Pero, antes y después de redactar su tesis doctoral, realizó una sistemática investigación de los efectos de una presión fuerte en los autistas, los estudiantes universitarios y los animales, y hace poco publicó un ensayo sobre el tema en el
Journal of Child and Adolescent Psychopharmacology.
Hoy en día, su máquina de estrujar, modificada de diversas maneras, se está experimentando en el ámbito de la investigación clínica. Temple también se ha convertido en una de las principales proyectistas de pasillos de sujeción para ganado del mundo, y ha publicado, en la literatura veterinaria y de la industria cárnica, muchos artículos teóricos y prácticos sobre la técnica para construir rampas de elevación para animales según criterios de reducción del sufrimiento.
Mientras me contaba todo esto, Temple se arrodilló, a continuación se introdujo, boca abajo y en toda su extensión, en la «V», puso en marcha el compresor (el cilindro principal tardó un minuto en llenarse) y giró los controles. Los lados convergieron, aferrándola firmemente, y a continuación, cuando ella hizo un pequeño ajuste, aflojaron el abrazo ligeramente. Era la cosa más curiosa que he visto nunca. A pesar de su rareza, era un espectáculo conmovedor. No había ninguna duda de su efecto. La voz de Temple, sonora y dura, sonaba más suave y amable mientras estaba en la máquina. «Me concentro todo lo que puedo», dijo, y a continuación habló de la necesidad de «entregarse totalmente a ella… ahora me estoy relajando de verdad», añadió en voz baja. «Imagino que los demás consiguen lo mismo relacionándose con otras personas.»
No es sólo placer o relajación lo que Temple obtiene de la máquina, sino que, sostiene, le despierta ciertos sentimientos por los demás. Mientras yace en la máquina, dice, sus pensamientos se vuelven a menudo hacia su madre, su tía favorita, sus profesores. Percibe el amor que sienten por ella, y el suyo hacia ellos. Siente que la máquina abre una puerta a un mundo emocional que de otro modo permanecería cerrado, y le permite, casi le enseña, a sentir empatía por los demás.
Después de unos veinte minutos, salió visiblemente más tranquila, emocionalmente menos rígida (dice que un gato puede percibir fácilmente lo distinta que se siente en tales ocasiones) y me preguntó si me gustaría probar la máquina.
De hecho, sentía curiosidad y me introduje en ella, sintiéndome un poco estúpido y cohibido, aunque menos de lo que podía haberme sentido, pues la propia Temple se mostraba muy desenvuelta. Volvió a poner en marcha el compresor y llenó el cilindro principal, y yo probé cautelosamente los controles. Me llegó una sensación dulce y confortadora, que me recordó mi época de submarinista cuando sentía la presión del agua en el traje como un abrazo en todo el cuerpo.
Una vez hube probado la máquina de estrujar, y estando los dos convenientemente relajados, fuimos en coche hasta la granja experimental de la universidad, donde Temple realiza gran parte de su trabajo de campo. Antes se me había ocurrido que quizá hubiera una separación, quizá un abismo, entre su ámbito personal —y por así decir, privado—, y el ámbito público de su competencia profesional. Pero cada vez me resultaba más claro que apenas estaban separados; para ella, lo personal y lo profesional, lo interior y lo exterior, estaban completamente fusionados.
—El ganado se agita al oír ciertos sonidos, al igual que los autistas: sonidos agudos, el susurro del aire, o ruidos fuertes y repentinos; no pueden adaptarse a ellos —me dijo Temple—. Pero no les molestan los ruidos graves, los ruidos sordos. Les alteran los agudos contrastes visuales, las sombras o los movimientos repentinos. Un leve roce puede hacerlos retroceder, un toque firme los calma. La manera en que yo retrocedo ante la perspectiva de que me toquen es la misma en que retrocede una vaca salvaje; acostumbrarme a que me toquen es muy similar a domar una vaca.
