—Esos dientes tuyos suenan bastante muertos —dijo Hake.
Dywen entrechocó los dientes de madera.
—Tampoco hay lobos. Antes había, pero han desaparecido. ¿Adónde creéis que se habrán ido?
—A algún sitio cálido —dijo Chett.
De los más de una docena de hermanos que estaban sentados en torno al fuego, cuatro eran de los suyos. Mientras comía, dedicó a cada uno una mirada torva e inquisitiva, para ver si alguno mostraba señales de vacilación. El Daga parecía bastante tranquilo allí sentado, afilando el arma como lo hacía todas las noches. Y Donnel Hill el Suave era todo anécdotas jocosas y chistes. Tenía los dientes blancos, los labios rojos y gruesos, y unos cabellos rubios ondulados que le caían sobre los hombros formando una hermosa cascada, y aseguraba ser hijo bastardo de un Lannister. Quizá lo fuera. Chett no tenía la menor necesidad de chicos guapos ni tampoco de bastardos, pero Donnel el Suave parecía bastante competente.
No estaba tan seguro respecto al guardabosques a quien los hermanos llamaban Serrucho, más por sus ronquidos que por algo que tuviera que ver con los árboles. En aquel mismo momento, parecía tan inquieto que quizá no volviera a roncar en la vida. Y Maslyn estaba peor. Chett veía cómo le corría el sudor por la cara, a pesar del viento helado. Las gotas de humedad brillaban a la luz de la hoguera, como pequeñas joyas mojadas. Maslyn ni siquiera comía, se limitaba a contemplar la sopa como si su olor estuviera a punto de hacerlo vomitar.
«Tendré que vigilarlo», pensó Chett.
—¡A formar! —El grito repentino surgió de una docena de gargantas y se difundió con rapidez por todos los rincones del campamento en la cima de la colina—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche! ¡A formar junto a la hoguera central!
Con el ceño fruncido, Chett terminó su ración de sopa y siguió a los demás.
El Viejo Oso estaba delante del fuego junto con Smallwood, Locke, Wythers y Blane, que formaban una fila detrás de él. Mormont llevaba una capa de gruesa piel negra, y el cuervo, posado sobre su hombro, se limpiaba las negras plumas.
«Esto no augura nada bueno.» Chett se metió entre Bernarr el Moreno y unos hombres de la Torre Sombría. Cuando todos estuvieron reunidos, menos los vigilantes del bosque y los que hacían guardia en la muralla circular, Mormont se aclaró la garganta y escupió. La saliva se congeló antes de tocar el suelo.
—¡Hermanos! —dijo—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche!
—
¡Hombres!
—gritó su cuervo—.
¡Hombres! ¡Hombres!
—Los salvajes están bajando de las montañas, siguen el curso del Agualechosa. Thoren considera que su vanguardia estará sobre nosotros de aquí a diez días. Sus exploradores más experimentados van con Harma Cabeza de Perro en esa vanguardia. Los demás, o bien forman una fuerza de retaguardia, o avanzan muy cerca del propio Mance Rayder. Sus combatientes se extienden por toda la línea de avance en pequeños grupos. Tienen bueyes, mulas, caballos... pero pocos. La mayoría van a pie, apenas van armados y no están entrenados. Las armas que llevan son más bien de hueso y piedra que de acero. Transportan consigo la impedimenta: mujeres, niños, rebaños de cabras y ovejas, además de todas sus posesiones. En pocas palabras, aunque son numerosos, son vulnerables... y no saben que estamos aquí. O, al menos, debemos rezar para que no lo sepan.
«Lo saben —pensó Chett—. Puñetero viejo, montón de carroña, lo saben, tan cierto como que hay noche y día. Qhorin Mediamano no ha regresado, ¿verdad? Ni Jarman Buckwell. Si han capturado a alguno, sabes muy bien que los salvajes ya deben haberlos hecho cantar una o dos tonadas.»
