—Usted me ha dicho, mister Welman, con respecto a la muerte de Mary Gerrard, que el móvil atribuido a Elinor Carlisle era absurdo. Elinor Carlisle tenía un motivo para temer que la desheredasen en favor de una extraña. La carta de advertencia que recibió, las palabras incoherentes pronunciadas por su tía, lo confirman. En el vestíbulo hay una cartera de cuero que contiene drogas y otros artículos farmacéuticos. Es muy fácil extraer una ampolla de morfina. Y luego, según me han dicho,
se quedó sola con su tía, mientras que usted y las enfermeras estaban a la mesa
.
Roddy exclamó:
—¡Santo Dios!... Monsieur Poirot... ¿Pretende usted ahora que Elinor asesinó a tía Laura? ¡Qué idea más ridícula!
Poirot declaró:
—¿No sabe usted que se ha dado orden de exhumar el cuerpo de mistress Welman?
—Claro que lo sé; pero no encontrarán nada.
—Supongamos que sí.
—Le digo a usted que no.
Poirot movió la cabeza.
—Yo no estoy tan seguro. Y no había más que una persona a quien beneficiase la muerte de mistress Welman en aquellos momentos.
Roddy se sentó. Tenía el rostro palidísimo y se estremecía ligeramente. Quedó mirando a Poirot con fijeza. Luego dijo:
—Creía que intentaba usted ayudarla.
Hércules Poirot repuso:
—En efecto; pero debemos afrontar los hechos. Usted, mister Welman, debe de haber preferido siempre no afrontar las verdades desagradables.
Roddy replicó:
—¿Por qué había de atormentarme considerando el lado peor de las cosas?
Hércules Poirot contestó gravemente:
—Porque a veces es necesario —hizo una pausa y prosiguió—: Admitiendo la posibilidad de que su tía falleciese a consecuencia de haber ingerido una dosis exagerada de morfina, ¿qué sucedería?
Roddy movió la cabeza, confundido.
—No sé.
—Intente pensar. ¿Quién pudo habérsela dado? ¿No quiere confesar que sólo Elinor Carlisle tuvo esa oportunidad?
—¿Y las enfermeras?
—Cualquiera de ellas pudo hacerlo, indudablemente. Pero la Hopkins se dio cuenta de la desaparición del tubo y lo mencionó oportunamente. No necesitaba hacerlo. Ya habían firmado el certificado de defunción. ¿Por qué había de llamar la atención sobre la morfina desaparecida si hubiese sido culpable? La amonestarían severamente por su negligencia, y si ella la hubiese envenenado era una insensatez hablar de la desaparición de la morfina. Lo mismo podemos decir de la O'Brien. Pudo perfectamente tomar la droga de la cartera de la Hopkins y administrarla a la enferma; pero, dígame...,
¿para qué?
Roddy movió la cabeza, aturdido.
—¡Tiene razón!
Poirot continuó:
—También hay que contarle a usted.
Roddy dio un respingo, como un caballo nervioso.
—¿A mí?
—Claro que sí. Usted también pudo extraer la morfina. También pudo darla a mistress Welman. Estuvo solo con ella durante un corto espacio de tiempo; pero otra vez me pregunto:
¿Por qué había de hacerlo usted?
Si ella hubiese vivido lo suficiente para hacer testamento, es más que probable que le hubiese dejado algo. Así, pues, no hay motivo. Sólo dos personas podían estar interesadas en que muriera antes de hacerlo.
Los ojos de Roddy se iluminaron.
—¿Dos personas?
—Sí. Una era Elinor Carlisle.
—¿Y la otra?
Poirot dijo con desesperante lentitud:
—La otra es el autor de la carta anónima.
Roddy parecía incrédulo.
Poirot declaró:
—
Alguien
escribió aquella carta..., alguien que odiaba a Mary Gerrard o, por lo menos, no la quería mucho. Alguien que estaba de parte de ustedes, como vulgarmente se dice.
Alguien que no quería que Mary Gerrard se beneficiase con la muerte de mistress Welman
. Ahora dígame: ¿tiene usted alguna idea de quién pueda ser el autor de esa carta?
Roddy movió la cabeza.
—No, monsieur Poirot. Era una carta mal redactada, peor escrita y el papel de pésima calidad.
Poirot levantó una mano.
—No sacaremos mucho con eso. Puede haber sido escrita por una persona educada que quisiera disfrazar su condición. Por eso desearía que hubiese conservado la carta. La gente que intenta disfrazar lo que escribe se descubre casi siempre por pequeños detalles.
Roddy dijo, vacilando:
—Elinor y yo creímos que se trataba de una criada.
—¿No pensaron en nadie en particular?
—No, en absoluto.
—¿No podría haber sido mistress Bishop, el ama de llaves?
Roddy le miró, sorprendido.
—¡Oh, no! Es una señora respetable y orgullosa. Además, tiene una letra preciosa, y estoy seguro de que jamás...
