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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (41 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Fue entonces cuando empezó a darse cuenta, con una claridad que había aumentado desde entonces, que gran cantidad de la pasión y la gloria de la vida: la mutua exploración, exaltación, el compartir, el dar y el recibir, nunca habían sido conocidos por él y Beatrice.

Para Roscoe y Beatrice el descubrimiento había llegado demasiado tarde, aunque era un descubrimiento que quizá Beatrice nunca hubiera querido. Pero Roscoe y Avril todavía tenían tiempo; y lo habían probado en los momentos pasados juntos desde Nassau. Miró su reloj sonriendo… la sonrisa que había percibido Alex Vandervoort.

Iría a ver a Avril lo antes posible, lógicamente. Eso representaba cambiar los planes de esta tarde y los de la noche, pero la cosa no importaba. Incluso en este momento la idea de verla una vez más le excitaba, de manera que su cuerpo se agitaba y reaccionaba como el de un joven.

En escasas ocasiones, desde que había iniciado su aventura con Avril, le habían turbado los problemas de conciencia. En los recientes domingos en la iglesia, el texto que había leído en voz alta antes de ir a las Bahamas le perseguía:
La justicia exalta a una nación, pero el pecado es un reproche en cualquier pueblo
. En tales momentos se consolaba con las palabras de Cristo en el Evangelio de San Juan:
Aquel de entre vosotros que esté libre de pecado, arroje la primera piedra… Y: Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a ningún hombre
. Heyward incluso se permitió reflexionar —con una ligereza que le hubiera dejado atónito hacía escaso tiempo— que la Biblia, como las estadísticas, podían usarse para probar cualquier cosa.

En todo caso, la discusión no tenía importancia. La intoxicación producida por Avril era más fuerte que la llamada de la conciencia.

Al dirigirse desde la sala de conferencias hacia sus oficinas en el mismo piso, pensó, radiante: el encuentro con Avril sería la culminación de un día triunfal, con la aprobación de sus propuestas para la Supranational y su prestigio profesional en el cenit de la Dirección. Naturalmente, le había fastidiado lo ocurrido por la tarde, y se había enojado ante lo que consideraba una traición de Harold Austin, aunque inmediatamente había comprendido los motivos egoístas que lo motivaban. De todos modos.

Heyward dudaba bastante que las ideas de Vandervoort provocaran éxitos reales. El efecto, en los beneficios bancarios del año, de sus acuerdos con la Supranational iba a ser muchísimo más grande.

Lo que le recordó que debía tomar una decisión sobre un millón y medio de dólares adicionales requerido por el Gran George Quartermain, como prolongación de préstamo a las Inversiones «Q».

Roscoe Heyward frunció el ceño levemente. Imaginaba que en todo el asunto de las Inversiones «Q» había alguna leve irregularidad, aunque debido al compromiso del banco con la Supranational y viceversa, la cosa no parecía grave.

Había planteado el asunto en un memorial confidencial a Jerome Patterton hacía más o menos un mes.

G. G. Quartermain de la Supranational me ha telefoneado dos veces desde Nueva York, sobre un proyecto personal suyo llamado las Inversiones «Q». Se trata de un pequeño grupo privado del cual Quartermain (El Gran George) es el principal, y nuestro propio director, Harold Austin, es miembro. El grupo ha comprado ya grandes cantidades de valores de varias empresas de la Supranational en términos ventajosos. Se han planeado más compras.

Lo que el Gran George desea de nosotros es un préstamo para las inversiones «Q» de US $ 1½ millones, al mismo bajo interés que el préstamo a la Supranational, aunque sin requerimiento de balance compensatorio. Señala que el balance compensatorio de la SuNatCo será amplio como para sobrepasar este préstamo personal… lo que es verdad, aunque, lógicamente, no hay garantía cruzada.

Debo señalar que Harold Austin también me ha telefoneado para urgir que se haga el préstamo.

De hecho el Honorable Harold había recordado bruscamente a Heyward acerca de un
quid pro quo
—una deuda contraída con el fuerte apoyo de Austin en el tiempo de la muerte de Ben Rosselli. Era un apoyo que Heyward iba a continuar necesitando cuando Patterton —el Papa interino— se retirara, dentro de ocho meses.

El memorial a Patterton continuaba:

Francamente el interés propuesto en este préstamo es muy bajo, y dejar a un lado un balance compensatorio será una gran concesión. Pero, en vista de los negocios de la Supranational, que nos ha dado el Gran George, creo que sería prudente seguir adelante.

Recomiendo el préstamo. ¿Está usted de acuerdo?

Jerome Patterton había devuelto el memorial con un lacónico «Sí» escrito a lápiz a continuación de la pregunta final. Conociendo a Patterton, Heyward pensó que apenas había concedido al asunto más que una rápida mirada.

