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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (6 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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—Unos minutos.

Edwina intervino:

—¿Cuánto tiempo había pasado después de que usted volviera de almorzar, mistress Núñez?

La muchacha vaciló, pareciendo menos segura.

—Quizás unos veinte minutos.

—Hablemos de
antes
que fuera usted a almorzar —dijo Edwina—. ¿Cree que entonces ya faltaba el dinero?

Juanita Núñez movió la cabeza negativamente.

—¿Cómo puede estar segura?

—Lo sé.

Las respuestas poco aclaradoras, monosilábicas, empezaban a irritar a Edwina. Y la terca hostilidad que había notado antes le pareció más pronunciada.

Tottenhoe repitió la pregunta crucial:

—Después de almorzar, ¿por qué estaba usted segura, no sólo de que faltaba dinero, sino de la cantidad?

La carita de la muchacha se contrajo, desafiante.

—Lo sé.

Hubo un silencio de duda.

—¿No cree usted, Juanita, que, en algún momento durante el día, puede haber pagado por error seis mil dólares a algún cliente?

—No.

Miles Eastin preguntó:

—Cuando dejó usted su puesto de cajera antes de ir a almorzar, Juanita, llevó usted el cajón con el dinero a la cámara del tesoro, cerró la combinación y lo dejó allí, ¿no es así?

—Sí.

—¿Está segura de haber cerrado?

La muchacha asintió positivamente.

—¿Estaba cerrada la caja del contador?

—No, estaba abierta.

Aquello, también era normal. Una vez que la combinación del contador había sido «abierta» por la mañana, era costumbre dejarla así por el resto del día.

—¿Y cuando usted volvió de almorzar, su cajón seguía en la cámara, siempre cerrada?

—Sí.

—¿Alguien más estaba enterado de su combinación? ¿Alguna vez la ha dado a alguien?

—No.

Por un momento se interrumpieron las preguntas. Los otros que rodeaban la mesa, sospechó Edwina, analizaban mentalmente los procedimientos de la cámara del tesoro de la sucursal.

El cajón al que Miles Eastin se había referido era, en verdad, una caja fuerte portátil, sobre un pupitre elevado, con ruedas, bastante ligero como para ser empujado con facilidad. Algunos bancos lo apodaban el camión-caja. Cada pagador tenía asignado uno, y la misma caja fuerte o camión, conspicuamente numerado, era usado normalmente por el mismo individuo. Algunos más eran utilizados para usos especiales. Miles Eastin había usado uno hoy.

Todas las cajas fuertes-camiones de los pagadores eran controladas al entrar y salir de la cámara del tesoro, por un contador superior del tesoro, que mantenía el informe de la salida y de la vuelta. Era imposible sacar o meter una unidad sin el escrutinio del contador del tesoro, o sacar la caja de otro, deliberadamente o por error. Durante las noches y el fin de semana la maciza cámara quedaba cerrada, más firmemente que la tumba de un faraón.

Cada caja-camión tenía dos combinaciones de cierres a prueba. Una era maniobrada por el pagador personalmente, la otra por el contador o asistente. Así, cuando se abría una caja cada mañana, era ante dos personas… el cajero y el contador.

Se decía a los pagadores que debían recordar de memoria sus combinaciones y no comunicarlas a nadie, aunque una combinación podía ser cambiada en cuanto un cajero lo solicitara. El único informe escrito de la combinación de un pagador estaba en un sobre sellado y doblemente firmado, guardado con otros —nuevamente bajo doble custodia— en el depósito de una caja fuerte. El sello del sobre sólo se rompía en caso de muerte del pagador, en caso de enfermedad, o porque dejaba el empleo.

Debido a todos estos medios, sólo el usuario activo de cualquier caja conocía la combinación que la abría y los pagadores, al igual que el banco, estaban protegidos contra robos.

Otro rasgo del sofisticado camión-caja era un sistema de alarma. Cuando lo llevaban, siguiendo la posición del pagador detrás del mostrador, una conexión eléctrica unía cada caja con una red de intercomunicaciones bancarias. Un resorte de prevención estaba oculto dentro del cajón, debajo de una inocua pila de billetes, conocida como «moneda anzuelo».

Los pagadores tenían órdenes de no usar nunca el dinero anzuelo para transacciones normales, pero, en caso de que hubiera un asalto, tenían que entregar primero ese dinero. Simplemente mover los billetes liberaba un resorte silencioso. Éste, a su vez, alertaba a los empleados de seguridad del banco y a la policía, que generalmente llegaba en unos minutos; también ponía en acción unas cámaras escondidas que había en lo alto. Las series de números del dinero anzuelo estaban anotadas, para ser usadas luego como prueba.

Edwina preguntó a Tottenhoe:

—¿Estaba el «dinero anzuelo» entre los seis mil dólares que faltan?

—No —dijo el contador—. El dinero anzuelo estaba intacto. Lo he comprobado.