Al verle titubear, Poirot intervino rápidamente:
—No quería bien a Mary Gerrard.
—Creo que no, aunque jamás me di cuenta.
—Usted no se daba cuenta de muchas cosas, mister Welman...
Roddy no hizo caso de la ironía. Permaneció reflexionando largo rato. Al fin, dijo:
—¿No cree usted que mi tía pudo muy bien tomar morfina sin que nadie la observara?
Poirot repuso:
—Es una idea, en efecto.
Roddy afirmó:
—Dijo en varias ocasiones que no podía soportar la idea de tener que ser cuidada como si fuese una niña. Deseaba morir.
—Pero no pudo levantarse de la cama, descender la escalera y tomar el tubo de morfina de la cartera de la Hopkins.
Roddy dijo lentamente:
—Alguien pudo proporcionárselo.
—¿Quién?
—Pues... una de las enfermeras.
—No. Es imposible. Ellas sabían perfectamente a lo que se arriesgaban. Las enfermeras son las últimas de quienes podemos sospechar.
—Entonces, alguna otra persona.
Se estremeció, abrió la boca y la cerró de nuevo.
Poirot dijo en voz baja:
—Acaba usted de recordar algo, ¿verdad?
Roddy declaró, titubeando:
—Sí, pero...
—¿No se atreve a decírmelo?
—No...
Poirot dijo, con una sonrisa levísima en las comisuras de los labios:
—¿Cuándo lo dijo miss Carlisle?
Roddy reprimió una exclamación de asombro.
—¡Santo Dios!... ¿Es usted brujo?... Cuando veníamos en el tren, después de recibir el telegrama en que nos anunciaban el segundo ataque de apoplejía que había sufrido mi pobre tía, ella me dijo que estaba enormemente preocupada por el estado desesperado en que se encontraba, y declaró:
Sería un acto de piedad permitirle morir si verdaderamente lo desea.
—¿Y qué dijo usted?
—Que estaba de acuerdo con ella.
Poirot dijo con grave entonación:
—Ahora, mister Welman, dígame sinceramente: usted ha rechazado la posibilidad de que miss Carlisle matase a su tía para entrar en posesión de la herencia. ¿Se atreve a negar ahora que lo haya hecho
por compasión
?
Roddy exclamó:
—No, no..., no sé...
Hércules Poirot se inclinó. Dijo:
—Ya me lo figuraba. Estaba seguro de que respondería eso precisamente.
En el despacho de los señores Seddon, Ridgeway y Seddon, Hércules Poirot fue recibido con extrema cautela, por no decir con desconfianza.
Mister Seddon, con el dedo índice apoyado en la barbilla pulcramente afeitada, no parecía muy comunicativo, y sus ojos suspicaces midieron de pies a cabeza al detective.
—Su nombre me es familiar, mister Poirot; pero le confieso que no comprendo su intervención en este caso.
Hércules Poirot declaró:
—Actúo en interés de su cliente,
monsieur
.
—¡Ah, sí! ¿Y quién fue el que le comisionó para ello?
—El doctor Lord.
Las cejas de mister Seddon se elevaron en ángulo recto.
—¿De veras?... Me parece muy extraño. El doctor Lord depondrá como testigo a instancias del fiscal.
Hércules Poirot se encogió de hombros.
—¿Qué importa?
Mister Seddon replicó:
—La defensa de miss Carlisle está enteramente en nuestras manos. No necesitamos asistencia alguna en este caso, mister Poirot.
Poirot preguntó cortésmente:
—¿Tan fácil encuentra probar la inocencia de su cliente?
Mister Seddon hizo una mueca. Luego se encolerizó profesionalmente.
—Ésa es una pregunta inconveniente, muy inconveniente —dijo.
Hércules Poirot arguyó:
—Las pruebas acumuladas contra miss Carlisle son desfavorabilísimas.
—No comprendo, mister Poirot, cómo ha llegado usted a saber eso.
Poirot dijo:
—Aunque he venido aquí bajo los auspicios del doctor Lord, tengo una nota de mister Roderick Welman.
Se la entregó con una inclinación.
Mister Seddon lanzó una ojeada a las líneas de la tarjeta y gruñó:
—Esto hace cambiar el asunto. Mister Welman se hace responsable de la defensa de miss Elinor Carlisle... Nosotros obramos a instancias de él —añadió con visible disgusto—: Nuestra casa no interviene casi nunca... ¡ejem!..., en procedimientos criminales; pero he creído mi deber en consideración a mi difunta cliente, encargarme de la defensa de su sobrina. Puedo decirle que nos hemos puesto en contacto con sir Edwin Bulmer.
Poirot dijo irónicamente:
—No importan los gastos. Todo es justo con tal que la absuelvan.
Mirándole a través de sus lentes, mister Seddon dijo:
—Realmente, mister Poirot...
El detective cortó la protesta:
—La elocuencia y los recursos emotivos no salvarán a su cliente. Precisa algo más que todo eso.
Mister Seddon dijo con sequedad:
—¿Qué nos aconseja usted?
