Authors: Brian Lumley
Reservado
. Helen empezó a dar vueltas a sus pensamientos.
Yulian, ¿reservado?
¿Quería su madre decir atrasado? Claro que no; sus argumentos habían apuntado en el sentido contrario. ¿Tímido? ¿Retraído? Sí, debía de ser eso lo que quiso decir. Bueno, y podía parecer tímido, si uno no lo conocía bien. Helen lo conocía mejor, desde aquella vez, hacía dos años. Y en cuanto a marica…, difícilmente podía ser considerado como tal. En todo caso, ella lo dudaba mucho. Sonrió en secreto. Pero era mejor que siguiesen pensándolo. Al menos mientras creyesen que era afeminado, no les importaría dejarla en su compañía. Pero no, Yulian no era enteramente
gay
. A medias, tal vez.
Hacía dos años, sí…
Helen había tardado mucho en conseguir que él le hablase. Recordaba muy bien las circunstancias.
Había sido un hermoso sábado, el segundo día de unas vacaciones de diez; sus padres y tía Georgina habían ido a Salcombe para pasar un día de baños de mar y de sol; Yulian y Helen se quedaron al cuidado de la casa, él con su cachorro alsaciano para jugar, y ella dispuesta a explorar los jardines, el vasto granero, las arruinadas caballerizas y el oscuro y tupido soto. Yulian no tenía ganas de bañarse, en realidad odiaba el sol y el mar, y Helen habría preferido cualquier cosa a pasar el tiempo con sus padres.
—¿Quieres pasear conmigo? —preguntó a Yulian, al encontrarlo solo con el desgarbado perrito en la oscura y fresca biblioteca.
Él había sacudido la cabeza. Pálido en la sombra de esa única habitación donde nunca parecía llegar el sol, holgazaneaba en un sofá, acariciando las orejas colgantes del cachorro con una mano mientras sostenía un libro con la otra.
—¿Por qué no? Podrías mostrarme la finca.
El había mirado al cachorro.
—Se cansa si camina demasiado. Todavía no se aguanta muy bien sobre las patas. Y yo me quemo fácilmente con el sol. En realidad, no me gusta el sol. Y en todo caso, estoy leyendo.
—No eres un compañero muy divertido —había dicho ella, poniendo deliberadamente mala cara. Y había preguntado—: ¿Hay todavía paja en el henil, encima del granero?
—¿El henil? —Yulian había parecido sorprendido. Su larga y nada fea cara era un óvalo suave contra el terciopelo oscuro del respaldo del sofá—. Hace años que no he estado allá arriba.
—A propósito, ¿qué estás leyendo?
Se sentó al lado de él y alargó una mano para tomar el libro que Yulian sostenía flojamente con sus largos dedos. Él se echó atrás apartando el libro de su alcance.
—No es para niñas pequeñas —dijo, sin cambiar de expresión.
Frustrada, sacudió ella los cabellos y miró a su alrededor.
Era
grande, aquella habitación; dividida por la mitad, como una biblioteca pública, con estantes desde el suelo hasta el techo y huecos llenos de libros en todas las paredes. Olía a libros viejos, polvorientos y mohosos. No,
apestaba
a ellos, de manera que uno casi temía respirar para que los pulmones no se llenasen de palabras y tinta y cola seca y fibras de papel.
Había un armario poco profundo en un rincón de la estancia y su puerta estaba abierta. Unas huellas en la raída alfombra mostraban el sitio al que había arrastrado Yulian una escalera para alcanzar cierta parte de la estantería. Los libros del estante superior estaban casi ocultos por la penumbra, donde viejas telarañas recogían polvo. Pero, a diferencia de las limpias hileras de los estantes inferiores, aquellos libros estaban amontonados a la buena de Dios, mezclados como si hubiesen sido removidos recientemente.
