El juez habló ásperamente:
—Limítese a contestar a las preguntas que se le hagan. La última parte de esa respuesta se borrará.
Elinor pensó: «¡Qué extraño! Cuando alguien dice la verdad la borran...»
Sintió la tentación de reír.
La enfermera O'Brien pasó a declarar.
—En la mañana del veintinueve de junio, ¿le comunicó alguna cosa miss Hopkins?
—Sí. Me dijo que le había desaparecido de su cartera un tubo de morfina.
—¿Qué hizo usted?
—La ayudé a buscarlo.
—Pero ¿no lo encontraron?
—No.
—Que usted sepa, ¿quedó la cartera en el recibidor durante la noche?
—Sí.
—Mister Welman y la acusada, ¿se encontraban en la casa cuando la muerte de mistress Welman, es decir, del veintiocho al veintinueve de junio?
—Sí.
—¿Quiere usted referir un incidente ocurrido el veintinueve de junio, el día siguiente al de la muerte de mistress Welman?
—Vi a mister Roderick Welman con Mary Gerrard. Él le decía que la amaba, e intentó besarla.
—¿Estaba prometido entonces con la acusada?
—Sí.
—¿Qué sucedió después?
—Mary le dijo que debería avergonzarse de hacer semejante cosa, cuando estaba prometido a miss Elinor.
—En su opinión, ¿cuáles eran los sentimientos de la acusada hacia Mary Gerrard?
—La odiaba. La solía mirar como si quisiera matarla.
Sir Edwin se puso en pie de un salto.
Elinor pensó: «¿Por qué discuten sobre esto? ¿Qué importa?»
Sir Edwin Bulmer reanudó el interrogatorio:
—¿No es cierto que la enfermera Hopkins dijo que creía que había dejado la morfina en su casa?
—Verá usted: fue de este modo. Después...
—Haga el favor de responder a mi pregunta. ¿No dijo ella que probablemente dejó la morfina en su casa?
—Sí.
—¿Ella no estaba preocupada entonces?
—No, en aquel momento. Porque pensó que la había dejado en su casa. Naturalmente, así, no estaba intranquila.
—¿Ella no pudo imaginarse que alguien la había podido coger?
—Exacto. No fue hasta después de la muerte de Mary Gerrard cuando ella empezó a preocuparse.
El juez interrumpió:
—Creo, sir Edwin, que ya ha tratado ese punto con la testigo anterior.
—Como guste, excelencia.
—Respecto a la actitud de la acusada hacia Mary Gerrard, ¿no hubo ninguna disputa entre ellas en alguna ocasión?
—No, no hubo ninguna riña.
—¿Miss Carlisle la trataba siempre bien?
—Sí. Era raro el modo como la miraba.
—Sí, sí. Pero no podemos guiarnos por esas cosas. Usted es irlandesa, ¿no es cierto?
—Lo soy.
—Y los irlandeses tienen una imaginación muy viva, ¿no es verdad?
La enfermera O'Brien gritó, excitada:
—Todo cuanto he dicho es verdad.
Mister Abbot, el tendero, pasó a declarar. Agitado y aturdido, inseguro de sí mismo, aunque ligeramente emocionado ante su importancia.
Su declaración fue breve. La compra de dos botes de pasta de pescado.
La acusada había dicho: «Ha habido muchas intoxicaciones con la pasta de pescado.» Parecía excitada.
No se le sometió a ningún interrogatorio.
Principio del discurso del abogado defensor:
—Señores del Jurado: Yo podría, si quisiera, presentar pruebas de que no es culpable la acusada. El fiscal tiene el deber de presentar las pruebas de la acusación y, en mi opinión, y sin duda en la vuestra, hasta ahora no ha probado nada en absoluto. El acusador aduce que Elinor Carlisle, habiéndose apoderado de una cantidad de morfina (que todos los de la casa podían haber cogido igualmente, pues todos tuvieron idéntica oportunidad, aunque en realidad existe la duda de que realmente esa morfina estuviese en la cartera), procede a envenenar a Mary Gerrard. Aquí el fiscal se apoya solamente en esa oportunidad. Ha intentado buscar un móvil, pero yo someto a vuestra consideración que no ha podido hallarlo.
»¡Pues, señores del Jurado, no hay ningún móvil! El acusador ha hablado de una promesa rota. ¡Una promesa rota! Si una ruptura de relaciones, si una ruptura de esa promesa es una causa para asesinato, ¿por qué razón no se cometen asesinatos todos los días? Y esta promesa, este compromiso de casamiento, escuchen bien, no era un asunto de una pasión desesperada; era un compromiso contraído principalmente por razones familiares. Miss Carlisle y mister Welman se habían criado juntos; siempre se habían estimado, y, gradualmente, llegaron a quererse; pero tengo el propósito de demostrarles que, en el mejor de los casos, se trataba de un asunto muy tibio.
(«¡Oh Roddy..., Roddy! —pensó Elinor—. ¿Un asunto muy tibio?»)
