuello.
—Un… criado o dos —jadeó—. ¿Cómo podía… podía yo saberlo? Hace más de un año que…
Thibor lo soltó y lo empujó.
—Viejo —le advirtió—, si quieres ver el día de mañana, procura guiarnos con cuidado a lo largo de este peligroso sendero.
Y cruzaron la depresión pedregosa hasta el acantilado y empezaron a subir por el estrecho camino tallado en su cara casi vertical…
El camino estaba como pegado a la negra piedra del acantilado, a la manera de una serpiente de plata bajo la luna. Su superficie era lo bastante ancha como para que pudiese pasar una pequeña carreta, pero no más; y en algunos sitios, el borde se había desmoronado y el sendero se estrechaba hasta tener poco más de la anchura de un hombre. Era precisamente cuando estaban en estos pasos estrechos que la brisa nocturna que venía del bosque arreciaba hasta tal punto, que parecía tirar amenazadora de los hombres que subían como insectos hacia aquel desconocido nido de águilas que era su destino.
—¿Es mucho más largo este maldito sendero? —preguntó Thibor al gitano, después de unos ochocientos metros de lenta y cuidadosa ascensión.
—Estamos en la mitad —respondió al punto Arvos—, pero de aquí en adelante es más empinado. He oído decir que antiguamente subían carretas por aquí, pero de esto hace un siglo o más, y el camino ha estado descuidado.
—
¡Humm!
—gruñó el simiesco acompañante de Thibor—. ¿Carretas? ¡Yo no traería ni una cabra aquí!
Al oír esto, el otro valaco, el jorobado, se sobresaltó y se apretó más contra la roca.
—Yo no sé nada de cabras —murmuró con voz ronca—, pero, si no me equivoco, tenemos una extraña compañía: ¡los «perros» de Ferenczy!
Thibor miró adelante, hacia el lugar donde el sendero desaparecía alrededor de la curva del acantilado. Recortadas sus siluetas contra el espacio estrellado, se erguían formas lobunas gibosas, con el hocico levantado, las orejas alerta y brillantes los ojos feroces. Pero había sólo dos de ellos. Tras lanzar una exclamación de sorpresa y luego una maldición, Thibor miró atrás hacia las más oscuras sombras, y vio a los otros dos; mejor dicho, vio sus ojos triangulares plateados por la luna.
—¡Arvos! —gritó, una vez recobró el aplomo, y alargó los brazos para agarrar al viejo gitano—.
¡Arvos!
El súbito estruendo habría podido ser el de un trueno, pero el aire era claro y seco y las pocas nubes que había en el cielo no eran de tormenta; el trueno raras veces hace que tiemble el suelo bajo los pies.
El amigo delgado y encorvado de Thibor marchaba el último y se hallaba en el sitio donde el sendero se había convertido en una estrecha cornisa. Sólo necesitaba dar un paso para hallarse en lugar seguro.
—¡Desprendimiento de piedras! —gritó con voz ronca, mientras saltaba hacia adelante.
Pero en el momento de saltar, las piedras llovieron sobre él y lo arrastraron. Así de rápido: estaba allí, con los brazos alargados y el semblante pálido a la luz de la luna, y se había ido. No gritó; golpeado por las piedras, sin duda estaba inconsciente o muerto ya al caer.
Cuando el último guijarro y la última nubecita de polvo hubieron pasado y se hubo extinguido el eco del desprendimiento, Thibor se acercó al borde del camino y miró hacia abajo. Nada pudo ver; sólo oscuridad y el centelleo de la luz sobre unas rocas lejanas. Arriba y abajo del camino, no había rastro de los lobos.
Thibor se volvió hacia el lugar donde temblaba y se pegaba a la roca el viejo gitano.
—¡Un desprendimiento de piedras! —El viejo vio la expresión del semblante de Thibor—. No puedes culparme de que hayan caído piedras. Si él hubiese saltado en vez de gritar…
Thibor asintió con la cabeza.
—No —dijo, negra la expresión como la misma noche—, no puedo culparte de un desprendimiento de piedras. Pero, de ahora en adelante la culpa será lo de menos. De ahora en adelante, si hay algún problema, por la causa que sea, te arrojaré al abismo. De esta manera, si tengo que morir, sabré que tú has muerto primero. Pues quiero dejar una cosa en claro, viejo. No me fío de Ferenczy, no me fío de sus «perros» y menos aún de ti. No habrá más avisos. —Señaló el sendero con el pulgar—. Para adelante, Arvos de los
szgany
, ¡y aprisa!