—¿Eh? —dijo ella, levantándose—. Conque soy una niña pequeña, ¿verdad? Entonces, ¿qué eres tú? Sólo me llevas un año, ¿sabes?
Se dirigió a la escalera y empezó a subir.
La nuez de Yulian subió y bajó. El muchacho dejó su libro a un lado y se levantó ágilmente.
—Deja en paz el estante de arriba —dijo fríamente, acercándose al pie de la escalera.
Ella no le hizo caso, miró los títulos y leyó en voz alta:
—Coates,
Magnetismo humano
o
Cómo hipnotizar
. ¡Hum! ¡Un galimatías!
Lican
…, ¿eh?,
Licantropía
. ¡Oh! Y…
¡El Beardsley erótico!
—palmoteo, encantada—. ¿Son dibujos sucios, Yulian? —Tomó el libro del estante y lo abrió—. ¡Oh! —repitió, esta vez en voz más baja.
El dibujo en blanco y negro de la página en que se había abierto el libro era bastante más bestial que erótico.
—¡Déjalo! —silbó Yulian, desde abajo.
Helen dejó el
Beardsley
y leyó más títulos.
—
Vampirismo
…, ¡uy!
La potencia sexual de los sátiros y de las ninfómanas. Sadismo y aberración sexual
. Y…
¿Criaturas parásitas?
¡Qué variados! Y no tienen polvo en absoluto, estos libros tan viejos. ¿Los lees mucho, Yulian?
Él sacudió la escalera e insistió:
—¡Baja de ahí!
Su voz era muy grave, casi amenazadora. Era gutural, más profunda que las veces que la había oído con anterioridad. Casi una voz de hombre, no de muchacho. Entonces ella lo miró.
Yulian estaba en pie debajo de ella, con la cara vuelta hacia arriba en un ángulo agudo y justo al nivel de sus rodillas. Los ojos eran como agujeros perforados en una cara de papel, brillantes las pupilas como canicas negras. Helen lo miró fijamente, pero sus ojos no se encontraron, porque él no la estaba mirando a la cara.
—Bueno —dijo entonces, incitándolo—, me parece que en realidad eres muy malo, Yulian. Con esos libros y todo lo demás…
Se había puesto el vestido corto, a causa del calor, y ahora se alegraba de ello.
Él desvió la mirada, se tocó la frente y se volvió a un lado.
—¿Querías… querías ver el henil?
Su voz volvía a ser suave.
—¿Podemos? —Bajó de la escalera en un santiamén—. ¡Me
encantan
los viejos heniles! Pero tu madre dijo que no era seguro.
—Yo creo que lo es bastante —respondió él—. Georgina se preocupa por todo.
Llamaba Georgina a su madre desde que era pequeño. A ella no parecía importarle.
Cruzaban la casa de distribución irregular, hacia la puerta principal, cuando Yulian se excusó para ir un momento a su habitación. Volvió con unas gafas oscuras y un sombrero blando de ala ancha.
—Ahora pareces un pálido bandido mexicano —le dijo Helen, pasando delante.
Y con el negro cachorro alsaciano pisándoles los talones, se dirigieron al granero.
En realidad era una estructura muy sencilla de piedra, con una plataforma de tablas sobre las altas vigas para formar un henil. Al lado estaban las cuadras, completamente arruinadas, como un racimo abandonado de viejos edificios. Hasta hacía cinco o seis años, los Bodescu habían dejado que un granjero local tuviese allí a sus caballos durante el invierno, y él había guardado heno para ellos en el granero.
—¿Por qué diablos necesitáis una casa tan grande para vivir? —preguntó Helen, al entrar por una puerta chirriante al granero, donde había sombra y se filtraban polvorientos rayos de sol y se escabullían los ratones.
—¿Perdón? —dijo él al cabo de un momento, pues estaba pensando en otra cosa.
—Este lugar. Toda la finca. Y este alto muro de piedra a todo su alrededor. ¿Cuánta tierra encierra? ¿Doce mil metros cuadrados?