Ella reflexionó: no había manera de averiguar nada de este modo.

Una vez más Miles Eastin se dirigió a la muchacha:

—Juanita, ¿no se le ocurre que alguien,
cualquiera que sea
, puede haber sacado el dinero de su caja?

—No —dijo Juanita Núñez.

Examinando atentamente a la muchacha cuando contestó, Edwina creyó descubrir miedo.

Bueno, si así era, tenía sus motivos, porque ningún banco iba a ceder fácilmente cuando se trataba de una pérdida de esta magnitud.

Edwina ya no dudaba de lo que había pasado con el dinero. La Núñez lo había robado. No había otra explicación posible. La dificultad era descubrir… ¿cómo?

Una manera posible era que Juanita Núñez hubiera pasado el dinero a un cómplice, sobre el mostrador. Nadie se habría dado cuenta. En un día normalmente ocupado hubiera parecido como una operación normal de pago. También la muchacha podía haber ocultado el dinero y haberlo sacado del banco durante el almuerzo, pero, en este caso, el riesgo habría sido mayor.

La muchacha debía estar enterada que esto iba a costarle el empleo, se probara o no que había robado el dinero. Es verdad que a los pagadores bancarios se les permitían ocasionales diferencias de caja; tales errores eran normales y esperados. En el curso de un año, ocho «por encima» o «por debajo» era normal en la mayoría de los pagadores, y, siempre que el error no fuera mayor de veinticinco dólares, no se decía nada. Pero nadie que tuviera una falta mayor de dinero podía conservar el empleo, y los cajeros lo sabían.

Naturalmente, Juanita Núñez podía haber tenido esto en cuenta, y podía haber decidido que seis mil dólares inmediatamente valían la pérdida del empleo, aunque tuviera luego dificultades para conseguir otro. De cualquier modo, Edwina sentía pena por la muchacha. Evidentemente había estado desesperada. Tal vez la desesperación tuviera algo que ver con la criatura.

—No creo que podamos hacer mucho más por ahora —dijo Edwina al grupo—. Tendré que informar a los superiores. Ellos se encargarán de la investigación.

Cuando los tres se pusieron de pie, añadió:

—Mistress Núñez, quédese, por favor… —la muchacha volvió a su asiento.

Cuando los otros ya no podían oírlas, Edwina dijo, con deliberada informalidad:

—Juanita, creo que éste es el momento de que hablemos francamente entre nosotras, como amigas… —Edwina había borrado su impaciencia primera. Era consciente de los oscuros ojos de la joven, clavados intensamente en los suyos.

—Estoy segura de que ya se le han ocurrido dos cosas. Primero: habrá sobre esto una investigación a fondo y el FBI va a intervenir, porque somos un banco federalmente asegurado. Segundo: no hay manera de que las sospechas no recaigan sobre usted… —Edwina hizo una pausa—. Le estoy hablando con sinceridad. ¿Me entiende?

—Entiendo. Pero yo no he sustraído el dinero.

Edwina observó que la muchacha seguía haciendo girar nerviosamente su anillo de bodas.

Y eligió las palabras con cuidado convencida de que debía invitar una acusación directa, que pudiera provocar más adelante inconvenientes legales para el banco.

—Por larga que sea la investigación, Juanita, es casi seguro que la verdad saldrá a la luz; generalmente es así. Las investigaciones se hacen a fondo. Y los investigadores son gente experimentada. No cejan.

La muchacha repitió, casi enfáticamente:

—No he sustraído el dinero.

—No he dicho que lo hiciera. Quiero decir que, si por alguna casualidad sabe algo más de lo que ha dicho, ahora es el momento de hablar, decírmelo a mí, aquí, charlando tranquilamente. Después no habrá otra oportunidad. Será demasiado tarde.

Juanita Núñez pareció a punto de hablar. Edwina levantó la mano.

—Escuche. Le prometo una cosa. Si el dinero es devuelto al banco, digamos mañana a más tardar, no habrá acción legal, ni juicio. Con sinceridad debo decirle que, quien haya sacado el dinero, no puede seguir trabajando aquí. Pero no pasará nada más. Se lo garantizo. Juanita: ¿tiene usted algo que decirme?

—No, no, no, ¡
Se lo juro por mi hija
! —los ojos de la muchacha ardían, la cara estaba llena de furia— Le repito que no he cogido dinero, ni ahora ni nunca.

Edwina suspiró.

—Bueno eso es todo por ahora. Pero, por favor, no se vaya del banco sin verme antes.

Juanita Núñez pareció al borde de otra respuesta calenturienta. Pero, en lugar de esto, con un leve encogimiento de hombros, se levantó y dio media vuelta.

Desde su elevado escritorio, Edwina supervisó la actividad a su alrededor; era su pequeño mundo, su responsabilidad personal. Las transacciones del día de la sucursal seguían siendo contadas y anotadas, aunque un control previo había mostrado que ningún cajero —como se había esperado originariamente— tenía seis mil dólares de más.