Fue precisamente su intuición de que había una esfera común (en términos de sensaciones y sentimientos básicos) compartida por hombres y animales lo que la hacía ser tan sensible hacia ios animales e insistir con tanta energía para que en toda circunstancia se les reservara un tratamiento misericordioso.
Estaba convencida de que tenía aquella predisposición en parte por la experiencia de su propio autismo, y en parte por proceder de una larga estirpe de granjeros, pues de niña había pasado mucho tiempo en las granjas. Todo su modo de pensar no le permitía huir de esa realidad. «Si se piensa en términos visuales, es más fácil identificarse con animales», dijo mientras nos dirigíamos a la granja. «Si todos tus procesos de pensamiento se realizan lingüísticamente, ¿cómo vas a imaginar la manera de pensar de una vaca? Pero si piensas en imágenes…»
Temple siempre ha sido una gran visualizadora. Se quedó atónita al descubrir que su casi alucinante poder de imaginación visual no era algo universal, que había personas que, al parecer, pensaban de otro modo. Esto es algo que todavía la desconcierta. «¿Cómo piensa
usted?»,
no dejaba de preguntarme. Pero no tuvo ni idea de que era capaz de dibujar, de hacer proyectos, hasta los veintiocho años, cuando conoció a un dibujante y le vio dibujar planos. «Vi cómo lo hacía», me contó. «Fui y compré exactamente los mismos instrumentos y lápices que él utilizaba —un Pentel HB del cero cinco— y comencé a fingir que era él. El dibujo se hizo solo, y cuando lo acabé no podía creer que lo hubiera hecho yo. No tuve que aprender a dibujar ni a proyectar, fingía que era David, me apropié de él, de su manera de dibujar y de todo lo demás.»
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Temple constantemente proyecta «simulaciones», como ella las llama, en su cabeza: «Visualizo al animal entrando en la rampa, desde distintos ángulos y diferentes distancias, acercándome a él como si estuviera usando un zoom, incluso hago tomas como desde un helicóptero, o me convierto yo misma en animal, y siento lo que él sentiría entrando en la rampa.»
Pero yo no pude evitar reflexionar que si uno piensa sólo en imágenes podría no comprender cómo es el pensamiento no visual, y se perdería la riqueza y la ambigüedad, los presupuestos culturales, la profundidad del lenguaje. Todos los autistas, había dicho Temple antes, eran pensadores esencialmente visuales, como ella. Si eso era cierto, me pregunté, ¿se trataba de algo más que de una coincidencia? ¿Era la intensa visualización de Temple quizá un indicio de su autismo?
Una granja de vacas, aunque sea grande, es a menudo un lugar tranquilo, pero cuando llegamos oímos un gran tumulto de bramidos. «Esta mañana deben de haber separado los terneros de las vacas», dijo Temple, y en efecto eso era lo que había ocurrido. Vimos una vaca fuera del vallado, caminando sin rumbo, buscando su ternero, y bramando. «No es una vaca feliz», dijo Temple. «Es una vaca triste, infeliz, alterada. Quiere a su hijo. Brama por él, lo busca. Lo olvidará durante un rato, luego volverá a comenzar. Es una especie de duelo, pero no se ha escrito mucho sobre el tema. A la gente no le gusta reconocer que los animales tienen pensamientos y sentimientos. Skinner no se los reconocía.»
Cuando era estudiante en New Hampshire, le escribió a B. F. Skinner, el gran psicólogo conductista, y finalmente le visitó. «Fue como tener audiencia con Dios», dijo. «Resultó una decepción. No era más que un ser humano corriente. Dijo: “No tenemos por qué saber cómo funciona el cerebro: es sólo cuestión de reflejos condicionados.” Pero yo no podía creer que todo se redujera al estímulo-respuesta.» La era Skinner, concluyó Temple, negaba cualquier sentimiento a los animales y los consideraba autómatas; fue una era de excepcional crueldad, tanto en la experimentación con animales como en la gestión de granjas y mataderos. Temple había leído en alguna parte que el conductismo era una ciencia insensible, y eso es lo que ella opinaba ahora. Su propia aspiración era devolver a la ganadería la idea de que había que contar con los sentimientos de los animales.
