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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (42 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Pero había algo más importante: ya sabía dónde estaban los lobos.

Hacia las cuatro de la madrugada, al amainar el viento, Lovelace los había oído aullar, y por la mañana había encontrado huellas a menos de cien metros de la tienda. Era como si los lobos hubieran oído algo y se hubieran acercado a investigar. Como ya estaba al tanto de las condiciones del terreno, el lobero volvía a la caravana a fin de preparar el plan y coger el instrumental necesario para matarlos.

Al pie del prado, una hilera de vacas negras pacía el heno esparcido a propósito por la nieve. Más abajo todavía, Lovelace vio el coche de Buck Calder aparcado junto al de Hicks, al lado de la casa.

Al acceder a terreno más llano y tomar la dirección del establo reparó en que su caravana tenía la puerta abierta. Un segundo después vio salir a alguien. Era Buck Calder, seguido por su yerno, que cerró la puerta después de bajar por la escalerilla. Hicks parecía algo avergonzado; Calder, en cambio, sonrió y saludó con la mano, aguardando a que Lovelace frenara a su lado con la motonieve.

—Me alegro de verlo, señor Lovelace.

El lobero paró el motor.

—¿Qué hacen en mi caravana?

—Nada, buscarlo para ver si estaba bien.

Lovelace no dijo nada. Tras dedicar unos momentos a observar a Calder se apeó del vehículo y entró en la caravana, no sin advertir que Hicks ponía cara de niño travieso. ¿Qué se habían creído?, pensó al subir. ¡Fisgonear sin permiso! Comprobó que no hubieran tocado nada. Le pareció que todo estaba como antes de marcharse. Volvió a abrir la puerta y miró a los intrusos.

—Que no se repita —dijo.

—Hemos llamado a la puerta, y como no contestaba nadie hemos temido que...

—Si necesito ayuda ya se la pediré.

Calder levantó las manos.

—Está bien, está bien, perdone.

—Perdone, señor Lovelace —repitió Hicks como si fuera un loro.

Lovelace asintió fríamente con la cabeza.

—¿Y qué, cómo va? —preguntó Calder, todo cordialidad, como si no hubiera pasado nada—. ¿Ya los ha cogido?

—Se lo diré cuando sea el momento.

Dicho lo cual les cerró la puerta en las narices.

Kathy intentaba cerrar la cremallera del traje de invierno del pequeño Buck, que, sentado al borde de la mesa de la cocina, proclamaba su insatisfacción a los cuatro vientos. Estaba resfriado, el pobrecito, con la cara roja y la nariz tapada. Eleanor se dedicaba a cortar cebollas al otro lado de la mesa.

Era martes, único día en que Luke volvía a casa antes de cenar, y único asimismo en que Eleanor ponía cierto empeño en preparar la cena. Iba a hacer pastel de pescado, y ello por dos motivos: que era uno de los platos preferidos de Luke y que su padre lo odiaba.

El bebé les destrozó los tímpanos con un berrido.

—Quiere quedarse con la abuela —dijo Eleanor—. ¿Tú no, cielo?

—Oye, que por mí puedes quedártelo. ¡Te he dicho que te calles, monstruito! ¿Yo también era así? —preguntó Kathy.

—Peor.

—Ah, pero ¿todavía existe algo peor?

Justo cuando Kathy empezaba a poner los guantes al bebé los faros de un coche iluminaron las ventanas de la cocina. Poco después, mientras el pequeño tomaba aliento para otro berrinche, oyeron los pasos de Luke por el camino de entrada. Estaba silbando, cosa que Eleanor nunca le había oído hacer.

—Menos mal que hay alguien contento —dijo Kathy.

El bebé volvió a llorar.

Luke entró y saludó. Una vez despojado de su sombrero, chaqueta y botas, y después de dar un beso a Eleanor, cogió en brazos al pequeño Buck y se lo llevó a dar una vuelta por la cocina. El niño dejó de llorar enseguida.

