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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (3 page)

BOOK: Sonidos del corazon
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—Coño con tu madre.

—Por si acaso. —Puso cara de resignación.

—Bueno, va, contesta.

—¿Qué?

—Te he preguntado por el conservatorio.

—Es mi segunda tarde.

—Pero ¿qué tal?

—Bien.

—Ya estamos.

—Interesante.

—«Bien», «interesante»… ¿qué clase de respuestas son ésas, tío? ¿Te va, te gusta, te enrolla, sabes más que ellos, aprendes algo…?

—Ya lo hablamos —suspiró Juanjo alargando la última a—. Si pueden enseñarme técnica, disciplina, algo… valdrá la pena.

—No sé para qué quieres tocar el piano —insistió Cristian—. Eres un guitarra cojonudo. ¿Qué pasa, que de tanto en tanto en los conciertos harás como Freddie Mercury o Chris Martin y soltarás una baladita tecleando mientras ésta y yo hacemos la estatua o te acompañamos du-du-a?

Era su mejor amigo, su colega, su camarada de siempre, pero a veces…

—Eres un palizas —lamentó Juanjo.

—Soy la voz de tu conciencia. —Agravó el tono hasta hacerlo siniestro.

—Cuanto mejor sonemos, más posibilidades tendremos, y eso pasa por meter algo más.

—¿Cuándo iremos a ver el local de ensayo? —Amalia cambió el sesgo de la conversación.

—El sábado.

—¿Iremos solo a ver o…?

—No, llevaremos ya los instrumentos. La cosa está hecha. Ese tal Lester parece que le debe favores a mi padre, o era fan suyo, o estuvo con él en algunos conciertos…

—¡Tu padre debe de tener tantas historias! —Amalia lo expresó con admiración.

Juanjo no dijo nada. Sus ojos se encontraron muy brevemente con los de Cristian. Un rápido intercambio. No necesitaron más. A Amalia la habían conocido unos meses antes, cuando buscaban un batería. En la prueba los sorprendió que la mejor fuese una chica. Era el puesto menos adecuado en un grupo, máxime si solo formaban un trío con guitarra, bajo y batería. Pero Amalia demostró su contundencia, su ritmo, su buena pegada. Tenía un año más que ellos. Desde entonces era parte de grupo, aunque todavía no la conocieran demasiado.

El camarero aterrizó con la limonada y esperó a que Juanjo se la abonara. Le dio el importe exacto y el muchacho, de aspecto latinoamericano, inició la retirada no sin antes mirar de forma abierta y nada disimulada a Amalia. En primer lugar destacaba por su imagen, enteramente dominada por el negro de arriba abajo: cabello muy corto, ropa y maquillaje en ojos y boca. El aire exóticamente siniestro no hacía sino resaltar la exuberancia de sus atributos, los ojos grandes y limpios, los labios generosos, el pecho firme y abundante. A su lado Cristian parecía un alfeñique. Juanjo, en cambio, era más alto. Los
piercings
de plata en las orejas y la boca de la chica, junto con la profusión de anillos igualmente plateados, acababan de conferirle aquel aire tan especial, tan único.

Así, su carácter dulce y tierno, aunque a veces, muchas veces, también peleón, quedaba oculto detrás de aquella parafernalia visual.

Juanjo bebió un sorbo de su limonada.

—Y los tíos y tías que estudian en ese lugar ¿qué? —Cristian volvió a la carga—.

Seguro que ellos son unos listillos sabelotodo, virtuosos y tal, y ellas, estiradas y feas del copón, ¿no?

Juanjo pensó en Valeria.

—No tienes ni idea —le dijo a su amigo.

Capítulo 5

Lo probó una vez.

Y dos, y tres, y…

Tropezó siempre en la misma nota, incapaz de alcanzarla, como si su mano izquierda fuese demasiado lenta y el arco, demasiado rápido. Decían que la principal virtud del aprendizaje era la paciencia. Y ella tenía paciencia.

Toda la del mundo.

Pero en ocasiones…

—Mierda… —suspiró.

Lo intentó por enésima vez. Recordó aquellas cuatro palabras, «las cuatro ces», los cuatro pilares que, según el gran Yehudi Menuhin, sustentaban el aprendizaje de la música: comunicación, coordinación, concentración y compromiso. Con «las cuatro ces»

la energía fluía y se canalizaba sin que se perdiera ni se dispersara. Si fallaba una, no existía futuro para un músico.

Ni, posiblemente, para la vida.

Porque el aprendizaje de la música era en muchos aspectos parecido al de la vida.

Inició la melodía desde el punto de arranque, se concentró y, cuando llegó a su nota maldita… tampoco lo consiguió y volvió a tropezar en el mismo punto, en aquella diabólica transición.

Ya no lo intentó de nuevo porque la puerta de su habitación se abrió inesperadamente sin que ella llamara para anunciarse.

—Bach —se limitó a decir su madre a modo de salutación.

Valeria ocultó su irritación. La mujer llevaba la ropa planchada y plegada sostenida por su única mano. No la ayudó. Nunca quería ayuda. La dejó sobre la cama y, no contenta con eso, se dispuso a guardársela en el armario. Aquello colmó el vaso de su paciencia.