—Mance Rayder tiene la intención de cruzar el Muro y llevar una guerra sangrienta a los Siete Reinos —dijo Smallwood dando un paso adelante—. Bien, a eso también sabemos jugar nosotros. Mañana le llevaremos la guerra.
—Al romper la aurora partiremos todos —dijo el Viejo Oso, mientras un murmullo recorría la formación—. Iremos hacia el norte y daremos un rodeo hacia el oeste. La vanguardia de Harma habrá dejado bien atrás el Puño cuando cambiemos de dirección. Las estribaciones de los Colmillos Helados están llenas de valles estrechos y sinuosos, ideales para emboscadas. Su columna se estirará a lo largo de muchos kilómetros. Caeremos sobre ellos en varios puntos a la vez y haremos que juren que éramos tres mil, no trescientos.
—Los golpearemos con toda dureza y nos retiraremos antes de que sus jinetes puedan formar para enfrentarse a nosotros —dijo Thoren Smallwood—. Si nos persiguen, los obligaremos a que nos den caza largo rato, y después giraremos y volveremos a golpear la columna en un punto más lejano. Quemaremos sus carros, dispersaremos sus rebaños y mataremos a tantos de ellos como podamos. Hasta al mismísimo Mance Rayder, si nos tropezamos con él. Si se dispersan y vuelven a sus guaridas, habremos ganado. Si no, los hostigaremos todo el camino hasta el Muro y nos aseguraremos de que dejen un rastro de cadáveres tras ellos.
—Son miles —gritó alguien a espaldas de Chett.
—Todos moriremos. —Era la voz de Maslyn, que estaba verde de miedo.
—
Moriremos
—graznó el cuervo de Mormont, batiendo las alas negras—,
moriremos, moriremos.
—Sí, muchos de nosotros —dijo el Viejo Oso—. Quizá todos nosotros. Pero, como dijo otro Lord Comandante hace mil años, ése es el motivo por el que nos visten de negro. Recordad vuestro juramento, hermanos. Porque somos las espadas en la oscuridad, los vigilantes del muro...
—El fuego que arde contra el frío. —Ser Mallador Locke desenvainó su espada larga.
—La luz que trae el amanecer —respondieron otros, y muchas más espadas salieron de sus fundas.
Y de pronto todos desenvainaban, y había trescientas espadas en el aire y la misma cantidad de voces.
—¡El cuerno que despierta a los durmientes! —gritaban—. ¡El escudo que protege los reinos de los hombres!
Chett no tuvo más remedio que unir su voz a las de los demás. El aliento de los hombres llenaba el aire de vaho, y la luz de las hogueras se reflejaba en el acero. Le complació ver que Lark, Piesligeros y Donnel Hill el Suave se unían a los gritos como si fueran tan idiotas como los demás. Eso estaba bien. No tenía sentido llamar la atención cuando faltaba tan poco para que llegara su hora.
Cuando los gritos cesaron, volvió a oír el sonido del viento que azotaba la muralla circular. Las llamas temblaban y se arremolinaban, como si también tuvieran frío y, en el súbito silencio, el cuervo de Viejo Oso volvió a graznar.
—
Moriremos
—dijo una vez más.
«Listo, el pájaro», pensó Chett mientras los oficiales los dispersaban, advirtiéndoles a todos que tomaran una buena cena y descansaran bien aquella noche. Chett se metió bajo sus pieles, junto a los perros, y le dio vueltas mentalmente a todo lo que podía ir mal. ¿Y si aquel maldito juramento hacía que alguno cambiara de opinión? ¿O si a Paul el Pequeño se le olvidaba e intentaba matar a Mormont durante la segunda guardia, y no durante la tercera? ¿Y si Maslyn se acobardaba, alguien los delataba o...?
Se descubrió prestando atención a los sonidos de la noche. Era verdad, el viento sonaba como los gemidos de un bebé, y de vez en cuando oía voces humanas, el relincho de un caballo, un tronco que chisporroteaba en la hoguera... Pero nada más. «Demasiada quietud.»
