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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (19 page)

BOOK: Treinta noches con Olivia
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—Puede valer —dijo sin mucha convicción.

—¡Vaya, si he conseguido hacer algo decente bajo tus estrictas normas!

—No hace falta ese tono. Si quieres destacar en algo no puedes conformarte con lo básico. —Le devolvió los papeles—. Por cierto, ¿qué hacéis en este pueblo para divertiros los fines de semana? Y, por favor, no me digas ir a la tasca esa que llamáis bar.

Julia resopló. A éste no se le iban nunca los aires de estirado.

—Depende, a veces nos vamos a bañar al río, otras a Lerma a pasar el día, al mercadillo… Pero ya sé que te da un mal si vuelves a uno… ¡Yo que sé lo que hacen los de tu edad!

Por la entonación quedaba claro que le estaba lanzando una buena pulla.

Thomas no iba a caer en la provocación y responder que los de su edad podían pasárselo muy bien si se los dejaba a solas en casa y las adolescentes incómodas se perdían mientras tanto por ahí.

—¿Bañarse en el río? ¿Eso no es insalubre?

—¿Insalubre? —repitió ella con voz burlona—. No seas idiota, ¿ves alguna piscina olímpica por aquí? —Él se cruzó de brazos, con esa típica actitud de «no me tomes el pelo»—. Pues sí, nos vamos a una presa que hay a las afueras, es lo bastante grande para darte un buen chapuzón. ¿Quieres venir? —le preguntó guasona.

—Mejor no.

—Ya, claro, no vaya a ser que te dé mucho el sol y te deje tonto o algo peor… —Fingió horrorizarse, se lo estaba pasando en grande—. O que el agua te desgaste y te quedes aún más deslavado.

—Muy graciosa… —Miró por la ventana para comprobar el bronceado actual de ese par de tetas que lo traían por el camino de la amargura y se tragó un resoplido. No sabía si disgustarse porque ya no estaban a la vista o alegrarse porque ahora tenía un primer plano de un culo bien apetecible. ¡Lástima del horrible estampado del minúsculo biquini!

—Pero ¿se puede saber qué te pasa? Estás muuuuuuy raro. —Julia entrecerró los ojos al formular la pregunta.

—Es el maldito calor. —Era una forma de decirlo—. Entonces, os vais a bañar al río, cotilleáis en el pueblo… no sé si podré resistir tanta emoción.

—Pues tú te lo pierdes —espetó muy digna mientras se levantaba, cogía sus cosas y se las ponía bajo el brazo—. Ahí te quedas.

—Mira qué bien —murmuró sin importarle ni lo más mínimo. Es más, agradecía poder quedarse solo con sus pensamientos.

Y, siendo honestos, sus pensamientos se reducían a uno solo: mirar por la ventana.

Para su desgracia, ella ya no estaba, ni del derecho ni del revés. Así que se acabó la cerveza, ya vería cómo mataba el tiempo durante todo el día.

Olivia entró en la cocina, con el biquini al completo y un pareo (por supuesto de estampado imposible) anudado a las caderas. Abrió la nevera, cogió un botellín de agua y de nuevo se dirigió a la puerta.

—¿Tú no vas a bañarte al río? —preguntó con sorna. Ella se detuvo en el umbral de la puerta y lo miró.

—Pues no. —Quitó el tapón y dio un buen trago de agua.

—¿Se puede saber el motivo?

—Muy simple, son adolescentes, quieren estar solos, tontear y esas cosas. Si aparezco por allí, les corto el rollo.

—Y ¿cómo combates este calor?

Ella arqueó la ceja. ¿A santo de qué tanto interés? Así que se encogió de hombros.

—Te dejo, me vuelvo al jardín.

Pero no dio ni un paso cuando él la agarró desde atrás, pegándola a su cuerpo e inclinándose para hablarle en la oreja.

—Estoy seguro que conoces bien este pueblo —susurró él.