Ver la vaca que se lamentaba y oír sus bramidos enojó a Temple y la hizo pensar de nuevo en la crueldad de los mataderos. No tenía una especial simpatía por los pollos, pero le parecía odioso el método utilizado para matarlos. «Cuando llega el momento de que se conviertan en pollo frito, los cogen, los cuelgan boca abajo y les cortan el cuello.» Una manera similar de sujetar el ganado, colgándolo boca abajo de modo que la sangre les baje a la cabeza antes de cortarles el cuello, se ve comúnmente en los mataderos kosher, dijo. «A veces los animales se rompen las piernas y gritan de dolor, aterrados.» Por suerte, dichas prácticas están empezando a cambiar. Llevado a cabo adecuadamente, «el sacrificio es más humano que la naturaleza», prosiguió. «Ocho segundos después de cortarle el cuello al animal, se liberan las endorfinas y el animal muere sin dolor. Lo mismo ocurre en la naturaleza cuando un cordero es despedazado por los coyotes. La naturaleza lo hace para aliviar el dolor de un animal que agoniza.» Según ella, lo que es terrible, tanto más porque es evitable, es el dolor y la crueldad, la introducción del miedo y la tensión antes del corte letal; y eso es lo que más le preocupa prevenir. «Quiero reformar la industria cárnica. Los activistas quieren cerrarla», dijo, y añadió: «No me gusta nada radical, ni por la derecha ni por la izquierda. Tengo una radical antipatía por los radicales.»
Lejos de los bramidos de los temeros separados de sus madres, cuya agitación Temple parecía sentir en los huesos, encontramos una zona tranquila y silenciosa de la granja, donde el ganado pastaba plácidamente. Temple se arrodilló y cogió un poco de heno, y una vaca se acercó a ella y se lo cogió, hurgando con su blando hocico. Una expresión feliz y apacible se dibujó en la cara de Temple, «Ahora me siento como en casa», dijo. «Cuando estoy con el ganado, no hay nada cognitivo. Sé lo que siente la vaca.»
El ganado parecía percibirlo, percibía su calma, su confianza, y se acercaba a su mano. No se acercaban a mi, percibiendo, quizá, la incomodidad del urbanita, quien, viviendo en un mundo de convenciones y señas culturales, no sabe cómo comportarse con enormes animales no verbales.
—Con la gente es distinto —prosiguió Temple, repitiendo su anterior comentario en relación con que se sentía como un antropólogo en Marte—. Con la gente me parece que estoy estudiando a los indígenas de un lugar desconocido, que intento comprender lo que tienen dentro. Pero no me siento así con los animales.
Me sorprendió la enorme diferencia, el abismo existente entre el reconocimiento inmediato por parte de Temple de los estados de ánimo y signos de los animales y su extraordinaria dificultad para comprender a los seres humanos, sus códigos y señales, la manera en que se comportan. No se puede decir que Temple carezca de sentimientos, ni que exista una carencia fundamental de simpatía en ella. Por el contrario, su percepción de los estados de ánimo y sentimientos de los animales es tan fuerte que éstos casi toman posesión de ella, abrumándola a veces. Temple cree que puede sentir simpatía por lo que es físico o fisiológico —por el dolor o el terror de un animal—, pero carece de empatía para los estados de ánimos y puntos de vista de la gente.
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Cuando Temple era más joven, apenas era capaz de interpretar las expresiones más simples de emoción; aprendió a «descodificarlas» más tarde, sin necesidad de sentirlas. (De manera parecida, la doctora Hermelin, de Londres, me había contado una historia acerca de una inteligente niña autista de doce años que se le acercó y le dijo, de otra estudiante: «Joanie está haciendo un ruido raro.» Cuando fue a ver qué pasaba, Hermelin encontró a Joanie llorando amargamente. La niña autista no había comprendido en absoluto lo que significaba el llanto: simplemente lo había registrado como algo físico: «un ruido raro». También me recordó a Jessy Park, que estaba fascinada por el hecho de que las cebollas pudieran hacer llorar, pero era totalmente incapaz de comprender que uno también pudiera llorar de alegría.)