Visualizó el rostro de Bessa flotando delante de él.
«No era el cuchillo lo que quería meterte —quiso decirle—. Recogí flores para ti, rosas silvestres, atanasias, tulipanes dorados... Me llevó toda la mañana. —El corazón le latía como un tambor, tan alto que temía despertar al campamento. El hielo le endurecía la barba alrededor de la boca—. ¿Por qué pasó aquello con Bessa?» Antes, cada vez que pensaba en ella era únicamente para recordar el aspecto que tenía al morir. ¿Qué le estaba sucediendo? Apenas podía respirar. ¿Se había dormido? Se incorporó sobre las rodillas y algo húmedo y frío le tocó la nariz. Chett miró hacia arriba.
Nevaba.
«No es justo —habría querido gritar. Sintió cómo las lágrimas se le congelaban en las mejillas. La nieve echaría a perder todo aquello por lo que había trabajado, sus minuciosos planes. Era una nevada copiosa, gruesos copos caían a su alrededor. ¿Cómo hallarían sus depósitos de alimentos bajo la nieve o el sendero de cazadores que pretendían seguir hacia el este?—. Si huimos por la nieve recién caída no necesitarán a Dywen ni a Bannen para darnos caza. —Y la nieve ocultaba el relieve del terreno, sobre todo de noche. Un caballo podía tropezar en una raíz o partirse una pata en una roca—. Estamos acabados —comprendió—. Acabados antes de empezar. Estamos perdidos. —No habría vida señorial para el hijo del de las sanguijuelas, no habría un torreón que pudiera llamar suyo, ni esposas ni coronas. Sólo la espada de un salvaje clavada en las tripas, y después una tumba sin nombre—. La nieve me lo ha quitado todo... la maldita nieve...»
Nieve, eso era lo que lo había arruinado en una ocasión. Nieve y su amigo cerdito.
Chett se levantó. Tenía las piernas rígidas, y los copos de nieve habían transformado las hogueras distantes en un vago resplandor anaranjado. Se sentía como si lo estuviera atacando una nube de insectos pálidos y fríos. Se le asentaban sobre los hombros y la cabeza, se le metían en la nariz y los ojos... Con una maldición se los sacudió.
«Samwell Tarly —recordó—. Al menos puedo ocuparme de Ser Cerdi.» Se cubrió el rostro con la bufanda, se colocó el capuchón y comenzó a cruzar el campamento hacia el sitio donde dormía el cobarde.
La nieve caía con tal intensidad que se perdió entre las tiendas, pero finalmente dio con el pequeño refugio contra el viento que el chico obeso se había construido entre una roca y las jaulas de los cuervos. Tarly estaba enterrado bajo un montículo de frazadas de lana negra y gruesas pieles. La nieve estaba a punto de cubrirlo. Tenía el aspecto de una montaña de suaves redondeces. El acero susurró sobre el cuero con la levedad de la esperanza cuando Chett desenfundó la daga. Uno de los cuervos graznó.
—
Nieve
—masculló otro, mirando a través de los barrotes con sus ojos negros.
—
Nieve
—añadió el primero.
Pasó junto a ellos, colocando cada pie con cuidado. Cubriría con la mano izquierda la boca del gordo para ahogar sus gritos y...
Uuuuuuuuuuuooooooooo.
Se detuvo con un pie en alto y ahogó una maldición cuando el sonido del cuerno vibró a través del campamento, lejano y débil, pero inconfundible.
«Ahora, no. ¡Malditos sean los dioses, ahora no! —El Viejo Oso había apostado observadores a cierta distancia en un anillo de árboles en torno al Puño, para que dieran la alarma si se acercaba el enemigo—. Jarman Buckwell está de vuelta de la Escalera del Gigante —supuso Chett—, o será Qhorin Mediamano, que regresa del Paso Aullante.» Un toque del cuerno significaba el regreso de hermanos. Si se trataba del Mediamano, Jon Nieve estaría con él, vivo.