—Un poco más de catorce mil —respondió él.
—Un caserón laberíntico, viejas cuadras, graneros, un prado donde crece demasiado la hierba, incluso un soto sombreado para pasear por él en otoño, cuando los colores envejecen. Quiero decir, ¿por qué dos personas corrientes necesitan tanto espacio para vivir?
—¿Corrientes? —El la miró con curiosidad, brillando húmedos sus ojos detrás de las gafas oscuras—. ¿Te consideras tú una persona corriente?
—Desde luego.
—Pues yo no. Creo que eres extraordinaria. Yo lo soy también, y también lo es Georgina, cada cual por diferentes razones. —Parecía muy sincero, casi agresivo, como desafíándola a contradecirlo. Pero entonces se encogió de hombros—. En todo caso, no es cuestión de por qué lo necesitamos. Es nuestro, y se acabó.
—Pero ¿como lo conseguísteis? Quiero decir que no podíais comprarlo. Tiene que haber otros muchos lugares…, bueno,
más fáciles
donde vivir.
Yulian cruzó el suelo embaldosado entre montones de viejas pizarras y herrumbrosas y rotas herramientas, hasta el pie de la escalera descubierta de madera.
—El henil —dijo, mirándola con sus ojos negros.
Ella no podía ver aquellos ojos, pero los sentía.
A veces, los movimientos de él eran tan flexibles que casi parecía que estuviese andando en sueños. Sí, ahora parecía un sonámbulo, al subir despacio la escalera, peldaño a peldaño.
—Todavía
hay
paja —dijo, con voz lánguida.
Ella lo observó hasta que se perdió de vista. Había en él una resolución, un hambre… Su padre creía que era blando, afeminado, pero Helen pensaba todo lo contrario. Lo veía como un animal inteligente, como un lobo. Furtivo, pero discreto, y siempre en la orilla de las situaciones, al acecho de su oportunidad…
Ella se sintió de pronto rígida y aspiró tres veces aire, deliberadamente, antes de seguirlo. Mientras subía con cuidado la escalera, dijo:
—¡Ahora lo recuerdo! Era de tu bisabuelo, ¿no? Me refiero a la casa.
Acabó de subir al henil. Tres grandes balas de heno, blanqueado por el tiempo, marchito y polvoriento, estaban amontonadas allí. Un extremo del pajar estaba abierto, protegido de los elementos por unos saledizos. Finos y cálidos rayos de sol entraban sesgados por agujeros del tejado, atrapando motas de polvo como moscas en ámbar, formando manchas amarillas en las tablas de suelo.
«Una cama para una gitana», pensó Helen. «O para una libertina.»
Se tumbó en el suelo, dándose cuenta de que el vestido se le arremangaba sobre las bragas al yacer boca abajo. No hizo nada para arreglarlo. En lugar de ello abrió un poco las piernas y movió el trasero, consiguiendo que el movimiento pareciese absolutamente inconsciente, cosa que estaba muy lejos de la verdad.
Yulian permaneció inmóvil durante un largo momento y ella pudo sentir que la estaba mirando, pero se limitó a apoyar la barbilla en las manos y mirar por el extremo abierto del pajar. Desde allí se podía ver el muro de cerca, el paseo curvo, el soto. La sombra de Yulian eclipsó varios discos de luz de sol y Helen contuvo el aliento. La paja crujió y supo que él estaba detrás de ella, como un lobo en el bosque.
El sombrero flexible cayó sobre la paja a la izquierda de ella; él se tumbó a su derecha, pasando casualmente el brazo sobre su cintura. Casualmente, sí, y ligero como una pluma; pero Helen lo sintió como una barra de hierro. Él estaba un poco más atrás que ella, con el mentón apoyado en la mano derecha y mirándola. El brazo, extendido de este modo sobre ella, debía molestarle mucho. Debía pesarle y ella sintió que empezaba a temblar; pero a Yulian no parecía importarle. Pero desde luego, no se atrevería, ¿eh?
