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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (17 page)

BOOK: Sonidos del corazon
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—De Hendrix sí lo he oído todo, y de Page o Clapton.

—Yo por si acaso te grabaré lo que creo que es esencial.

—Vale. —Juanjo se incorporó el primero.

—Antes de que os vayáis… —Lester los detuvo—. He oído lo de ese bolo que tienes.

—Las noticias vuelan. —Se extrañó de que lo supiera.

—Si fuera un chulo te diría que nada en esta ciudad se me escapa y que lo sé todo —

bromeó el rockero—, pero lo cierto es que me lo ha dicho tu padre.

—¿Qué pasa, que de pronto estáis enamorados y os llamáis cada día o es que nos grabas a escondidas y le largas lo que hacemos? —Juanjo se mosqueó.

—Para el carro, chaval. —Levantó su mano derecha—. Dice que no le dejas ir y quería saber si iría yo.

—¿Y vas a ir?

—¿A una discoteca? —dijo, con cara de asco—. No, ni por ti, por mucho que me gustase veros en directo.

—Ya te lo contaré.

—Grábalo, aunque sea en plan cutre con una de esas cámaras digitales que igual te rascan como te filman.

—¿Y quién lo va a hacer?

—¿No irás tú? —Miró a Valeria.

—No.

—Bueno —hizo un gesto vago—, solo era una idea. ¿Puedo decirte algo sin que parezca un consejo ni nada parecido?

—Claro.

—Cuando toques, mira a la gente.

—¿Crees que alguien estará pendiente de nosotros? Es la inauguración de una disco, vamos de relleno, música en vivo de fondo.

—Siempre hay alguien que mira, que se acerca, que comprende que un directo es la mejor cosa que hay, por malos que sean los músicos, que no es vuestro caso. Así que…

mira a la gente, sus caras, a los ojos. No importa que sonrían o parezcan muy enrollados, no importa que bostecen o se metan con vuestra pinta. Olvídate de todo eso. Tú a lo tuyo, y míralos. Capta tanto su energía positiva como la negativa, porque aprenderás de las dos. El directo es compartir, hay una energía que fluye del escenario pero que se retroalimenta con el público. Si se logra el
feedback
perfecto, la cosa funciona. Ésa es la magia, chico.

Y por el brillo de sus ojos pasaron cincuenta años de la historia del rock.

Capítulo 32

Un tipo más chupado que una bota de vino a la que ya hacía rato que se le había arrancado la última gota metió la cabeza por el presunto camerino y les avisó:

—¡Os toca!

Juanjo dejó de digitar; Amalia, de dar golpes con las baquetas sobre un taburete, y Cristian cerró el iPod y se quitó los auriculares de los oídos. Lo de «presunto camerino»

se debía a que habían tenido que cambiarse en un cuartito para guardar los trastos y los utensilios de la limpieza. Ni siquiera había un lavamanos o un retrete. Eso estaba a unos cinco metros pasillo arriba y no era precisamente un lugar solitario. Al terminar, nada de ducharse. Estaba claro que en la discoteca nadie había pensado en la música en vivo.

La ausencia de un simple camerino lo demostraba.

—Bien —dijo el guitarrista.

El tipo chupado se retiró no sin antes lanzarle una mirada de lobo a Amalia. La batería llevaba unos pantalones ajustados y un top que le dejaba la parte superior del pecho y la espalda al descubierto. Los tatuajes que nacían en esa espalda se desparramaban por los hombros hasta llegar a los codos. Se trataba de un ángel alado bajo cuyo manto bullían un sinfín de formas. Juanjo y Cristian era la primera vez que se los veían así. Con el cabello negro, los ojos negros y los labios negros, más las anillas de las orejas, la ceja izquierda y la nariz, su aspecto era tan siniestro como sexy.

Potente.

No intercambiaron palabra alguna. Salieron del cuartito, no muy seguros de que no fueran a robarles algo, y llegaron a la sala por la parte de los dos o tres despachitos que pudieran servir para la administración del local. Habían montado y probado por la tarde. El lugar en el que iban a tocar tampoco era un escenario propiamente dicho, sino un espacio entre dos columnas situado frente a la pista de baile. La concurrencia era numerosa, pero pocos los que se movían al compás de la música discotequera. La mayoría de los invitados estaban en las dos barras, bebiendo y tratando de hablar por encima del estruendo de la música. El público era heterogéneo, con mucha más gente de mediana edad que joven. Pero no faltaban adolescentes y veinteañeros.

La aparición del trío fue saludada con unos pocos aplausos y gritos por parte de los más cercanos. Amalia se sentó a la batería, cogió sus baquetas y se anunció con una pasada por todos sus tambores. Juanjo y Cristian ya llevaban sus guitarras colgadas del cuello. Ni soñar con tener un técnico de sonido. Eran ellos tres y su inocente capacidad para sonar como un grupo.

De hecho, los ensayos habían ido bien.

Lo mismo que las pruebas de la tarde.

Se miraron entre sí.

—Uno, dos, tres y… —marcó el ritmo Juanjo.

