Authors: Nicholas Evans
Dan apagó la radio.
Calder tenía su parte de razón. Hasta hacía unos años, los únicos lobos de la región eran los pocos que se habían atrevido a bajar de las Rocosas, pasando de Canadá a Estados Unidos. Un día, tras años de furiosas disputas entre ecologistas y rancheros, el gobierno había decidido potenciar la recuperación de lobos, invirtiendo grandes sumas en capturar a sesenta y seis ejemplares canadienses, llevarlos en camión al parque de Yellowstone y a Idaho y soltarlos.
En respuesta a la indignación local, se permitió a los rancheros que vivían en las llamadas «zonas experimentales» disparar contra cualquier lobo al que encontraran atacando a su ganado. Pero los lobos se habían multiplicado y, como no se les daba muy bien leer mapas (o quizá todo lo contrario), propagado por lugares donde matarlos podía castigarse con cien mil dólares de multa, cuando no una temporada en la cárcel.
Hope era uno de esos lugares y, además, el epicentro del odio contra los lobos. Si a un lobo se le ocurría darse una vuelta por ahí, es que estaba mal de la chaveta.
Hacía unos diez años que Fauna y Flora había organizado reuniones públicas por todo el estado, a fin de que la gente pudiera expresar sus opiniones sobre las propuestas gubernamentales de repoblación. Por lo visto, algunas de esas reuniones habían sido bastante tormentosas, pero la del ayuntamiento de Hope superó todos los récords.
Un grupo de leñadores y trabajadores del campo se había apostado con escopetas a las puertas de la sala, dedicándose a corear insultos durante toda la reunión. Dentro estaban prohibidas las armas, pero la hostilidad del público no era menor. El predecesor de Dan, legendario por su diplomacia, había conseguido aplacar los ánimos, pero al término del acto dos leñadores lo habían acorralado contra la pared y amenazado. Al salir (bastante más pálido que al inicio de la reunión), descubrió que alguien había vertido varios litros de pintura roja encima de su coche.
Dan vio perfilarse Hope a lo lejos.
Era de esos pueblos que pasan casi inadvertidos al viajero: la calle mayor se extendía un centenar de metros en línea recta, atravesada por algunas callejuelas; en un extremo de la calle, un motel venido a menos; en el otro, un colegio; entre medio, una gasolinera, una tienda de comestibles, una ferretería, un bar, una lavandería automática y un taxidermista.
De los ochocientos y pico habitantes del pueblo, muchos vivían desperdigados por el valle. Dos iglesias y dos bares atendían sus diversas necesidades espirituales. También había dos tiendas de objetos de regalo, que demostraban mayor optimismo que olfato comercial, si bien Hope era lugar de tránsito veraniego, pocos turistas decidían detenerse.
Tratando de poner remedio a este último fenómeno, hacía un año que una de las dos tiendas (con mucho la mejor) había instalado un cafetería especializada en cappuccinos.
Las pocas veces que Dan pasaba por Hope siempre hacía una paradita en la tienda, que se llamaba Paragon. Más que el café, que no estaba mal, el motivo era la dueña.
Se trataba de una guapa neoyorquina, de nombre Ruth Michaels. A lo largo de dos o tres encuentros, Dan averiguó que había sido propietaria de una galería de arte en Manhattan y que había venido a Montana de vacaciones tras separarse de su marido. Tanto la había impresionado el lugar que había decidido quedarse. Dan no habría puesto reparos a conocerla más a fondo.
No podía decirse que el cappuccino hubiera calado entre los lugareños; preferían tomar café flojo y recalentado, como lo hacían en el bar de Nelly, al otro lado de la calle. Al pasar y ver que Ruth había colgado un cartel de se vende, Dan no se llevó ninguna sorpresa. Se puso triste, eso sí.
Vio que Bill Rimmer había aparcado la camioneta a pocos metros, justo delante de donde se habían citado, un bar de mala muerte cuyo nombre lo decía todo: El Último Recurso. Rimmer salió de la camioneta y fue a su encuentro. Su sombrero Stetson y su mostacho rubio hacían honor a su condición de nativo de Montana. Al lado de su metro noventa y cinco de estatura, Dan se sentía un enano. Bill tenía unos años menos que Dan, y era más apuesto; de hecho, Dan no se explicaba del todo su honda simpatía por aquel individuo.
Bajó del coche. Rimmer le dio una palmada en el hombro.
—¿Qué tal, muchacho?
—Pues mira, Bill, la verdad es que esta noche tenía una cita con alguien más atractivo que tú.
—¡Qué pena me das, Dan Prior! ¿Vamos?
—Más vale. Ya ha llegado todo el mundo. ¿Has oído la radio?
—Sí, y mientras esperaba he visto pasar un equipo de televisión.
—Fantástico.
—¡El lobo ese ha escogido un buen sitio para presentarse!
—Ni siquiera estamos seguros de que haya sido un lobo.