—¿Y? —Estaba más tonto de lo normal.

—Así que me imagino que habrá un rinconcito, discreto, no muy lejos, pero sí lo suficientemente apartado para que tú y yo podamos pasar el día, no pasar excesivo calor y entretenernos un rato. —Movió las caderas tras ella—. ¿Qué me dices?

Ella quiso buscar una réplica contundente. Aquel hombre daba muchas cosas por sentado. La primera, que ella estaba dispuesta a pasar el día con él, cosa que por otro lado era una idea excelente, sólo que admitirlo iba en contra de su propósito de enmienda.

Pero cuando se dio la vuelta él se había apartado. Cuando vio a Julia bajar la escalera entendió el motivo.

—No vengo a comer, ¿vale? —dijo su sobrina. Miró tras ella para señalar a su hermano. Antes de hablar se acercó a ella y susurró—: Pero si quieres, me quedo.

—No seas boba. ¿Y si alguna lagarta le tira los tejos a Pablito? —Olivia se sintió mal por tocar esa fibra tan sensible, pero quería, aunque no debía, ir de excursión campestre con Thomas.

—Tranquila. —Y de nuevo bajó la voz para continuar—: Ten cuidado, hoy está de un raro…

—No te preocupes, estoy enganchada al libro que empecé ayer, así que paso de él. Ni siquiera voy a hacer comida. Que se busque la vida —aseveró con convicción. Quizá, si lo decía en voz alta, hasta ella misma acabaría por creérselo.

—Vale. Entonces me voy.

Thomas esperó prudentemente a que Julia se alejara de la casa antes de acercarse de nuevo. Inexplicablemente se había arriesgado unos instantes antes, cosa bastante inusual en él, pero había sido así y ya no quedaba lugar para lamentaciones.

—Entonces… ¿nos vamos de excursión o no? —quiso saber manteniéndose distante. Si volvía a ponerle las manos encima, teniendo en cuenta los escasos treinta segundos que iba a tardar en desnudarla, no salían de casa.

—Y ¿pretendes que nos alimentemos del aire? —replicó ella poniéndose una mano en las caderas en actitud chulesca.

—Estoy seguro de que eres tan apañada que en quince minutos preparas unos bocadillos. —Pasó a su lado y dijo—: Voy a por las llaves del coche. No te olvides de la bebida.

Ella se quedó como un pasmarote, en la cocina, debatiéndose entre mandarle a hacer puñetas o preparar algo rápido de comer.

—Pero ¿cómo puedo estar ni tan siquiera planteándomelo? —se dijo a sí misma.

Enfurruñada (y no era para menos) salió de la cocina y subió tras él. Sin llamar a la puerta entró en su habitación y lo pilló cambiándose de ropa. Por un segundo, se olvidó de que pretendía decirle cuatro cositas. En cuanto se abrochó el cinturón habló:

—Mira, guapito de cara, es domingo, y no pienso hacer de criada, para ti ni para nadie. Si quieres bocadillos te los haces tú.

Él la miró de esa forma tan indolente que la enervaba.

—¿Has acabado? —preguntó guardándose la cartera en el bolsillo trasero del pantalón y cogiendo las gafas de sol.

Ella se cruzó de brazos. Encima tenía el descaro de tratarla así.

—Sí. —Se dio la vuelta, ni excursión, ni nada.

—No me montes una escena, ¿de acuerdo? —dijo él a sus espaldas—. Si no te apetece preparar algo, simplemente puedes decírmelo y compramos cualquier cosa.

—¡Gilipollas!

—Oye, que no te he pedido que sacrifiques a tu primogénito, sólo que hagas unos simples bocadillos. Ni que fuera un sacrificio.

Y encima tenía el descaro de sentirse ofendido.

—Y ¿por qué no los haces tú, señorito? Ay, perdona, lo olvidaba, en la facultad de Derecho no tenéis esa asignatura.

