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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (23 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—¡Déjalo en paz! ¡Te digo que lo dejes!

Nos apresuramos por el vestíbulo hacia el apartamento de madame Diblis, que era la última puerta de la izquierda. Golpeé repetidamente la madera astillada. Se aproximaron unos pasos y escuchamos el chasquido de varios cerrojos descorriéndose. La puerta se abrió de par en par y percibimos un deje de sándalo que enmascaró temporalmente el desagradable olor del pasillo. Nos encontramos ante una mujer de pelo gris recogido en un pañuelo. El colgante que llevaba alrededor del cuello desapareció dentro de su escote cuando se inclinó para ver quiénes éramos. Nos presentamos y madame Diblis se llevó un dedo a los labios.

—Tenemos que hablar en voz baja —nos advirtió—. Hoy los espíritus están inquietos.

La seguimos hasta un salón. Los muebles se hallaban cubiertos de telas aterciopeladas con dobladillos de encaje. En el centro de la estancia había una mesa de comedor de mármol rodeada de sillas de respaldo alto. Junto a la ventana colgaba un espejo con un marco curvado lleno de flósculos. Era el tipo de espejo en el que me imaginaba mirándose a la bruja de Blancanieves cuando le preguntaba aquello tan famoso de «espejito, espejito...».

—Por favor, sentaos —nos indicó madame Diblis señalándonos un sofá cubierto de cojines.

Escuchó nuestra historia sobre la mariposa y la promesa de Louis. Cuando le conté que yo podía ver la mariposa, mientras que Esther no, la médium se volvió hacia mí y escrutó mi rostro antes de volver a sentarse y mirarse fijamente las manos perdida en sus pensamientos.

—Han pasado cinco años desde que murió tu prometido —le dijo madame Diblis a Esther—. Es más sencillo invocar a aquellos que acaban de llegar al más allá, pero con toda la actividad que hay hoy, quizá tengamos suerte. No obstante, creo que, precisamente por el hecho de estar tratando de ponerse en contacto contigo del modo en que prometió, no sea capaz de hablar. Pero vamos a intentarlo.

Traté de discernir si madame Diblis era un fraude. Pensé en los trucos que empleaban los médiums falsos que me había contado el tío Ota —utilizaban cuerdas para mover objetos y hacían sonar campanas—, pero no pude ver nada extraño en la habitación o alrededor de la mesa de mármol, que era el lugar que supuse que la médium usaba para trabajar. El apartamento de madame Diblis era más agradable que los que tenía alrededor, pero no había nada en él que sugiriera que estuviera ganando grandes cantidades de dinero. El anillo de oro con un rojizo granate que llevaba en el dedo era hermoso, pero no caro. Tenía un acento exótico que no logré situar, aunque bien podía ser fingido.

Madame Diblis se volvió hacia mí como si estuviera leyéndome el pensamiento.

—Es importante que creas —me advirtió—. Si emponzoñas con dudas la sesión, mantendrás alejados a los espíritus. Tenemos que estar unidas en pro del mismo objetivo.

Decidí que madame Diblis tenía que ser una verdadera médium.

Esther y yo tomamos asiento a la mesa mientras madame Diblis corría las cortinas. Entonces encendió un candelabro. De un armarito sacó una campanilla, una maraca, un cuaderno de notas y un lápiz, y colocó todas aquellas cosas sobre la mesa, explicándonos que los espíritus empleaban diferentes herramientas para comunicarse. Contemplé a Esther, cuyo semblante se encontraba pálido como una sábana. Yo estaba convencida de que, debido a su educación religiosa, Esther nunca se había imaginado que tomaría parte en una sesión de espiritismo. Me sentí incómoda por ella. Si Louis se aparecía, yo no me atemorizaría. Pero había un pensamiento que me inquietaba. ¿Y si yo perturbaba a madre y padre? Cerré los ojos y recé por que descansaran en paz. Ambos habían fallecido en circunstancias terribles: no quería molestar su descanso eterno.

—Nos tomaremos de la mano para crear un círculo irrompible de fuerza —nos explicó madame Diblis—. Puede que se presenten espíritus no invitados por la puerta que voy a abrir con el otro mundo. A veces vienen porque desean causar algún daño. Por eso es importante que os mantengáis cogidas a mí y entre vosotras, independientemente de quién pueda manifestarse.

Me estremecí cuando madame Diblis apagó las velas y nos quedamos en la más absoluta oscuridad, pues no entraba ninguna luz a través de las cortinas. Madame Diblis comenzó a recitar un conjuro en latín. Después de un rato, dijo en inglés:

—Espíritus, manifestaos si así lo deseáis. ¿Hay alguien ahí que quiera hablar con Esther?

Sentí que me pesaban las piernas y que se me caía la cabeza. Pensé que estaba a punto de quedarme dormida, pero entonces noté que también me pesaban los brazos y que me resultaba muy difícil seguir unida a Esther y a madame Diblis.

—¿Quién anda ahí? —preguntó madame Diblis.

Percibí una corriente que recorría la habitación y me estremecí.

—¿Quién anda ahí? —preguntó de nuevo madame Diblis.