Sam Tarly se sentó, con los ojos hinchados, y miró confuso la nieve. Los cuervos graznaban muy alto, aun así Chett alcanzaba a oír los gemidos de sus perros.
«La mitad del campamento de mierda se ha despertado.» Cerró los dedos, enfundados en el guante, en torno a la empuñadura de la daga mientras esperaba a que el sonido se apagara. Pero apenas se había silenciado, cuando volvió a oírse, más alto y más largo.
Uuuuuuuuuuuuuuooooooooooooooo.
—Dioses —oyó gimotear a Sam Tarly.
El chico obeso se arrodilló, con los pies enredados en la capa y las frazadas. Las apartó de una patada y extendió la mano en busca de una cota de mallas que había colgado de una roca cercana. Cuando metió la cabeza y se retorció hasta ponérsela, notó la presencia de Chett, que estaba allí de pie.
—¿Ha sonado dos veces? —preguntó—. He soñado que oía dos toques.
—No ha sido un sueño —dijo Chett—. Dos toques para convocar la Guardia a las armas. Dos toques que significan enemigo que se aproxima. Allá afuera hay un hacha con la palabra «Cerdi» escrita en ella, gordo. Dos toques quieren decir salvajes. —El terror de aquella enorme cara de bollo hizo que sintiera ganas de reír—. Que se vayan todos a los siete infiernos. Que le den por culo a Harma. Que le den por culo a Mance Rayder. Que le den por culo a Smallwood, dijo que no llegarían aquí antes de...
Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuooooooooooooooooooooo.
El sonido siguió y siguió, hasta parecer que no iba a terminar nunca. Los cuervos aleteaban, graznaban, revoloteaban dentro de sus jaulas y chocaban contra los barrotes, y por todo el campamento se levantaban los hermanos de la Guardia de la Noche, se ponían las armaduras, se ceñían los cinturones de los que colgaban las espadas y echaban mano a los arcos y hachas de batalla. Samwell Tarly estaba de pie, temblando, con el rostro del mismo color de la nieve que se arremolinaba en torno a ellos.
—Tres —chilló, dirigiéndose a Chett—, han sido tres, he oído tres. No han tocado tres nunca. Jamás, en miles y miles de años. Tres significa...
—Los Otros.
Chett emitió un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo, y de repente la ropa interior se le mojó, sintió cómo la orina le corría piernas abajo y vio el vapor que subía de la parte delantera de sus calzones.
Un soplo de viento del este, tan suave y que olía tan bien como los dedos de Cersei, le revolvió el cabello enmarañado. Oía el canto de los pájaros y veía el río que fluía bajo la nave mientras el impulso de los remos los llevaba hacia la pálida aurora rosada. Después de tanto tiempo en la oscuridad, el mundo era tan hermoso que Jaime Lannister se sintió mareado.
«Estoy vivo y ebrio de luz del sol.» Una carcajada se le escapó de los labios, súbita como una codorniz espantada de su escondite.
—Silencio —refunfuñó la mujer, con el ceño fruncido.
Ese gesto era más propio de su rostro ancho y basto que la sonrisa, aunque Jaime no la había visto sonreír nunca. Se entretuvo imaginándosela con una de las túnicas de seda de Cersei, en lugar de su justillo de cuero acolchado. «Sería lo mismo vestir de seda a una vaca que a esta mujer.»
Pero la vaca remaba bien. Bajo sus calzones pardos de tela basta había pantorrillas como troncos, y los largos músculos de los brazos se le flexionaban y tensaban con cada movimiento de los remos. Incluso después de pasar remando la mitad de la noche, la moza no mostraba síntomas de cansancio, cosa que no podía decirse de Ser Cleos, su sobrino, que llevaba el otro remo. «Tiene el aspecto de una moza campesina, aunque habla como si fuera de noble cuna y lleva espada larga y una daga. Pero... ¿sabrá usarlas?» Jaime tenía la intención de aclarar ese punto tan pronto como pudiera liberarse de aquellos grilletes.