Heyward no veía motivo para meter a Alex Vandervoort en el asunto, y el préstamo tampoco era tan grande como para requerir la aprobación del Comité de Política Monetaria. Por lo tanto, unos días después, Roscoe Heyward había aprobado iniciando el préstamo, cosa que tenía autoridad para hacer.

Pero para lo que
no
tenía autoridad —y no había informado a nadie— era para una transacción personal entre él y G. G. Quartermain.

En la segunda conversación telefónica sobre las Inversiones Q, el Gran George, que le había llamado desde la SuNatCo de Chicago, había dicho:

—He estado hablando de ti con Harold Austin, Roscoe. Ambos creemos que ya es hora que te metas en nuestro grupo de inversiones. Queremos tenerte con nosotros. Te he hecho conceder dos mil acciones que serán consideradas como ya pagadas. Son certificados nominales en blanco… es más discreto de esta manera. Los he mandado por correo.

Heyward se había quedado de una pieza.

—Gracias, George, pero me parece que no puedo aceptar.

—Demonio, ¿por qué no?

—No es moral.

El Gran George había gruñido.

—Estamos en un mundo real, Roscoe. Este tipo de cosas pasa a diario entre los clientes y los banqueros. Tú lo sabes. Y yo lo sé.

Sí, Heyward sabía que la cosa pasaba, aunque no «a diario», como afirmaba el Gran George, y Heyward nunca había permitido que le sucediera una cosa semejante.

Antes de que pudiera contestar, Quartermain insistió:

—Vamos, muchacho, no seas tonto. Si eso te hace sentir mejor, diremos que las acciones son en agradecimiento por tu consejo sobre las inversiones.

Pero Heyward sabía que él no había dado consejo sobre las inversiones, ni entonces ni después.

Uno o dos días después los certificados de acciones de Inversiones «Q» llegaron por correo certificado, en un sobre con muchos sellos y con la marca:
Estrictamente Personal y Confidencial
. Ni siquiera Dora Callaghan abrió ese sobre.

Esa noche en su casa, el estudiar los informes financieros de las Inversiones Q, que también le había mandado el Gran George, Heyward comprobó que sus dos mil acciones tenían un valor neto de 20 000 dólares. Más adelante, si las Inversiones «Q» prosperaban o se hacían públicas, su valor sería mucho mayor.

En ese momento tenía la intención de devolver las acciones a G. G. Quartermain; después, recordando sus precarias finanzas personales que no habían prosperado en varios meses, vaciló. Finalmente cedió a la tentación y más tarde, la misma semana, puso los certificados en su caja fuerte de depósitos en la sucursal principal del FMA. No era, pensó Heyward, como privar al banco de dinero. No había hecho eso. De hecho, debido a la Supranational, la verdad era lo contrario. De manera que, si al Gran George se le ocurría hacerle un regalo amistoso, ¿por qué ser quisquilloso y rechazarlo?

Pero el haber aceptado todavía le preocupaba un poco, especialmente cuando el Gran George telefoneó al terminar la semana, esta vez desde Amsterdam, pidiendo medio millón adicional para las Inversiones «Q».

—Hay una única oportunidad para nuestro grupo «Q» de apoderarse de un montón de valores en Guilderland, que seguramente se irán a las nubes. No puedo decir mucho por un teléfono que no sea privado, Roscoe, debes confiar en mí.

—Claro que confío, George —dijo Heyward—, pero el banco querrá detalles.

—Los recibirás… mañana por correo… —tras lo cual el Gran George añadió, con énfasis—: No olvides que ahora eres uno de los nuestros.

Brevemente Heyward tuvo un segundo sentimiento: era como si G. G. Quartermain prestara más atención a sus inversiones privadas que a la dirección de la Supranational. Pero al día siguiente las noticias le tranquilizaron. El «Wall Street Journal» y otros diarios trajeron prominentes artículos sobre una importante adquisición ingeniero-industrial de la SuNatCo en Europa. Era un
coup d'état
comercial que hizo subir de golpe las acciones de la Supranational en los mercados de Londres y Nueva York, y pareció que el préstamo de FMA a la corporación gigante era aún más ventajoso.

Cuando Heyward entró en el despacho, mistress Callaghan lo saludó con su acostumbrada sonrisa de matrona.

—Los otros mensajes están sobre su escritorio, señor.

Él asintió, pero, una vez dentro, puso la pila a un lado. Vaciló mirando unos papeles que habían sido preparados, pero que aún no estaban aprobados, referentes al préstamo adicional para las Inversiones «Q». Después dejó también eso a un lado y, usando el teléfono de línea directa con el exterior, marcó el número del paraíso.

—Roscoe, tesoro —murmuró Avril mientras exploraba su oreja con la punta de la lengua— te apresuras demasiado.
Espera
. Quédate quieto.
Quieto. Demorate
—le acarició el hombro desnudo, después la columna vertebral, y sus uñas arañaron, agudas, pero suaves como seda.