El vello de la nuca se me erizó. De repente me percaté de que había alguien inclinado sobre mí. Quería volverme y ver si era algún truco llevado a cabo por algún cómplice de madame Diblis, pero no pude moverme. Una mano me tocó el hombro.

—Señorita Rose —susurró madame Diblis—. Hay una presencia cerca de usted. Quiere decirle algo.

Traté de agarrarme más fuerte de Esther y madame Diblis, pero ya no logré sentirlas.

Escuché música de piano. Era una pieza que reconocí porque Klára la tocaba con frecuencia. Se trataba del
Preludio
núm. 22 en si bemol de Bach. En mi mente se formó un remolino de imágenes de lugares y personas que no había visto nunca: muchachitas con blancos vestidos de encaje, un perro de suave pelaje, un río... Me encontré ante nuestra casa de campo en Doksy. Sus paredes blancas y su tejado rojo destacaban contra el cielo, al igual que la enorme haya y los robles que la rodeaban. El aroma de los pinos me produjo un cosquilleo en la nariz. Era verano y los postigos de las ventanas estaban abiertos para que entrara la brisa. Traspasé el umbral de la puerta y me estremecí cuando dejé la luz del sol y entré en la sombra de la casa. Había una escalinata en el vestíbulo. La piedra de los escalones se había desgastado por el centro, tras años y años de que sus ocupantes bajaran y subieran por las escaleras. Floté hacia arriba hasta una habitación decorada con muebles de color oliva y crema. Una joven se encontraba sentada al piano. Llevaba un vestido dorado con el cuello blanco y unas mangas con forma de plátano. Alrededor de la garganta lucía un medallón de filigrana con un cristal azul en el centro. Al principio pensé que era Klára por su cabello oscuro y su estilizada figura, pero la mujer levantó la mirada y supe que no era mi hermana. Se trataba de Emilie.

—¡Ota! —exclamó, con lágrimas de alegría llenándole los ojos—. ¡Querido mío, Ota! Te esperaré hasta el fin de los tiempos.

La negrura cubrió mi visión. Me atenazó un dolor agudo en el hombro. Unas manos me tocaron la cara. Sentí que me presionaban una toalla contra la frente. Escuché la voz de Esther junto a mi oído.

—¡Despierta, Adéla!

Gradualmente volví en mí y vi a Esther y a madame Diblis agachadas sobre mí. Las cortinas se encontraban abiertas y la luz de la tarde entraba a raudales en la habitación.

—Eres demasiado abierta —me regañó madame Diblis—. No me dijiste que tú también tenías el don. No puedes dedicarte a canalizar a los espíritus a menos que sepas cómo guiarlos.

—Yo los veo —le expliqué—. Pero normalmente no suelen hablarme.

—Vuelve a verme y te enseñaré cómo comunicarte correctamente con el otro mundo —me respondió—. Este es un don peligroso si no sabes cómo usarlo.

Esther y madame Diblis me ayudaron a sentarme y después me levantaron para ponerme de pie. Me sentí como un ternero recién nacido cuyas débiles patas se doblan en todas las direcciones.

—Ese espíritu vino de un pasado muy lejano —me explicó madame Diblis mientras Esther me alisaba el cabello y me entregaba mi bolso—. Ha tenido que emplear mucha de tu energía para poder manifestarse. Quería decirle a alguien que todavía piensa en él.

La cabeza me dolía tanto que pensé que me iba a explotar. Esther cogió su sombrero y me di cuenta de que en el ala llevaba un broche con forma de mariposa.

—¿Louis no se ha aparecido? —pregunté.

—No —respondió madame Diblis—. Volved la semana que viene y probaremos de nuevo.

De vuelta en la sucia calleja, las prostitutas y sus chulos se nos quedaron mirando. A Esther le temblaban los hombros. Estaba llorando.

—¿Esther?

Sacudió la cabeza y se secó los ojos con los guantes.

—Vamos a algún salón de té —sugerí—. Ambas necesitamos beber algo caliente.

Nos sentamos en el salón de té en silencio, cada una perdida en sus propios pensamientos. Por su gesto torcido, sabía que Esther estaba decepcionada por no haber podido hablar con Louis. Yo me sentía fatal y no sabía qué decir. Mis pensamientos volaron hacia tía Emilie. «¡Ota! —había dicho—. ¡Querido mío, Ota!» Había añoranza en el fondo de sus ojos.

Madre me había contado que tía Emilie había perdido la razón después de mantener un amorío con un sinvergüenza. Eché la cuenta de las fechas mentalmente. Tío Ota había emprendido su odisea el año de la muerte de Emilie. ¿Acaso mi buen y generoso tío era el maleante al que mi madre se refería? ¿Fue aquella la pelea que mencionó antes de su muerte? No podía imaginarme a tío Ota comportándose sino como un perfecto caballero. Pero sabía que no sería capaz de mirarlo con los mismos ojos hasta que me cerciorara de la verdad.