Subieron a la camioneta de Rimmer y siguieron por la calle mayor. Casi eran las siete y media, y Dan empezaba a estar preocupado por la luz. De día era más fácil examinar el escenario de una depredación. Le preocupaban las personas que habrían arrastrado los pies por el lugar del supuesto ataque. Ya no debían de quedar huellas.
Dan y Rimmer habían tomado posesión de sus cargos casi al mismo tiempo. Sus dos predecesores habían participado a fondo en el programa de suelta de lobos, y habían renunciado poco después, más o menos por el mismo motivo: cansados de que los rancheros la emprendieran a gritos con ellos por quedarse cortos en el control de la difusión de los lobos, mientras los ecologistas se quejaban de todo lo contrario. Siempre llevaban las de perder.
Rimmer trabajaba en la división de control de depredadores del Departamento de Agricultura, y solía ser el primero en recibir una llamada cada vez que un ranchero tenía problemas con animales potencialmente dañinos, ya osos, coyotes, pumas o lobos. Era juez, jurado y, de ser necesario, verdugo. Biólogo de profesión, se guardaba para sí el amor que sentía por los animales. Ello, unido a su destreza con la escopeta y las trampas, le había permitido ganarse el respeto general, incluido el de quienes desconfiaban por principio de todos los funcionarios.
El hecho de que vistiese como un vaquero, sumado a su actitud relajada y pocas palabras, le daban ventaja sobre Dan a la hora de tranquilizar a los furiosos rancheros que habían perdido (o creían haber perdido) un ternero u oveja en las fauces de un lobo. Para esa gente, Dan siempre sería un forastero de la costa Este. De todos modos, la diferencia principal estribaba en que los rancheros veían en Rimmer al hombre capaz de solucionar sus problemas, mientras que a Dan lo consideraban la causa de ellos. Por esos motivos Dan prefería tener a Rimmer cerca, sobre todo en situaciones como ésta.
Dejaron atrás el último tramo de asfalto y se internaron por la carretera de gravilla que trepaba por el valle en dirección a las montañas. Estuvieron un rato sin hablar, escuchando crujir las ruedas de la camioneta, que levantaban polvo a su paso. La ventana estaba abierta, y Dan notaba en el antebrazo un chorro de aire caliente. Entre la carretera y la masa negruzca de álamos de Virginia que bordeaba el río, un halcón rastreaba las matas de artemisa en busca de merienda. El primero en hablar fue Dan.
—¿Sabes de algún lobo que haya intentado llevarse a un niño?
—No. Lo más probable es que fuera por el perro desde el principio.
—Es lo que he pensado. ¿Y ese Calder? ¿Lo has visto alguna vez?
—Un par. Es todo un personaje.
—¿En qué sentido?
Rimmer sonrió sin mirarlo, al tiempo que se levantaba un poco el ala del sombrero.
—Ya lo verás.
A la propiedad de Calder se entraba por una pesada estructura de troncos viejos cuyo travesaño superior sostenía una calavera de buey. A Dan le recordó la entrada de El Cañón Maldito, unas montañas rusas de Florida ambientadas en el Lejano Oeste, donde él y Ginny se habían muerto de miedo el último verano.
La camioneta traqueteó sobre las barras que impedían el paso del ganado, y dejó atrás el letrero de madera donde ponía RANCHO CALDER. Al lado había otro más pequeño y escueto, recién pintado con la palabra HICKS. Dan supuso que no sería un chiste.
Tras pasar por debajo de la calavera condujeron un par de kilómetros más, circundando pequeñas lomas cubiertas de matojos hasta llegar a la casa de los Calder. Se asentaba con firmeza en la vertiente sur de una colina que debía de proporcionar resguardo contra las ventiscas invernales, amén de una vista excelente sobre los mejores pastos de que era propietario Calder. La casa era de madera recia pintada de blanco, y, aunque tenía dos pisos, su longitud hacía que pareciera más baja, anclada a la tierra por los siglos de los siglos.
Tenía delante un ancho patio de cemento, a uno de cuyos lados se agrupaba una serie de establos pintados de blanco, mientras que el lado opuesto estaba ocupado por silos de pienso plateados que despuntaban cual misiles sobre una trama de corrales. En el prado contiguo, un cedro de ancha copa crecía dentro de un Ford T desguazado cuyo herrumbroso color se confundía con el de los caballos que pacían en torno a él. Los caballos levantaron la cabeza para ver pasar la camioneta, con su rastro de polvo.
Dan y Bill doblaron a la izquierda. Pasados tres kilómetros, salvaron la cima de otra colina y, a la luz tenue del anochecer, vieron la roja silueta de la casa de los Hicks. Rimmer redujo la velocidad para fijarse en todos los detalles.
Delante de la casa había seis o siete vehículos aparcados. Una pequeña multitud se había reunido junto al porche de atrás, aunque la esquina de la casa impedía verla en su totalidad. Parecía que alguien tuviera encendido un foco, y de vez en cuando se veía el flash de una cámara. Dan suspiró.
—Quiero irme a casa.
—Parece un circo.