Thomas, que había trabajado de camarero para poderse pagar los estudios, no le respondió. No merecía la pena y, además, él no daba explicaciones ni hablaba de su pasado.

—Porque está demostrado científicamente que las manos femeninas han evolucionado mejor para sujetar utensilios de cocina.

Ella, ante la seriedad con la que dijo aquello, se echó a reír a carcajadas. Cuando controló su ataque de risa dijo:

—Es la excusa más absurda que he oído en mi vida. —Y también más original, pero se calló esto último—. Sólo por eso, prepararé algo, pero luego no me seas tiquismiquis.

—Déjalo. Paramos y compramos cualquier cosa en el bar.

—¿Vas a arriesgarte a comer algo de esa tasca, como tú la llamas?

Ella no esperó la respuesta, la cara de él lo decía todo, así que se encargó de lo necesario.

25

Para sorpresa de ella, Thomas le lanzó las llaves y se instaló en el asiento del copiloto, sin decir ni mu y con esa actitud de indiferencia tan suya, como si le estuviera haciendo un enorme favor al dejar que fuera ella quien condujera.

Tampoco iba a rechazar esa oferta, ya que se moría de ganas por probar el BMW del estirado. Aunque, claro, por esos caminos tan polvorientos no se le puede sacar mucha partida a la manada de caballos que se esconden en ese motor.

Llegaron a unos cinco kilómetros del pueblo, a una chopera lo suficientemente apartada y discreta para pasar el día y hacer lo que les viniera en gana. Pudieron aparcar el coche de tal forma que si alguien, cosa extraña en domingo, pasara por allí no lo viera.

Él, para no variar, se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, observando a su alrededor, como si necesitara supervisar el entorno y dar su aprobado.

—¿Qué? ¿No te gusta? —preguntó ella mientras intentaba averiguar qué botón abría el maletero. De ninguna manera iba a preguntárselo, ya había tenido suficiente ración de choteo cuando, al sentarse al volante, se dio cuenta de que el cambio era automático.

—Puede valer —dijo sin inflexión en la voz.

—Oye, deja ya esa actitud de perdonavidas, que ya cansa.

Él la miró por encima de sus gafas de sol y se percató de que ella estaba concentrada en algo. Cuando cayó en la cuenta de que la nevera tardaba más de lo razonablemente normal en salir del maletero, y teniendo en cuenta que él se estaba conteniendo para no tumbarla en el suelo, no pudo reprimirse.

—Trae una cerveza, antes de que se caliente.

—Yo sí que te voy a calentar a ti —dijo entre dientes.

—¿Decías?

—Creo que ya conoces eso de que ningún pobre necesita criado. —Y en el acto averiguó dónde se ocultaba el maldito botón. Para no generar más cachondeo, abrió toda digna y sacó la nevera; por supuesto, sólo cogió una bebida para ella.

Él se acercó por detrás. ¡Qué manía! Ella estaba preparada para una especie de asalto campestre, preparada y dispuesta, aunque el muy capullo sólo se ocupó de coger la esterilla y dársela.

Ella, algo confusa y enfurruñada por… bueno por todo, la agarró de malos modos y empezó a apartar piedras y ramas del suelo antes de extenderla.

Después de eso, simplemente se quitó sus zapatillas de cuña, se tumbó en el medio y decidió disfrutar del entorno, ya que no de la compañía.

—Hazme sitio —pidió él, sentándose a su lado.

Ella gruñó y se hizo a un lado.

Ninguno de los dos tenía nada interesante que decir, así que cada uno se dedicó a sus propios pensamientos hasta que, por supuesto, él tuvo que dar la puntilla.

—Está bien este sitio, sí. Tranquilo, apartado… supongo que habrás traído aquí a infinidad de tíos para follar.