Entraron con «Highway to hell» a toda mecha y consiguieron quedarse con el personal. A los pocos segundos los mirones ya aumentaban en progresión geométrica, y para cuando Juanjo hizo su solo, la concurrencia se había duplicado. Más allá de la pista, en las barras, los invitados mayores pasaron de ellos, aunque no dejaron de lanzarles miradas de curiosidad. Por delante había chicas preciosas, vestidas de un modo informal pero con un toque de distinción para la inauguración de la disco, y también chicos con ganas de desmadrarse y gritar.

Para cuando concluyó el éxito de AC/DC, ya lo estaban.

Juanjo miró a Amalia. Iba acelerada, demasiado. Luego a Cristian, que había tenido un par de entradas a destiempo. El público no lo notaba. Ellos sí. No hubo reproche. Sus ojos pidieron calma, conjunción. El bajo parecía vibrar con éxtasis. La batería, en cambio, miraba con desafío a los chicos y menos chicos que la taladraban con sus ojos lascivos.

—¡Cachas!

—¡Tía buena!

—¡Enséñanos los tatuajes!

No dejaron que las voces imperaran y Juanjo cargó la guitarra a la espalda, en bandolera, con el mástil apuntando hacia abajo, para tener las manos libres y sentarse al órgano. Sus dedos iniciaron el fraseo épico y memorable de «Gimme some lovin’», de Spencer Davis Group, y al llegar la parte vocal intentó emular el tono agudo de Stevie Winwood. Un par de los presentes debió de reconocer el tema porque se puso a dar saltos.

Se acercaron más personas a la pista.

Su versión era casi tan fuerte como la original, y les salía bien, así que el
feedback
del que le había hablado Lester empezó a funcionar. El mosaico de caras situado frente a ellos expresaba la emoción más simple de un concierto en vivo: la de pasárselo bien.

Lisa y llanamente. Un grupo de chicas le miraba a él, otro grupo, a Cristian. Los chicos se repartían entre los que devoraban a Amalia y los que prestaban atención a sus punteos con la guitarra o el movimiento de sus manos al órgano. En «Gimme some lovin’» el principal trabajo lo cargaba la batería y, por encima de ella, el
leitmotiv
de la canción, dibujado por el teclado.

Hubo aplausos, gritos, silbidos.

Pero también siguieron las voces de los horteras.

—¡Maciza!

—¡Dame un abrazo con esos brazos, tía!

—¡Enséñanos los tatuajes!

Amalia se puso en pie, se dio la vuelta, subió los brazos como lo haría un levantador de peso y movió los músculos de su espalda.

El personal comenzó a enloquecer.

Volvió a sentarse a la batería, seria, retadora pero disfrutando de su momento, y en el instante en que Juanjo punteó la entrada de «Smoke on the water», el público empezó a saltar, a gritar y a aplaudir entre aullidos.

Capítulo 33

Lester ya estaba avisado, así que, si los oyó, que era lo más seguro, no bajó de su piso ni dio señales de vida. Descargaron la camioneta del cuñado de Amalia en el local de ensayo y una vez vaciada y guardado el equipo lo cerraron todo con llave. Faltaban apenas quince minutos para las seis de la mañana.

—¡Bien! —Cristian extendió sus brazos hacia arriba para desperezarse.

Habían sido tres pases excelentes, incluso repitiendo algún tema en el tercero. El público se había quedado con ganas de más. Sus primeros fans. Al terminar, varias chicas y menos chicos habían pululado alrededor de ellos dos, tonteando y parloteando sin parar, y otro grupo de chicos y menos chicas, con las ganas de marcha colgadas de sus ojos, lo hizo alrededor de Amalia. No muchas de ellas o de ellos estaban sobrios.

Cristian era el que más cerca había estado de quedarse, tentando la suerte, pero entonces se habría quedado colgado para regresar a Barcelona, porque Amalia parecía tener prisa y conducía la camioneta.

Al final, de mala gana, había renunciado a probar suerte.

—¿Has visto cómo está la pelirroja? —le dijo a Juanjo.

—¿Ya sabes que ésa no tiene ni siquiera quince años? —le previno el guitarra.

La risa siempre liberaba tensiones, sobre todo las emocionales.

Se sentían felices.

Excitados.

Después de cobrar su dinero, y descontar lo de la gasolina, el regreso a Barcelona fue rápido y relajado. Se habían llevado bocadillos para cenar. Casi doscientos euros por cabeza no estaban mal. Pero eso era lo de menos, lo importante era lo que sentían.

Comentaron detalles, hablaron del idiota que babeaba por ella, de las adolescentes que se preguntaban cuál de ellos «era más mono», discutieron por los acelerones de Amalia o la desincronización de Cristian, se echaron las culpas unos a otros, se pelearon y volvieron a reír hasta que les pudo la calma de la noche. Una vez aparcados frente al local de ensayo, el resto fue rápido.

Juanjo y Cristian se abrazaron.

—De puta madre —dijo el primero.

—¿Ves como sonamos de coña siendo tres? —susurró el segundo al oído de su amigo.

—Hemos hecho versiones, no nuestro material al cien por cien —le recordó Juanjo.