—Además, el compromiso fue roto no por mister Welman, sino por la detenida. Afirmo que he dicho que el compromiso de casamiento entre Elinor Carlisle y Roderick Welman se contrajo principalmente para complacer a la anciana mistress Welman. Cuando ella murió, los prometidos se dieron cuenta de que sus sentimientos no eran lo bastante fuertes para justificar un casamiento. No obstante, continuaron siendo buenos amigos. Además, Elinor Carlisle, que había heredado la fortuna de su tía, por pura bondad se proponía asignar una cantidad considerable de dinero a Mary Gerrard. ¡Y esta muchacha es acusada de un delito de envenenamiento! Esto es ridículo.
»Lo único que hay contra Elinor Carlisle es la circunstancia en la cual ocurrió el envenenamiento.
»El fiscal ha dicho, en efecto:
«
Nadie más que Elinor Carlisle puede haber matado a Mary Gerrard
»
»Por consiguiente, han tenido que buscar un posible móvil. Pero, como he dicho antes, no han podido encontrar ningún móvil, porque no había ninguno.
»Ahora bien: ¿es cierto que nadie más que Elinor Carlisle pudo haber matado a Mary Gerrard? No, de ninguna manera. Existe la posibilidad de que Mary Gerrard se suicidase. Existe la posibilidad de que alguien pusiese algo en los emparedados mientras Elinor Carlisle estuvo ausente de la casa, en el pabellón. Existe una tercera posibilidad. Es una hipótesis mediante la cual, si puede demostrarse posible y consistentemente con la evidencia, la acusada debe ser absuelta. Yo me propongo demostrarles que hubo otra persona que no sólo tenía igual oportunidad para envenenar a Mary Gerrard, sino que tenía un motivo mejor para hacerlo. Yo me propongo presentar pruebas para demostrarles que existe otra persona que igualmente pudo apoderarse de la morfina y que tenía un buen motivo para matar a Mary Gerrard...; y puedo demostrarles que esa persona tuvo una oportunidad igualmente buena para hacerlo.
»Yo sostengo, señor, que ningún Jurado del mundo puede condenar a esta mujer por asesinato cuando no existen pruebas contra ella, excepto esa de la oportunidad; y cuando pueda demostrar que no sólo hay pruebas de oportunidad contra otra persona, sino un móvil importante, llamaré a algunos testigos para demostrar que ha habido un acto de perjurio deliberado por parte de uno de los testigos de cargo.
»Pero, primeramente, interrogaré a la acusada, para que ella cuente su propia historia y ustedes puedan ver por sí mismos cuan infundados son los cargos que se hacen contra ella.
Ella contestaba en voz baja a las preguntas de sir Edwin. El juez se inclinó hacia adelante. Le dijo que hablase en voz más alta. Sir Edwin le hablaba dulcemente, animándola, haciéndole todas las preguntas para las cuales ella había ensayado las respuestas.
—¿Quería usted a Roderick Welman?
—Mucho. Él era como un hermano para mí o como un primo. Siempre pensé en él como en un primo. El compromiso de casamiento... fue llevado a cabo como cosa natural. Era muy agradable casarse con alguien conocido de toda la vida.
—¿No era, quizá, lo que podría llamarse un amor apasionado?
(«¿Apasionado? ¡Oh, Roddy!»)
—No... usted verá: nos conocíamos mutuamente tan bien...
—Después de la muerte de mistress Welman, ¿hubo alguna tensión entre ustedes?
—Sí, la hubo.
—¿Cómo explica eso?
—Creo que fue, en parte, por el dinero.
—¿El dinero?
—Sí, Roderick creía encontrarse en una situación violenta. Él supuso que la gente pensaría que se casaba por el dinero...
—¿El compromiso no se rompió a causa de Mary Gerrard?
—Creo que Roderick estaba algo enamorado de ella, pero no creo que fuese nada serio.
—¿Habría sufrido usted un disgusto si lo hubiese sido?
—¡Oh, no! Habría considerado que era inconveniente; eso es todo.
—Ahora bien, miss Carlisle: ¿cogió usted o no un tubo de morfina de la cartera de la enfermera Hopkins el veintiocho de junio?
—No.
—¿Ha tenido usted alguna vez morfina en su poder?
—Nunca.
—¿Sabía usted que su tía no había hecho testamento?
—No. Fue una gran sorpresa para mí.
—¿Cree usted que ella trataba de darle un mensaje en la noche del veintiocho de junio, cuando murió?
—Adiviné que ella no había tomado ninguna previsión para Mary Gerrard y tenía ansiedad por hacerlo.
—Y con objeto de cumplir sus deseos, ¿usted estaba dispuesta a asignar una cantidad de dinero a la muchacha?
—Sí. Quería cumplimentar los deseos de tía Laura. Y yo estaba agradecida por la bondad que Mary había mostrado a mi tía.
—El veintiséis de julio, ¿bajó usted de Londres a Maindensford y se alojó en el King's Arms?
—Sí.
—¿Con qué propósito bajó usted?
—Tenía una oferta para la casa, y el hombre que la había adquirido quería posesionarse de ella cuanto antes. Tenía que examinar los objetos personales de mi tía y arreglar las cosas.