—¿Buscas trabajo? —preguntó Kathy.

—Ya tengo.

—Sí, y se pasa la noche en plena ventisca —dijo Eleanor.

—Estamos bien, mamá.

Al tiempo que acababa de picar la cebolla Eleanor observó los pasos de Luke por la cocina, feliz de verlo tan contento. Durante el camino de regreso del mercadillo al rancho, Kathy le había hablado de las incipientes habladurías acerca de Luke y Helen Ross, habladurías que Eleanor consideraba absurdas.

Luke volvió a dejar al pequeño Buck en manos de Kathy y subió a su habitación. Kathy no tardó en llevarse al niño al coche y marcharse a casa, dejando a Eleanor sola con sus guisos.

Eleanor no tenía ni idea de dónde estaba su marido; seguro que escondido en alguna parte, pensando en qué actitud adoptar cuando volviera a casa. Eleanor sonrió al pensarlo.

Ruth le había contado la visita matinal de Buck. La pobre todavía no las tenía todas consigo. Se supone que las esposas traicionadas quieren vengarse de la «otra mujer», y hasta matarlas. Eleanor se daba cuenta de que a Ruth la tranquilidad con que había reaccionado seguía pareciéndole un poco sospechosa. Saltaba a la vista su estupefacción al ver que el adulterio no ponía en peligro ni su amistad ni algo más importante, su relación comercial. Todo ello hacía que Eleanor disfrutase todavía más.

De hecho, los amoríos de Ruth y Buck no habían vuelto a ser mencionados desde el día en que Eleanor había revelado estar al corriente de ellos. ¿Acaso quedaba algo que decir? A veces Eleanor se arrepentía un poco de haber planteado el tema de forma tan brusca, preguntando a Ruth a bocajarro cuánto tiempo llevaba acostándose con Buck. No había sido del todo sincera, ya que a esas alturas casi estaba convencida de que el adulterio había tocado a su fin.

Ruth había tenido la decencia de no negar nada. Lo que sí hizo fue preguntar a Eleanor cómo se había enterado.

—¿Verdad que tú has estado casada? —le preguntó Eleanor.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo?

—Unos cinco minutos.

—Supongo que es demasiado poco, pero bueno; la cuestión es que en esos temas llega un momento en que lo adivinas. Además Ruth, confieso que no me falta práctica.

Ahorró a Ruth los detalles de cómo había llegado a percatarse de la última infidelidad de Buck; de cómo, al ir a la tienda por primera vez para ofrecerse como socia, había notado algo familiar en el perfume de Ruth, antes de caer en la cuenta, un poco más tarde, de que era el mismo que detectaba en Buck cuando lo oía acercarse neciamente de puntillas a la cama creyéndola dormida. De cómo había oído su coche cerca de casa de Ruth, y encontrado después uno de sus puros en el camino de entrada.

—Siempre hay alguna que otra mujer —siguió diciendo Eleanor—. Hasta varias a la vez, aunque no siempre sé quiénes son. Si es que ya ni me importa, Ruth.

—No me lo creo.

—Pues es verdad. Antes sí, claro, pero se me pasó. Lo siguiente fue preocuparme de que la gente me compadeciera, cuando la verdad es que deberían compadecerse más de Buck que de mí. Ahora no me importa ni eso. Que piensen lo que quieran.

—¿Por qué sigues con él?

Eleanor se encogió de hombros.

—¿Adonde quieres que vaya?

La pobre Ruth se había quedado de piedra. Desde entonces, por mucho que Eleanor le diera garantías de que su relación comercial no corría riesgo alguno, Ruth la trataba con respeto y cautela. En la tienda, después del mercadillo, y mientras Kathy estaba en el lavabo cambiando los pañales al bebé, Ruth, hecha un manojo de nervios, había susurrado a Eleanor lo de la visita de Buck, y el contenido de su conversación.