—Ya lo haré yo, mamá.

—No, deja. Tú toca.

Valeria no se movió.

—Sabes que no puedo tocar si estás por aquí revoloteando.

—Que no te salga esa dichosa nota con la que llevas peleada toda la tarde no significa que no vaya a salirte.

—Vale.

—Paganini…

—Mamá, no me sueltes el rollo de Paganini ahora, por favor.

La mujer ya no insistió con la ropa y enderezó su cuerpo para mirar a su hija.

—¿Qué te pasa?

—Nada. ¿Quieres dejarme practicar?

—¿Te encuentras bien?

—¡Mamá! —Había llegado al límite de su paciencia—. Paganini murió hace la tira, y tú a mi edad ya eras la primera violinista de la sinfónica, vale. ¡Pero yo soy yo!

La mujer le puso el dedo índice de su única mano en los labios.

—Valeria. —Fue más una advertencia y una dolorosa súplica que una muestra de enfado.

La chica sintió el desfallecimiento.

Su mano derecha cayó con el arco. La izquierda siguió el mismo camino con el violín.

También la cabeza perdió su horizontalidad, junto con la mirada.

—Eres buena y lo sabes —musitó su madre desplazando los dedos en dirección a la mejilla—. Solo es cuestión de tiempo.

—¿Y por qué me cuesta tanto?

—Tienes dieciséis años —le recordó, aun sabiendo que le quedaba muy poco para los diecisiete—. Y no es verdad que te cueste tanto. Lo que pasa, y lo sabes, es que eres demasiado perfeccionista y exigente contigo misma. ¿Cuántas veces he de decirte que no has de demostrarte nada, solo dejarte llevar?

—Es muy fácil decirlo.

—No te presiones.

—Soy demasiado académica. Me falta energía.

—El academicismo no es malo —le recordó, obligándola a mirarla de nuevo—. En Moscú preferían a alguien académico antes que a un genio loco, imprevisible, capaz de lo bueno y lo malo a la vez. La disciplina…

—Me hablas de un tiempo que ya pasó, y de un mundo que no es el de ahora.

—No han transcurrido tantos años —expresó con un toque de dulzura—. Aunque sí es cierto que entonces todavía eran más cuadriculados.

—Tú eras brillante. —Fue más que sincera.

—Valeria —se puso súbitamente seria—, no tienes por qué sustituir el hueco que yo dejé. Tocas porque te gusta. Nunca te he obligado a nada. Pero si no dominas ese fuego y lo equilibras con el aprendizaje, duro, paso a paso, destruirás tu futuro. ¡Justamente lo que te sobra es energía, y pasión!

Era la primera vez que le decía que no debía ocupar el lugar que la vida le quitó a ella.

La primera vez.

Y fue un golpe directo a su conciencia.

La dejó sin aliento.

¿Un cambio?

No fue intencionado, nada más lejos de su ánimo en un instante como aquél, pero sin darse cuenta sus ojos se encontraron con el muñón de la muñeca izquierda de su madre, en el hueco donde años atrás hubo una mano prodigiosa, capaz de extraer lo mejor de un violín.

—El otro día llegó un chico al conservatorio, sin estudios, sin nada, se sentó al piano y fue… —Sus ojos casi se llenaron de lágrimas—. Nos dejó boquiabiertos a todos. ¿Cómo es posible algo así, mamá?

—Hay gente que nace con un don.

—Ni siquiera sé por qué estudia.

—Puede que sea inteligente y entienda que incluso un don ha de domesticarse, pulirse, perfeccionarse.

No quedó muy convencida, pero tanto daba. Una y otra sabían que no era el mejor momento. La mujer lo comprendió e inició la retirada para dejarla sola. Valeria la vio acercarse a la puerta. Por un momento el cristal de la pared frontal reflejó la imagen de ambas. Su madre era su doble, pero con todo mucho más acentuado, especialmente la intensidad de los ojos grises y el sesgo de cariz asiático contrastando con su cabello del color de la paja. Sin duda una belleza singular, mantenida al paso de los años.

—Casi me olvido… —Se detuvo con la puerta abierta, a punto de cruzar bajo su umbral—. Ha llamado tu padre.

Su padre.

—¿Qué quería?

—Hablar contigo. —Se encogió de hombros.

—Ya.

—Llámale. —La miró fijamente.

—Vale.

—Llámale —repitió ella con mayor autoridad.

—Bueno. —Valeria se resignó.

Se quedó sola.

Probablemente habría separaciones más dolorosas, peores, pero también debía de haberlas mucho mejores, sin traumas.

No tenía ánimos para volver a atacar a Bach.

Pensó en Juanjo, una vez más, como un simple acto reflejo, y entonces recordó algo.

Miró su ordenador.

Dejó el violín, se sentó ante él, lo conectó y entró en Internet. Tecleó en el buscador

«Los Renegados de la Vía Apia» y le dio al
enter
.

Más se setenta mil páginas encontradas.

Escogió la primera, la abrió y se sumergió en su lectura.