No siguieron con sus argumentos. No era el momento.

—Venga —le apremió Amalia.

Cristian había aparcado la moto allí mismo, así que se iba con ella. Amalia llevaba a Juanjo en la camioneta. La batería ya estaba sentada al volante.

—Ya va, terror de la autopista.

—¿Me dirás que lo he hecho mal?

—Bueno, no has pasado de ochenta pero…

—Es la velocidad a la que se ha de ir, capullito. ¿Querías que me cayera una multa y que mi cuñado jamás volviera a confiar en mí?

—Mira que es fácil picarte. —Juanjo ocupó el asiento contiguo al suyo—. Ya podemos largarnos, que no sé qué prisa tienes.

Cristian fue el primero en irse, haciendo petardear la moto. Amalia realizó la maniobra con parsimonia, como si mentalmente repitiera las instrucciones enseñadas en la escuela de conducción. Cuando enfilaron la calle, Juanjo vio algo en lo que no había reparado antes: la forma tensa con la que la chica sujetaba el volante.

¿O era algo repentino?

Rodaron en silencio un puñado de segundos, diez, veinte.

—No sé por qué no has dejado venir a tu padre —dijo de pronto la conductora.

—Ya te lo comenté.

—Si el mío tuviera la más mínima noción de música, le habría pedido que viniera.

Rodaron a lo largo de una calle otra vez en silencio.

—¿Crees que para la próxima tendría que llevar ropa más discreta? —Amalia volvió a hablar.

—Eres libre de ir como quieras. No vamos a ponernos uniformes, digo yo.

—Había demasiado baboso.

—Una cosa es llevar lo que te apetece, y otra vestirte para provocar. Si llevas lo que te apetece, pasa. Si lo haces para provocar…

Otras dos calles. Un semáforo.

—¿Vas a poder dormir? —rompió el silencio Amalia por tercera vez.

—No, no creo.

—Yo también voy acelerada todavía.

—El subidón del directo siempre es así. Y eso que no ha sido más que un bolo en el peor de los sitios y con el peor de los públicos.

—¿Tú crees que hay públicos malos?

—Una cosa es ir a ver tocar a alguien y otra encontrarse con que alguien toca en el lugar en el que estás. Pero de todas formas, las chicas lo tenéis crudo. Mi madre aguantó mucho cuando cantaba en el grupo. Éste es un país de tíos salidos.

—Por lo menos tocando la batería los impresiono un poco. Una tía que se maneja con dos palos en las manos acojona. —Bufó con ironía—. Y con vosotros también se meten, no digas que no. Había muchas que no te quitaban ojo de encima.

Juanjo ni siquiera era consciente de por dónde transitaban. Conocía el camino del autobús, y sus paradas, y las del metro, pero no prestó atención a la ruta seguida inicialmente por Amalia y ahora estaba perdido. Iba envuelto en sus pensamientos, los mismos que la chica interrumpía constantemente con su parloteo.

Quería llegar a casa, tenderse en la cama y recordar.

Solo eso.

—¿Pongo música? —preguntó su compañera.

—No.

—Vale.

Miró por la ventanilla. No parecía su barrio. De hecho, aquellas calles…

—Juanjo.

—¿Sí?

—Has tocado de coña, tío.

—Gracias.

—Realmente eres bueno. No he visto a nadie que lo haga como tú.

No supo qué responder. Amalia hablaba con voz dulce, entregada. Sus manos ya no se aferraban al volante. Cuando se detenían en un semáforo, sentía sus ojos en él.

No, aquél no era su barrio.

Entonces ¿dónde…?

Otro puñado de minutos.

Hasta que Amalia detuvo la camioneta en un hueco de una esquina y paró el motor.

El silencio los envolvió por espacio de dos o tres segundos. Juanjo miró calle arriba y calle abajo antes de darse cuenta de que estaba a menos de veinte metros del lugar en el que vivía su batería.

—¿No ibas a llevarme…?

—¿Tienes sueño? —lo detuvo ella.

—No.

—¿Por qué no subes?

Juanjo frunció el ceño. Era demasiado tarde para arreglar lo que estaba a punto de suceder.

—Mis padres están en la casa de la playa —dijo la chica.

—Amalia, es tarde.

Demasiado estúpido. Era un sí o un no.

—No jodas, Juanjo. —Fue aún más directa—. ¿Tarde? ¿Tienes que ir a dormir a tu casa y fichar?

—No.

—Sube. —Era una petición, pero pareció una orden—. No te arrepentirás.

En la penumbra, iluminados por las mortecinas luces de la calle, su inmovilidad les dio apariencia de figuras de cera. Juanjo tenía la boca seca. El pálido resplandor ejercía un poderoso contraste con el maquillaje de Amalia. Su tono siniestro sin embargo no le restaba el morbo de que hacía gala en ese momento. Parecía rebosar una exuberancia dispuesta al estallido emocional. Bajo su parafernalia externa, su ropa o la rotundidad de su cuerpo, el suyo era un rostro hermoso, intenso. Un rostro que no ocultaba su deseo envuelto en el fuego de los ojos o la humedad de los labios.

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