DIEZ

Tal y como había prometido, el doctor Page le dio el alta de Broughton Hall a Klára el día de su cumpleaños. Tío Ota, Ranjana y yo llegamos por la mañana a recogerla. Al final no había logrado reunir suficiente dinero para comprar ropa nueva para las dos, así que había adquirido para Klára un vestido color violeta con un volante plisado en el cuello, y había arreglado otro que yo tenía, añadiéndole una banda en la cintura y tiñendo mis zapatos de rosa para que hicieran juego.

Ranjana y tío Ota esperaron en recepción mientras yo ayudaba a Klára a ponerse la ropa nueva en su habitación. Me temblaban los dedos por lo emocionada que me sentía de que mi hermana regresara a casa.

—Aquí estamos —anuncié, caminando hacia la sala de recepción con Klára.

Ranjana se levantó de la silla.

—¡Estás guapísima! —le dijo a Klára, dándole un beso.

Observé detenidamente a tío Ota. Estaba convencida de que, cuando llegamos a Australia, había mirado a Klára con tanta intensidad por su parecido con Emilie. Yo no había vuelto a visitar a madame Diblis. Lo único que había conseguido había sido disgustar a Esther y quizá incluso había perturbado la paz de Emilie. No pensaba que pudiera hacer ningún bien si regresaba una vez más, aunque sentía curiosidad por saber la versión de la historia de tío Ota. Pero mi tío ya había superado el asombro provocado por la similitud entre Klára y Emilie. No apareció aquel brillo especial en sus ojos cuando vio a Klára en la sala de recepción. La abrazó como un padre a su hija.

—Gracias a Dios que vuelves a estar bien —le dijo.

La enfermera de admisiones le entregó a tío Ota la documentación del alta. Miré hacia las puertas del pabellón, esperando que el doctor Page viniera a despedirnos. A menos que Klára volviera a enfermar, cosa que le rezaba a Dios todos los días para que no sucediera, esta sería la última vez que pisaríamos Broughton Hall.

—Eso es todo —declaró la enfermera, recopilando los documentos de manos de tío Ota.

Me miró y le brillaron los ojos. Estaba contenta de no tener que volver a verme.

—Bueno, ¡entonces ya se marchan! —exclamó el doctor Page acercándose al área de recepción y sonriéndole a Klára.

Le estrechó la mano a tío Ota y le comentó a Ranjana que Klára necesitaba el descanso y la tranquilidad adecuados.

—¡Muchísimas gracias! —le dije yo, entregándole un paquete envuelto en papel de seda—. Esto es algo de parte de Klára y mía.

El doctor Page abrió el papel y miró a la mujer de barro abrazando la luna. Se le iluminó el rostro.

—No tengo ninguna figurilla femenina en mi colección, ¿pueden creérselo? —confesó con una sonrisa—. Sin duda será la envidia de todos los hombres de barro.

—No sabíamos cómo agradecérselo —le expliqué—. Ha sido usted muy bueno con nosotras...

—Usted misma me ha apoyado mucho —respondió el doctor Page—. De la recuperación de su hermana tiene tanta culpa usted como yo.

Sus ojos se posaron sobre mi rostro de un modo tan agradable que me invadió la timidez. Solo pensar que no volvería a verle hizo que me invadiera un sentimiento de desilusión a pesar de mi alegría por la recuperación de Klára. Había anhelado ver al doctor Page durante mis visitas a Broughton Hall.

Tío Ota condujo a Ranjana y a Klára hacia la puerta. El doctor Page se adelantó para abrírnosla. Un anciano en pijama y bata regresaba en esos momentos del jardín. Nos apartamos a un lado para dejarlo pasar.

El hombre resoplaba y jadeaba.

—Hoy hace muy buen día —le dijo al doctor Page—. Esta noche será clara. Verán la Vía Láctea y las Nubes de Magallanes como si estuvieran dentro de su propio cuarto de estar.

Tío Ota miró al doctor Page, pues el comentario de aquel hombre había suscitado su interés.

—El señor Foster es astrónomo —aclaró el doctor Page—. Me explicó cómo construir mi propio telescopio.

—¿De verdad? —preguntó el tío Ota.

El doctor Page se echó a reír.

—Mi padre y yo estamos bastante obsesionados. Rastreamos el cielo todas las noches en busca de cometas.

—¿Les gustaría a su padre y a usted dar una charla para nuestro club social? —le preguntó tío Ota—. A los miembros les interesaría muchísimo.

El corazón me dio un brinco al pensar que el doctor Page vendría a nuestra casa, pero él se enrojeció y movió nervioso los pies.

—¿Acaso no puede reunirse con sus pacientes después de haberles concedido el alta? —aventuré, tratando de aliviar su vergüenza y ocultar mi desilusión al mismo tiempo.

¿Por qué se sentiría incómodo ante una invitación así?

El doctor Page negó con la cabeza.

—Siempre que no estemos tratando a un paciente, no hay problema en que lo veamos a él o a su familia fuera de la clínica —me contempló detenidamente—. Me encantaría asistir. Y mi padre también estará encantado.

Me alegré de que pareciera más tranquilo con la invitación y me pregunté si traería a su prometida. Me fascinaba la idea de que pudiera haber una mujer que lograra mantener en cautividad al doctor Page.

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