—De mi bisabuelo, sí —respondió él al fin—. Vivió y murió aquí. La finca fue heredada por la madre de Georgina. A su marido, mi abuelo, no le gustaba; por eso la alquilaron y se fueron a vivir a Londres. Cuando murieron, la heredó Georgina, pero entonces estaba alquilada de por vida a un viejo coronel. En definitiva, también a éste le tocó el turno de irse al otro barrio, y entonces vino Georgina aquí para venderla. Me trajo con ella. Yo todavía no tenía cinco años, según creo, pero me gustó la casa y se lo dije. Dije que deberíamos vivir aquí y Georgina pensó que era una buena idea.
—Realmente, ¡eres muy notable! —dijo Helen—. Yo no puedo recordar nada de cuando tenía cinco años.
Él deslizó ahora el brazo en diagonal sobre ella, de manera que los dedos tocaron apenas el muslo justo por debajo de la curva de una nalga. Helen pudo sentir un cosquilleo casi eléctrico en aquellos dedos. Sabía que no tenían aquella carga, pero lo parecía.
—Yo lo recuerdo todo casi desde el momento en que nací —dijo él, con una voz tan suave que casi era hipnótica. Tal vez
era
hipnótica—. A veces pienso que incluso recuerdo cosas de antes de nacer.
—Bueno, eso explicaría quizá por qué eres tan «extraordinario» —dijo ella—. Pero ¿qué es lo que hace que yo sea diferente?
—Tu inocencia —respondió en el acto él, en un susurro—. Y tu deseo de no ser inocente.
Ahora le acarició el trasero, pasando ligeramente los dedos eléctricos sobre la curva de las nalgas, arriba y abajo, arriba y abajo.
Helen suspiró, se puso un trozo de paja entre los dientes y se volvió despacio boca arriba. Su vestido se arremangó todavía más. No miró a Yulian, sino las inclinadas hileras de tejas en lo alto, con los ojos muy abiertos. Al volverse, él levantó un poco la mano, pero no la apartó.
—¿Mi deseo de no ser inocente? ¿Qué te hace pensar eso? —Y se dijo: «¿por qué es tan evidente?».
Cuando Yulian respondió, su voz volvía a ser de hombre. Ella no había advertido antes la lenta transición, pero ahora la advirtió. Una voz grave y tenebrosa, al decir:
—Lo he leído. Todas las chicas de tu edad desean no ser inocentes.
Descansó la mano sobre el vientre de ella, la entretuvo en el ombligo, la deslizó por debajo de la cinta de las bragas. Entonces, ella lo detuvo, agarrando aquella mano.
—No, Yulian. No puedes hacer eso.
—¿No puedo? —dijo él con brusquedad y voz entrecortada—. ¿Por qué?
—Porque tienes razón. Soy inocente. Pero también porque es un mal momento.
—¿Un mal momento? —dijo él, temblando de nuevo.
Ella lo empujó, suspiró fuerte y dijo:
—Oh, Yulian…, ¡estoy sangrando!
—¿Sang…?
Rodó hacia un lado y se puso en pie. Ella lo miró fijamente, sorprendida. Plantado allí, temblaba como si tuviese fiebre.
—Sangrando, sí —dijo ella—. Es perfectamente natural, ya sabes.
Ahora él no estaba pálido; estaba colorado, congestionado, como un borracho, entrecerrados los ojos, como filos de navaja.
—
¡Sangrando!
Esta vez consiguió pronunciar entera la palabra. Alargó los brazos hacia ella, con unas manos como garras, y por un momento pensó Helen que iba a atacarla. Podía ver su nariz enrojecida y un tic nervioso que agitaba las comisuras de los labios.
Por primera vez ella tuvo miedo, sintió algo en la extrañeza de él.