Los sonidos eran mudos en el moderno edificio: en tono bajo las voces zumbaban, los papeles crujían, las monedas tintineaban, las máquinas de calcular cliqueaban. Ella lo miró todo brevemente, recordando que, por dos motivos, ésta era una semana que iba a recordar. Después, comprendiendo lo que había que hacer, levantó un teléfono y marcó un número interno.

Contestó una voz de mujer:

—Departamento de Seguridad.

—Comuníqueme con míster Wainwright por favor —dijo Edwina.

Capítulo
6

A Nolan Wainwright le había resultado difícil, desde ayer, concentrarse en el trabajo normal del banco.

El jefe de Seguridad estaba profundamente afectado tras la reunión del martes por la mañana en el cuarto de sesiones, porque la verdad era que, en una década, él y Ben Rosselli habían conseguido tenerse amistad y mutuo respeto.

No siempre había sido así. Ayer, al volver de la torre de los ejecutivos a su oficina más modesta, que daba a un tragaluz, Wainwright dijo a su secretaria que no le molestara por un rato. Después se sentó ante el escritorio, triste, pensativo, recordando la primera vez que había chocado con la voluntad de Ben Rosselli.

Hacía diez años. Nolan Wainwright era nuevo jefe de policía en un pueblecito de las afueras. Antes había sido teniente de detectives en un gran fuerza ciudadana, con una ficha notable. Tenía capacidad para ser jefe y, dado el clima de los tiempos, probablemente había ayudado a su candidatura el hecho de que fuera negro.

Poco después del nombramiento del nuevo jefe, Ben Rosselli salió en auto por las afueras del pueblecito y sobrepasó la velocidad de 80 kilómetros permitida. Un patrullero de la policía local le extendió una citación ante el tribunal de tráfico.

Tal vez porque su vida era conservadora en otros sentidos, a Ben Rosselli siempre le habían gustado los coches rápidos, y los conducía como los habían planeado los diseñadores… con el pie derecho casi tocando el suelo.

Una citación por exceso de velocidad era cosa de rutina. De vuelta al First Mercantile American, envió la citación, como de costumbre, al departamento de Seguridad del banco, con instrucciones de arreglar la cosa. Para el hombre más poderoso del estado en cuestión de dinero, muchas cosas podían arreglarse, y se arreglaban.

La citación fue despachada por correo al día siguiente, al gerente de la sucursal del FMA de la ciudad donde había sido enviada. Sucedió que el gerente era también consejero municipal y había influido en el nombramiento de Nolan Wainwright como jefe de policía.

Con menos amabilidad, el consejero manifestó a Wainwright que él era nuevo en la comunidad, que necesitaba amigos y que la falta de cooperación no era manera para conseguirlos. Wainwright se negó a hacer nada en favor de la citación.

El consejero sacó a luz su condición de banquero y recordó al jefe de policía que él, personalmente, había recomendado al First Mercantile American una hipoteca privada, destinada a permitir que Wainwright trajera a la ciudad a su mujer y a su familia. Míster Rosselli, añadió de manera un poco innecesaria el gerente, era presidente del FMA.

Nolan Wainwright dijo que no veía relación entre una solicitud de préstamo y una citación de tráfico.

A su debido tiempo míster Rosselli, que fue llamado ante los tribunales, sufrió una pesada multa por conducir indebidamente y recibió tres puntos en contra, que iban a anotarse en su libreta de conductor. Quedó terriblemente enojado.

También, a su debido tiempo, la solicitud de hipoteca de Nolan Wainwright fue rechazada por el First Mercantile American.

No había pasado una semana cuando Wainwright se presentó en la oficina de Rosselli, en el piso treinta y seis de la Torre del FMA, aprovechando una facilidad de ingreso que enorgullecía al mismo presidente.

Al enterarse de quién era su visitante, Ben Rosselli se sorprendió de que fuera negro. Nadie se lo había mencionado. No era que esto importase para la todavía temblorosa ira del banquero ante la ignominiosa anotación en su libreta de conductor… la primera en su vida.

Wainwright habló con frialdad. Ben Rosselli no sabía nada del préstamo hipotecario pedido por el jefe de policía y del rechazo consiguiente; tales asuntos se habían llevado a cabo en un nivel más bajo que el del presidente. Pero olió la injusticia y pidió que le trajeran el fichero del préstamo, que examinó mientras Nolan Wainwright esperaba.

—Por simple curiosidad —dijo Ben Rosselli al terminar de leer—, si no le otorgamos este préstamo. ¿Qué piensa hacer?

La respuesta de Wainwright fue ahora helada.

—Luchar. Contrataré a un abogado e iremos a la Comisión de Derechos Civiles en primer término. Si no tenemos éxito, haremos cualquier cosa que pueda hacerse para molestarles a ustedes.

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