Heyward gimió —una mezcla dolorosa, dulce, saboreada, de placer postergado— y obedeció.

Ella murmuró de nuevo:

—Vale la pena esperar, te lo juro.

Él sabía que así era. Siempre era así. Nuevamente se preguntó cómo alguien tan joven y tan bonita podía haber aprendido tanto, ser tan emancipada… sin inhibiciones… gloriosamente sabia.

Todavía no, Ros
… querido,
todavía no. Así… Eso me gusta. Ten paciencia
. Sus manos, hábiles y conocedoras, siguieron explorando. Él dejó que su cuerpo y su mente flotaran, sabiendo por experiencia que era mejor hacerlo todo… exactamente… como ella decía.

—¡Oh,
así me gusta
, Roscoe! ¿No es maravilloso?

Él respiró.

—Sí. Sí.

—Pronto, Roscoe.
Muy pronto
.

Junto a él, sobre las dos almohadas encimadas, se expandía el pelo rojo de Avril. Sus besos le habían devorado. Su fragancia pesada, como de ambrosía, le llenaba las narices. Su cuerpo maravilloso, sinuoso, sometido, estaba debajo de él. Esto, le gritaban sus sentidos, era lo
mejor
de la vida, de la tierra y del cielo, aquí, en este momento.

La única dulce y agria tristeza era haber esperado tantos años para descubrirlo.

Nuevamente los labios de Avril buscaron los suyos y los encontraron. Ella suplicó:


Ahora
, Roscoe.
Ahora
, tesoro,
ahora

El dormitorio, como Heyward había observado al llegar, era típico del Hilton: limpio, eficientemente cómodo, un cubículo sin mayor carácter. Una reducida salita del mismo género quedaba afuera; en esta ocasión como en las anteriores, Avril había tomado una
suite
.

Estaban aquí desde el fin de la tarde. Después de hacer el amor se habían amodorrado, habían despertado, habían vuelto a hacer el amor, aunque no con éxito total, y después habían vuelto a dormir una hora. Ahora ambos se estaban vistiendo. El reloj de Heyward marcaba exactamente las ocho de la noche.

Estaba exhausto, físicamente agotado. Más que nada deseaba volver a su casa y acostarse… solo. Se preguntó en cuánto tiempo podría despedirse decentemente.

Avril estaba en la salita, telefoneando. Cuando volvió, dijo:

—He pedido que nos traigan la comida, amorcito. La subirán en seguida.

—Maravilloso, querida.

Avril se había puesto unas medias-slip transparentes. Sin sujetador. Empezó a cepillarse el largo pelo, que estaba en desorden. Él se sentó en la cama, la contempló y, pese a su cansancio, comprobó que cada movimiento de ella era sinuoso y sensual. Comparada con Beatrice, a quien él tenía costumbre de ver diariamente, Avril era
muy joven
. De pronto se sintió deprimentemente viejo.

Pasaron a la salita, donde Avril dijo:

—Abramos el champaña.

Estaba en un armario, en un balde con hielo. Heyward lo había notado antes. Casi todo el hielo se había derretido, pero la botella seguía fría. Tiró inexpertamente del alambre y el corcho.

—No quieras sacar el corcho —dijo Avril—. Tuerce la botella unos cuarenta y cinco grados, después agarra el corcho y haz girar la botella.

Dio fácilmente resultado. Ella
sabía mucho
.

Apoderándose de la botella, Avril llenó dos vasos. Él movió la cabeza.

—Sabes que no bebo, querida.

—Te hará sentirte más joven —le tendió el vaso. Cuando él cedió y lo tomó, se preguntó si había adivinado ella sus pensamientos.

Cuando hubieron bebido dos vasos más y llegó la comida, él se sentía
en verdad
más joven.

Cuando el camarero se fue, Heyward dijo:

—Deberías dejarme pagar esto —unos minutos antes había sacado la billetera, pero Avril la había puesto a un lado y había firmado una nota.

—¿Por qué, Roscoe?

—Porque debes permitir que pague algunos de tus gastos… las cuentas del hotel, el costo del vuelo desde Nueva York —estaba enterado de que Avril tenía un apartamento en Greenwich Village—. Es demasiado para que lo pagues sola.

Ella le miró con curiosidad, y tuvo una risa diáfana.

—¿No supondrás
que yo
pago todo esto? —Señaló la
suite
—. ¿Crees que gasto así
mi
dinero? ¡Roscoe, nene, debes estar loco!

—¿Entonces
quién
paga?

—¡La Supranational, tontito! Todo es por cuenta de ellos… esta
suite
, la comida, mi pasaje, mi tiempo… —se acercó a la silla de él y le besó; sus labios eran llenos, húmedos—. No te preocupes más.

Pero él permaneció inmóvil, abrumado y silencioso, absorbiendo el impacto de lo que ella había dicho. La ablandadora potencia del champaña todavía recorría su cuerpo, pero su mente estaba clara.

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