—¿Compró usted algunas provisiones en el camino de Hall el veintisiete de julio?
—Sí. Pensé que sería más fácil hacer una merienda allí que volver al pueblo.
—¿Fue usted entonces a la casa y clasificó los objetos personales de su tía?
—Sí.
—¿Y después de eso?
—Bajé a la cocina y corté algunos emparedados. Luego bajé al pabellón e invité a la enfermera y a Mary Gerrard a subir a la casa.
—¿Por qué hizo eso?
—Quería ahorrarles una caminata, con tanto calor, al pueblo y luego al pabellón.
—Era, en realidad, una acción natural y bondadosa por su parte. ¿Aceptaron la invitación?
—Sí. Me acompañaron a la casa.
—¿Dónde estaban los emparedados que usted había cortado?
—Los dejé en un plato, en la cocina.
—¿Estaba la ventana abierta?
—Sí.
—¿Cualquiera podía haber entrado en la cocina mientras usted estuvo ausente?
—Ciertamente.
—Si alguien la hubiese observado a usted desde fuera mientras cortaba los emparedados, ¿qué habría pensado?
—Supongo que habría pensado que estaba preparando unos emparedados para una merienda.
—No podían saber que alguien iba a participar de esa merienda, ¿no es cierto?
—No. La idea de invitar a las otras dos se me ocurrió tan sólo cuando vi qué cantidad de comida tenía.
—De forma que si alguien hubiese entrado en la casa durante su ausencia y hubiese puesto morfina en uno de aquellos emparedados, ¿era a
usted
a quien se proponía envenenar?
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué ocurrió cuando ustedes tres llegaron a la casa?
—Entramos en la sala. Yo fui a buscar los emparedados y los ofrecí a las otras dos.
—¿Bebió usted algo con ellos?
—Tomé agua. Había cerveza en una mesa; pero la enfermera y Mary prefirieron tomar té. La enfermera fue a la cocina y lo preparó. Lo trajo en una bandeja y Mary lo sirvió.
—¿Tomó usted algo de él?
—No.
—Pero ¿Mary Gerrard y la enfermera bebieron té?
—Sí.
—¿Qué sucedió después?
—La enfermera apagó el gas.
—¿La dejó a usted sola con Mary Gerrard?
—Sí.
—¿Qué ocurrió después?
—Al cabo de unos minutos cogí la bandeja y el plato de los emparedados y los llevé a la cocina. La enfermera estaba allí, y juntas fregamos las cosas.
—¿La enfermera se quitó los puños en aquella ocasión?
—Sí. Fregaba las cosas, mientras yo las secaba.
—¿Hizo usted alguna observación respecto a un arañazo que ella tenía en una muñeca?
—Le pregunté si se había pinchado.
—¿Qué contestó ella?
—Ella respondió: «Ha sido una espina del rosal que hay fuera del pabellón. Voy a sacármela ahora.»
—¿Observó usted algo en los modales de ella?
—Creo que sentía el calor. Estaba angustiada, sudorosa, y su rostro tenía un color verdoso extraño.
—¿Qué sucedió después?
—Subimos la escalera, y ella me ayudó a examinar los objetos personales de mi tía.
—¿Qué hora era cuando volvieron a bajar la escalera?
—Debió de ser una hora más tarde.
—¿Dónde estaba Mary Gerrard?
—Sentada en la sala. Respiraba de una manera muy extraña y se hallaba en estado comatoso. Telefoneé al doctor, por sugerencia de miss Hopkins. Él llegó poco antes de morir Mary.
Sir Edwin preguntó dramáticamente:
—Miss Carlisle, ¿mató usted a Mary Gerrard?
—¡No!
Sir Samuel Attenbury. El corazón que palpita tumultuosamente.
¡Ahora..., ahora estaba a merced
de
un enemigo! ¡Nada de dulzura, nada de suavidad; ya no más preguntas cuyas respuestas le fuesen previamente conocidas!
Pero él comenzó muy benignamente:
—¿Estaba usted prometida para casarse (nos ha dicho) con mister Roderick Welman?
—Sí.
—¿Le quería usted?
—Mucho.
—¿Estaba profundamente enamorada de Roderick Welman y muy celosa del amor que él sentía por Mary Gerrard?
—No. (Ese «no», ¿sonaba debidamente indignado?)
Sir Samuel dijo en tono amenazador:
—Sugiero que usted planeó deliberadamente suprimir a esa muchacha, con la esperanza de que Roderick Welman volvería a usted.
—Ciertamente que no. (Desdeñosa, algo cansada. Eso era mejor.)
Las preguntas continuaron. Semejaba un sueño, un sueño desagradable. Una pesadilla.
Pregunta tras pregunta. Preguntas horribles, dolorosas. Para algunas de ellas estaba preparada; otras la pillaron desprevenida. Siempre tratando de recordar su papel. Ni una sola vez podía desahogarse para decir: «Sí, la odiaba. Sí, la quería ver muerta. Sí, mientras cortaba los emparedados pensaba en que preferiría verla muerta.»