—Sí, y ahora llegan los payasos.
—Pensaba más bien en un circo romano; ya sabes, esos donde te echan a los leones.
—Muchas gracias, Bill.
Aparcaron donde los demás coches y se dirigieron a la parte trasera, donde estaba reunida la gente. Dan oyó una voz que reconoció enseguida.
Una joven reportera de televisión entrevistaba a Buck Calder en el porche, a la luz de una batería de focos. La joven llevaba un vestido rojo que parecía dos tallas demasiado pequeño. A su lado, Calder parecía un gigante. Era alto, casi tanto como Bill Rimmer, y mucho más corpulento. Sus hombros eran igual de anchos que la ventana que tenía detrás.
Llevaba un sombrero Stetson de color claro y una camisa blanca con botones de broche, que realzaba su tez morena. A la luz de los focos, sus ojos brillaban con un tono entre gris y azul claro, y Dan reparó en que aquel hombre imponía más por su mirada que por su corpulencia. Calder sonreía a la reportera con tal intensidad en sus ojos que la joven parecía hipnotizada. Dan había esperado encontrar a un hombre con edad para ser abuelo; pero Calder gozaba de una espléndida madurez, y se notaba que era consciente del efecto de su aplomo sobre los demás.
Lo acompañaban Kathy y Clyde Hicks, los dos con cara de no estar cómodos. Kathy sostenía en brazos al niño, cuyos ojos, muy abiertos, miraban a su abuelo con expresión de asombro. Tenían al lado una mesa con algo grande y amarillento. Dan tardó un poco en darse cuenta de que era el perro muerto.
—El lobo es una máquina de matar —decía Calder—. Devora cuanto encuentra. De no haber sido por la valentía de este pobre perro, habría acabado con mi nieto. Eso sí, estoy seguro de que antes el pequeño Buck, aquí presente, le habría dado un directo en la mandíbula.
Todos rieron. Había unas doce personas. El fotógrafo y el joven que tomaba notas eran del periódico local. Dan los conocía de vista. En cuanto a los demás, no tenía ni idea de quiénes eran; sin duda vecinos y parientes. Dos caras le llamaron la atención: una mujer elegante cuya edad calculó en unos cuarenta y cinco años, y a su lado un joven alto que no llegaría a los veinte. Se hallaban en la parte más oscura, un poco apartados del resto. Ninguno de los dos se sumaba al coro de risas.
—La mujer y el hijo de Calder —le susurró Rimmer.
La señora Calder tenía un espeso cabello negro con mechas blancas, recogido para mostrar un cuello largo y blanco. Poseía una belleza melancólica que se reflejaba en el rostro de su hijo.
Un silencio repentino se había adueñado del porche. La reportera de televisión, fascinada por la mirada de Calder, se había quedado en blanco. Calder le sonrió, mostrando una dentadura tan blanca y perfecta como la de una estrella de cine.
—¿Qué, guapa, vas a preguntarme algo más o hemos acabado?
Esta vez las risas sonrojaron a la joven. Buscó con la mirada al cámara, que hizo un gesto de afirmación.
—Creo que ya está. Gracias, señor Calder. Muchas gracias. Ha sido... estupendo, de verdad.
Calder asintió con la cabeza y miró a la gente hasta localizar a Dan y Rimmer, a quienes hizo señas. Todos se volvieron.
—Veo a dos personas a quienes quizá quieras hacer un par de preguntas. Yo sí quiero.
Luke Calder, oculto en la oscuridad del establo, miró el patio donde estaban realizando la autopsia. Se había arrodillado al otro lado de la puerta para acariciar a
Maddie
. La perra estaba estirada con la cabeza sobre las patas; de vez en cuando gimoteaba y levantaba la cabeza para mirar a Luke, pasándose la lengua por los belfos, cubiertos de pelos blancos. Luke siguió acariciándola para tranquilizarla.
Rimmer había hecho poner al labrador sobre la puerta trasera abatible de su camioneta, encima de un plástico. También había instalado unos focos, para ver lo que hacía con su cuchillo. Su compañero, el experto en lobos, lo grababa todo con la cámara de vídeo, mientras el padre de Luke y Clyde observaban en silencio. La madre de Luke estaba con Kathy, preparando la cena dentro de casa. Gracias a Dios, todos los demás se habían marchado.
Aquella horrible mujer de la emisora de televisión había pedido permiso para filmar la autopsia, pero Rimmer había dicho que no. Prior, el de los lobos, había accedido a contestar a un par de preguntas estúpidas, y, tras no decir prácticamente nada, la había mandado educadamente a freír espárragos, porque era necesario realizar el trabajo con el cadáver del perro todavía fresco.
Lo estaban despellejando como a un ciervo, mientras Rimmer se dirigía repetidas veces a la cámara de vídeo, comentando en voz alta lo que hacía y observaba en cada momento. Luke vio cómo retiraba la piel de
Prince
como un calcetín, dejando a la vista una serie de músculos rosados y cubiertos de sangre.