Capítulo 6

Lester era el clásico rockero de edad indefinida. Tanto podía tener cincuenta años y estar muy pasado como haber superado los setenta manteniendo el espíritu jovial de su mejor época. Era alto, muy delgado, fibroso, llevaba el cabello largo hasta media espalda y recogido en una coleta. Lo tenía blanco e hirsuto. Su rostro se parecía al de Keith Richards, enteco, casi demacrado, poblado de arrugas que eran como cicatrices del tiempo y con los ojos pequeños y vidriosos. Vestía unos vaqueros y una camiseta marca de la casa: Led Zeppelin Tour 1973. En las manos su único signo visible era un anillo enorme con la cabeza de un dragón.

Su padre le había contado algunas cosas, un par de anécdotas y curiosidades. Nada demasiado importante. También le había dicho que vivía en el piso superior, con lo justo, sin alardes, feliz. La parte baja de la pequeña nave industrial o taller la tenía divida en módulos que alquilaba a grupos. La zona estaba ya lista para el derribo, a punto de que la alcaldía enviara a los
bulldozers
y arrasara con todo lo que quedaba en pie para edificar otro sinfín de edificios de lujo destinados a oficinas. Decían que la ciudad crecía. Y para crecer se fagocitaba el pasado. Las viejas fábricas y talleres habían muerto hacía años. Solo hacía falta que el barrio se pusiera de moda, que entrara en un plan de remodelación o que alguien inventara una olimpiada o un fórum para darle la puntilla.

Amalia y Cristian miraban a Lester con una mezcla de respeto y envidia, como si encarnara la historia del rock o fuera una parte consustancial a ella.

—Así que tú eres el hijo del gran Angus. —Le estrechó la mano a Juanjo.

—Sí.

—Te vi una vez, cuando tenías… no sé, siete u ocho años. —No se esforzó demasiado en su intento de recuperar el pasado—. Gran tipo tu padre. Legal. De los que no quedan.

—Eso dicen.

—¿Lo dudas?

—No, no. Bueno… es mi padre, ¿no?

—Dice que eres bueno.

—También en eso se nota que es mi padre.

—Mejor que él.

Juanjo ya no dijo nada.

—¿Es cierto? —insistió el viejo rockero.

—Diferente. —Evadió una respuesta directa.

—¿Qué tipo de música hacéis? —Miró a Amalia y a Cristian.

—Estamos buscando nuestro propio estilo —respondió el chico.

—Pero nos va el rock. —Ella quiso dejarlo claro.

—Dicen que el rock ha muerto. —Lester sonrió.

—Eso es cosa de cuatro niñatos con cajas de ritmos que se creen que la música electrónica la inventaron Pet Shop Boys —le soltó Amalia.

—Eres una petarda. Me gustas. —El dueño del taller le guiñó un ojo—. Bueno, ya tendré tiempo de escucharos. ¿Queréis ver esto?

Los locales, tres, estaban al fondo, a resguardo de la entrada. Se llegaba a ellos atravesando un amplio espacio lleno de cosas viejas, igual que si se tratara de una inmensa trapería. Allí había de todo. Las puertas eran metálicas, sólidas, y un grueso candado las mantenía cerradas. El hecho de que su dueño viviera allí mismo tranquilizaba un tanto, aunque Lester era de los que dan la impresión de dormir tan profundamente que ni un terremoto los despierta. Caminaba sin prisas. Los tres se asomaron al que iba a ser su local de ensayo.

—Superior —exclamó Amalia con emoción.

No era muy grande, pero bastaba y sobraba para sus instrumentos y para sentirse cómodos poniendo incluso un par de sillas o una mesa para sentarse. Era el doble o el triple que el estudio de su padre. La insonorización era gruesa.

—A ver si os hacéis famosos y lo convierto en un museo —bromeó Lester.

Lo dijo como si tuviera toda la vida por delante y no a su espalda.

—¿Quién ensaya en los otros dos locales? —preguntó Amalia.

—Ahí al lado tenéis a unos hip-hoperos, y en el otro lo hace un dúo, chico-chica.

Música intimista y todo eso. ¿Qué tal? —Miró a Juanjo para conocer su opinión.

—Bien, muy bien —asintió el chico.

—Pues ya está. —Lester se apartó de su lado—. Es todo vuestro. Ahora os daré las llaves de la entrada y del candado. Una para cada uno. Allá vosotros si no cerráis —

movió la cabeza indicando su espacio—, pero la puerta principal hay que dejarla siempre bajo llave, ¿de acuerdo? No se os olvide porque igual pueden robar a uno de los otros. Yo suelo estar siempre aquí, y os controlo, pero por si acaso.

Juanjo no quiso dejar de mencionarlo.

—El precio del alquiler…

—El que convine con tu padre, tranquilo. —Se puso serio, como si hablar de dinero fuera algo respetable o incómodo.

Quizá las dos cosas a la vez.

Le vieron alejarse en dirección a la escalerita metálica que conducía a las alturas del lugar. Más que un residuo era un testimonio. Según su padre, allí dentro, en su cabeza, estaba todo. Era una enciclopedia con patas. Un enamorado de la música.

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