Así pues, Buck sabía que Eleanor estaba al tanto de su aventura con Ruth. Dando los últimos toques a la cena, Eleanor se permitió experimentar una pizca de satisfacción por cómo debía de sentirse su marido.

Tardó una hora más en oír el coche de Buck, que la encontró atareada poniendo la mesa. Al levantar la cabeza Eleanor lo vio tenso, con cara de arrepentido, y se regodeó en su palidez.

—Huele bien. ¿Qué es? —preguntó Buck.

Eleanor, sonriente, contestó que iban a cenar pastel de pescado.

Capítulo 27

Sólo se habían besado; eso y abrazarse en la litera, y hablar hasta que el alba iluminara las ventanas cubiertas de nieve. Nada más. ¿Qué tenía de malo?

He ahí la pregunta que obsesionaba a Helen desde que Luke había vuelto a casa la noche anterior, dejándola sola en la cabaña a merced de un nuevo espectro, el de su sentimiento de culpa. De momento Helen insistía en considerarlo infundado, aunque no siempre lo lograba. Intentaba convencerse una y otra vez de que sus necesidades habían sido iguales a las de Luke. ¿Que ambos habían hallado consuelo en lo sucedido? ¿Y por qué no? ¿Cómo iba a empañarlo una pequeña discrepancia de edad (y de inocencia, sí; también de inocencia)?

Siempre estaba a un paso de convencerse.

Una vez, Joel le había dicho que más que en biología debería haberse especializado en sentimiento de culpa, y que su verdadera vocación era trabajar en una constructora, vista la destreza con que elevaba cárceles donde encerrarse a sí misma. Resultó que Luke no le iba a la zaga.

Acurrucada con Luke en la litera, Helen había confesado sentirse culpable de que sus padres hubieran estado casados sin quererse. Luke había hecho lo propio con la muerte de su hermano, y ambos habían puesto un empeño tan apasionado como inútil en calificar de absurdos los remordimientos del otro. Siempre es fácil ver lo absurdo de las cárceles ajenas.

Habían quedado en Great Falls, donde Helen pensaba comprarse un vestido para la boda de su padre. Faltaban dos días para el vuelo a Barbados. Un viento cálido bajaba de las montañas, modesto remedo del clima caribeño, y la nieve se estaba fundiendo a ojos vistas.

Llegaron en coches distintos, y de acuerdo con lo convenido se encontraron en el aparcamiento del centro comercial, como dos amantes furtivos. Helen, que llegó temprano, dejó anclado el coche en un mar de fango gris y se quedó sentada diez minutos en espera de que el jeep de Luke se acercase por la carretera. Venía de Helena, donde había tenido sesión de logopedia. Durante la espera Helen empezó a temer que lo ocurrido entre ellos introdujera cierta tensión en su trato, pero Luke borró sus temores a base de naturalidad y simpatía, llegando a cogerla brevemente por la cintura al entrar en el centro comercial.

Todas las tiendas estaban adornadas con profusión de guirnaldas y luces navideñas. La música ambiental era un encadenado de villancicos. Las tiendas de moda sólo vendían ropa de invierno, y Helen empezó a preguntarse si destacaría mucho presentándose en Barbados con parka y pantalones de esquí. De repente Luke vio algo en un colgador de oportunidades. Se trataba de un vestido amarillo sin mangas, un modelo muy sencillo. Helen, no estaba muy entusiasmada, entró en un probador.

Llevaba cuatro meses sin verse en un espejo de cuerpo entero, y se quedó boquiabierta. Su pelo había crecido de una manera que hacía que pareciera paja saliendo por las costuras de un espantapájaros. Otra cosa que la sorprendió fue lo mucho que había adelgazado. Se le marcaban los pómulos, y la luz cruda del fluorescente acentuaba sus ojeras de forma espeluznante. Aún fue peor al quitarse la ropa. La piel de las costillas y las caderas estaba tan tersa que le pareció ver el hueso a través. Como el vestido era de tirantes tuvo que probárselo sin sostén. Al quitarse este último tuvo la sensación de haber perdido varias tallas de pecho. ¡Dios mío, pensó, parezco uno de los niños africanos de que habla Joel! Se apresuró a ponerse el vestido para no seguir viéndose desnuda.