Si se lo tomaba como un insulto, seguramente tendría que volver a casa andando y, aunque ya lo había hecho otras veces, no se había puesto unas zapatillas con un tacón que, por mucho que la estilizara, también le destrozaba los pies, para luego volver andando a casa.

Así que, como la mujer resuelta, experimentada y cosmopolita que presumía de ser aceptó el comentario como un cumplido.

—Pues sí. —Y como no tenía por qué callarse añadió—: ¿Te molesta?

—En absoluto. —Dudó por un instante si esa afirmación tan categórica era cierta—. Simplemente estaba considerando todos los pros y los contras de hacerte caso.

—Considera, considera… —murmuró ella, en tono despectivo.

Él cambió de postura, se colocó de medio lado, para no perderse detalle y sobre todo para no machacarse la espalda. Podía haber limpiado mejor el terreno antes de poner la jodida esterilla.

—Entonces… según tu dilatada experiencia, este lugar es lo suficientemente seguro para que hagamos cualquier cosa sin riesgo a que nos vean —reflexionó él en voz alta—. Lo digo, más que nada, porque no me apetece que mañana mi culo esté en YouTube.

—Tranquilo, no creo que nadie quiera ver tu culo en YouTube.

Thomas se echó a reír.

—Hay que joderse, y ¿por qué, si puede saberse?

—No está mal, pero comparado con lo que hay por ahí… —Negó con la cabeza—. No tienes nada que hacer.

Ya estaba bien de conversación, especialmente si era tan absurda como aquélla. Así que, para ir entrando en materia, él bajó el tirante de su camiseta rosa chicle dejando al descubierto la parte superior del horrible, aunque minúsculo, biquini.

—No sé para qué te lo has puesto —dijo, señalando uno de los triángulos que cubrían su pecho—. Esta mañana te has paseado por casa con todo al aire. No veo cuál es la diferencia ahora, y menos si estamos seguros de que nadie puede vernos…

—¿Me has estado espiando?

—¿Espiando? ¡No, joder! No es necesario. Tú sola te encargas de restregar la mercancía.

—¡Será posible! —Ella se incorporó para mirarlo desde arriba—. Eres un puto mirón.

—Y tú una jodida exhibicionista, podía haber llegado cualquiera y tú ahí, con las tetas al aire.

—Eres… eres… un imbécil. —Una mujer como ella no se alteraba por algo tan nimio, así que adoptó una postura más acorde—. No tiene nada de malo hacer
topless
. Si no te gusta, no mires.

—Ése es el problema, querida, que me gusta.

Lo dijo con una voz tan ronca y provocadora que a ella la recorrió un escalofrío. Él, que no dejaba pasar una, fue cambiando de postura para tumbarse encima de ella.

—Entonces, abstente de criticar. —Él sonrió y ella quiso arrearle un buen mamporro—. ¿Siempre tienes que ser tan idiota?

—Y ¿tú tan provocadora? No me extraña que medio pueblo quiera ir a que le cortes el pelo.

—También hago depilaciones, manicuras, masajes… —añadió ella pasando por alto la insinuación de sus palabras.

—¿Con final feliz?

—Depende —respondió sin pensarlo y entonces se dio cuenta de lo bocazas que una podía llegar a ser cuando estaba bajo presión.

—Mañana, cuando te lleve al trabajo, resérvame hora.

Ella no pudo más e hizo amago de soltarle un bofetón, pero Thomas interceptó su mano.

Durante unos instantes se quedaron callados, mirándose, retándose con la mirada, esperando a ver quién tenía el valor de decir algo coherente.

Thomas sabía que su comentario, dicho en aquel tono, había estado fuera de lugar. Pero, joder, ella le seguía el juego, así que presionaba y presionaba, hasta que de repente ella se echaba hacia atrás y se sentía ofendida. No sabía cuándo parar.

Él no era de los que ofenden gratuitamente. Otra cosa muy distinta es que a veces dijera lo que la gente no quería escuchar.

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