—La verdad.
—Perfectamente.
—Ahora bien: ¿nos beneficiará la verdad?
Mister Seddon dijo con voz cortante:
—Eso es otra inconveniencia.
Poirot repuso:
—Hay ciertas preguntas que desearía me respondieran.
Mister Seddon dijo cautelosamente:
—Desde luego, no puedo responder sin el consentimiento de mi cliente.
—Es natural, lo comprendo —Poirot hizo una pausa, y luego dijo—: ¿Tiene Elinor Carlisle algunos enemigos?
Mister Seddon mostró una ligera sorpresa.
—Que yo sepa, ninguno.
—La difunta mistress Welman, ¿hizo testamento en algún período de su vida?
—Nunca. Siempre lo aplazaba.
—Y Elinor Carlisle, ¿ha hecho testamento?
—Sí.
—¿Recientemente? ¿Después de la muerte de su tía?
—Sí.
—¿A quién ha dejado su fortuna?
—Eso, mister Poirot, es algo confidencial. No puedo decírselo sin autorización de mi cliente.
Poirot dijo:
—¡Entonces tendré que interrogar a su cliente!
Mister Seddon repuso con una sonrisa glacial:
—Me temo que eso no le será fácil.
Poirot se alzó e hizo un gesto.
—Todo es fácil para Hércules Poirot —afirmó.
El jefe inspector Marsden se mostró afable.
—¡Hola, monsieur Poirot! —dijo—. ¿Ha venido a orientarme sobre algunos de mis casos?
Poirot murmuró:
—No, no. Algo de curiosidad por mi parte, eso es todo.
—Tendré mucho gusto en complacerle. ¿De qué caso se trata?
—Del de Elinor Carlisle.
—¡Ah, sí! La muchacha que envenenó a Mary Gerrard. Dentro de un par de semanas se celebrará la vista de la causa. Un caso interesante. También mató a la anciana. No ha llegado el informe definitivo; pero, al parecer, no hay la menor duda de ello. Morfina. Un crimen cometido a sangre fría. Ni siquiera se inmutó cuando la detuvieron ni después. No se ha cogido los dedos en sus declaraciones. Pero tenemos las pruebas acusadoras.
—¿Cree usted que ella lo hizo?
Marsden, un hombre veterano, de rostro bondadoso, movió afirmativamente la cabeza.
—No cabe la menor duda. Puso el tóxico en el emparedado más próximo a miss Gerrard. Es una muchacha de enorme sangre fría.
—¿No tiene usted ninguna duda? ¿Ninguna duda en absoluto?
—¡Oh, no! Estoy completamente seguro. Respira uno tranquilamente cuando se está seguro. No nos gusta cometer errores. No buscamos que la condenen. En esta ocasión puedo actuar con la conciencia tranquila.
Poirot dijo lentamente:
—Comprendo.
El detective de Scotland Yard le miró con curiosidad.
—¿Hay algo en contrario?
Poirot movió lentamente la cabeza.
—Aún no. Hasta ahora, todo lo que he encontrado señala que Elinor Carlisle es culpable.
El inspector Marsden dijo con alegre seguridad:
—Es culpable; no hay duda.
Poirot dijo:
—Me gustaría verla.
El inspector Marsden sonrió indulgente. Dijo:
—Tiene usted mucha influencia con el ministro del Interior, ¿no es verdad? Eso será bastante.
El doctor Lord dijo:
—¿Bien?
Hércules Poirot declaró:
—No, no va esto muy bien. Encuentro dificultades.
—¿No ha descubierto nada?
—Elinor Carlisle mató a Mary Gerrard por celos. Elinor Carlisle mató a su tía con el fin de heredar su fortuna. Elinor Carlisle mató a su tía por compasión. ¡Amigo mío, puede usted elegir!
Peter Lord exclamó:
—¡Está usted diciendo tonterías!
—¿Sí?
El rostro pecoso de Lord pareció enfurecerse. Preguntó:
—¿Qué
es
todo eso?
Hércules Poirot replicó:
—¿Cree usted que eso es posible?
—¿Que es posible qué? ¿Que Elinor Carlisle, no pudiendo soportar ver sufrir a su tía, la matara por compasión o porque ella se lo pidiera? ¡Tonterías!
—¿Son tonterías? Usted mismo me dijo que la anciana señora le suplicó ni una ocasión que terminase con ella.
—No lo dijo en serio. Ella sabía que yo no haría semejante cosa.
—Sin embargo, podía seguir en la misma idea. Elinor Carlisle pudo haberla ayudado.
Peter Lord paseó de un extremo a otro de la habitación. Por fin dijo:
—No se puede negar esa posibilidad. Pero Elinor Carlisle es una joven equilibrada. No creo que la compasión le hiciese olvidar el riesgo que correría. Y se daría perfecta cuenta del peligro. Se exponía a que la acusasen de asesinato.
—Así, pues, ¿usted no cree que lo hiciera?