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—Puedo adivinar si un ser humano está enfadado —me dijo Temple—, o si está sonriendo.
Al nivel de lo sensomotor, lo concreto, lo inmediato, lo animal. Temple no posee dificultad alguna. ¿Y con los niños?, le pregunté. ¿No eran algo intermedio entre los animales y los adultos? Al contrario, dijo Temple, tenía grandes dificultades con los niños —en intentar hablar con ellos, unirse a sus juegos (ni siquiera era capaz de jugar al cucú con un bebé, dijo, pues nunca conseguía coordinar los movimientos)—, pues siempre había tenido esas dificultades de niña. Según Temple, a la edad de tres o cuatro años los niños ya han avanzado demasiado por un camino del que ella, como autista, sólo ha recorrido un trecho muy corto. Los niños pequeños, dice, ya «comprenden» a los seres humanos de una manera que ella nunca podrá alcanzar.
¿Qué es entonces lo que ocurre entre la gente normal, de lo cual ella se siente excluida? Tiene que ver, inferí, con un conocimiento implícito de las convenciones y códigos sociales, de los presupuestos culturales de todo tipo. Este conocimiento implícito, que toda persona normal acumula y genera durante toda su vida sobre la base de la experiencia y los encuentros con los demás, es algo de lo que Temple parece carecer. Para subsanar esta carencia, tiene que «calcular» las intenciones y estados de ánimo de los demás, intentar convertir en algorítmico y explícito lo que para el resto de los demás es una segunda naturaleza. Ella misma, infiere, puede que jamás haya tenido las experiencias sociales normales a partir de las que se construye un conocimiento social normal.
Y también puede que surjan de ahí sus dificultades con los gestos y el lenguaje, dificultades que resultaron devastadoras cuando era una niña casi sin habla, y también cuando empezó a hablar y confundía todos los pronombres, incapaz de comprender los diferentes significados de «tú» y «yo», según el contexto.
Resulta extraordinario oír hablar a Temple de esa época, o leer acerca de ella en su libro. Cuando tenía tres años, como una remota posibilidad, aunque su familia no creía mucho en esa promesa, fue enviada a una escuela especial para niños perturbados y discapacitados, y se sugirió intentar una logoterapia. De algún modo, la escuela y el logopeda consiguieron llegar hasta Temple, la rescataron (eso es lo que ella sintió más tarde) del abismo, y la ayudaron a salir lentamente. Ella siguió siendo claramente autista, pero las recién adquiridas facultades del lenguaje y la comunicación le dieron un ancla, una habilidad para dominar lo que antes había sido un caos total. Su sistema sensorial, con sus violentas oscilaciones de hipersensibilidad e hiposensibilidad, comenzó a estabilizarse un poco. Hubo muchos períodos de recaída y regresión, pero está claro que a los seis años había adquirido un buen nivel lingüístico, y que con ello había cruzado el Rubicón que divide a las personas como ella, altamente funcionales, de las que jamás alcanzan un nivel de lenguaje ni de autonomía suficientes. Con el acceso al lenguaje, la terrible tríada de carencias —social, comunicativa e imaginativa— comenzó a ceder un tanto. Temple empezó a tener contacto con los demás, especialmente con uno o dos profesores capaces de apreciar su inteligencia, lo especial que era, y que podían tolerar su patología: el que hablara y preguntara sin parar, sus extrañas fijaciones, sus rabias. No menos importante fue la emergencia de una auténtica fijación por el juego y la creatividad: pintar, dibujar, modelar con cartón y hacer esculturas, así como de «maneras únicas y creativas de ser traviesa». A los ocho años, Temple comenzaba a llegar al juego de fingimiento que los niños normales alcanzan al empezar a andar, pero que los niños autistas de bajo rendimiento nunca alcanzan.