Aunque pareciera mentira le quedaba bien. Era demasiado largo y se abolsaba un poco debajo de los brazos; además, como Helen tenía blanco todo el cuerpo salvo la cara y lo que le quedaba de moreno en los brazos, el resultado no dejaba de ser cómico. No obstante, el color la favorecía. Con un poco de maquillaje (o con mucho) hasta podía dar el pego.

Luke la estaba esperando a la entrada de los probadores, mirándose las botas con expresión retraída, cerca de dos chicas que comentaban los méritos del jersey que acababa de probarse una de ellas.

—Luke...

Levantó la cabeza y la vio acercarse descalza. Helen se sentía vulnerable y avergonzada, como una niña que se pone un vestido por primera vez para ir a una fiesta. Se detuvo delante de Luke y, cohibida, giró en redondo. Al volver a la posición de partida, advirtió que Luke fruncía el entrecejo y movía un poco la cabeza.

—¿Qué? ¿No? ¿No te gusta?

—No, di... digo sí, pero es que...

Miró el suelo y al cabo de un rato respiró hondo, como hacía de vez en cuando al trabársele la lengua, en espera de que las palabras se decidieran a salir. Después volvió a mirar a Helen.

»Es bonito —dijo.

Nada más. Pero a Helen su sonrisa le llegó al corazón.

Lovelace olfateó el aire de la noche, igual que un lobo.

Se había pasado una hora entera preocupado por que cambiara el viento. Temía que soplara hacia el oeste y llevara su olor cañón abajo, hasta el arroyo donde había dejado el animal muerto. En ese caso ya podía despedirse. Por suerte el viento siguió soplando hacia el norte, difundiendo el olor de la sangre del ciervo en la dirección que deseaba Lovelace.

Hasta primera hora de la tarde había soplado un viento cálido que arrancaba nubes negras de la cordillera y las hacía planear sobre los llanos a velocidad endiablada. Los árboles no habían dejado de gotear durante toda la mañana, ni las rocas de encauzar el agua. Por todas partes se oían los crujidos de la nieve al fundirse, cambiar de posición y estabilizarse de nuevo. Lovelace había visto dos aludes y oído unos cuantos más cuyo retumbo, semejante al sordo redoble del trueno, había resonado por los cañones más altos. Finalizado el proceso de reorganización, todo había vuelto a endurecerse.

Eran las nueve de la mañana. Lovelace llevaba casi dos horas esperando.

Estaba tendido boca abajo en su saco de dormir, bajo un saliente que recorría la pared del cañón. Tenía debajo más de sesenta metros cortados a pico, y casi otro tanto por encima.

Para llegar ahí había tenido que deslizarse como una lagartija, pero valía la pena, tanto por el resguardo que le proporcionaba la roca en voladizo como por el panorama del arroyo, cubierto por una placa de hielo. El suelo de la cueva estaba seco y cubierto de trozos de huesos. Olía a puma.

Volvió a escudriñar el cañón por el dispositivo de visión nocturna de su escopeta, desplazando suavemente el círculo luminoso, verde y fantasmal. Su atención se concentraba en el arroyo y el sendero paralelo a él. Si los lobos se decidían a venir lo más probable era que utilizaran el segundo. Vio moverse algo entre los árboles y se le aceleró el pulso; pero sólo era un lince rojo que avanzaba con tiento entre las rocas nevadas. Mientras Lovelace lo observaba, el felino notó algo raro y se detuvo en seco. A través de la mira sus ojos adquirieron una luminosidad irreal. De pronto se internó en el bosque y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

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