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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (15 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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La mujer, que acuna pacientemente en sus brazos a su hija Pastoriza —la que aun dormida mantiene una lastimosa expresión de alunamiento—, mirando desvalidamente al vacío, gruñe entre dientes:

—¡Jamás debimos venir a meternos a estas orfandades de Dios!

La conversación es interrumpida de pronto, cuando la niña Liria María entra a la sala con la cara escondida entre las manos. Con su pañuelito todo empapado en lágrimas, la joven viene llorando un inconsolable llanto silencioso.

—Es por el volantinero —dice Juan de Dios, entrando detrás de ella.

12

En la mañana del miércoles la Escuela Santa María amaneció rebasada de gente nueva durmiendo tirada en cualquier parte. Y es que pasadas las dos de la madrugada había llegado otro tren de la pampa con más de ochocientos huelguistas provenientes de Pozo Almonte. Y hombres y mujeres y niños, con sus líos y atadijos de frazadas y cueros, hubieron de dormir por ahí al sereno, arrinconados en los patios, recostados a lo largo de los corredores o acurrucados como perritos callejeros debajo de los zaguanes. Sólo algunos, los más suertudos de entre ellos, lograron acomodarse en algún ladito de las aulas más desahogadas.

En la sala de Olegario Santana y sus amigos se hizo sitio para dar cabida a unas cuantas personas más, incluidos algunos matrimonios con niños pequeños, y en el apretujamiento que se produjo terminaron todos durmiendo a la tripa pollo, sin respetar lado de mujeres ni de familias con guaguas. De tal manera que Olegario Santana, en medio de una forzosa promiscuidad de bodega de barco (así viajaban los enganchados a la pampa en las podridas bodegas de los vapores), de pronto se había visto acostado a menos de un metro de Gregoria Becerra. Tanto así que por el resto de la noche se dedicó a contemplarle el paisaje plácido de su sueño, y a oírle, como si de una música sacra se tratara, el fuelle acompasado de su respiración de niña.

Ahora, bajo el fuerte sol de media mañana, mientras Gregoria Becerra ayuda a pelar papas en una ronda de mujeres achuladas y parlanchinas, y sus amigos se entretienen jugando a las chapitas con un grupo de patizorros de la oficina Cala Cala, Olegario Santana, ensimismado y ceñudo, se fuma un Yolanda apoyado en un muro con sol. No puede dejar de pensar en algo que sucedió por la noche y que aún le tiene el espíritu conturbado. En verdad fue como si lo hubiesen dinamitado por dentro. Había sucedido que en un momento, mientras contemplaba dormir a Gregoria Becerra, ella había abierto los ojos y, por un instante, se lo había quedado mirando de una manera tal, madrecita mía, que además de alborotarle las pocas plumas a su alma vieja, le había producido una erección como hacía tiempo no tenía, carajo. Aunque ahora, a la ardua luz del sol iquiqueño, no está completamente seguro de no haber soñado ese instante prodigioso, la fugaz mirada de aquella mujer que irrevocablemente lo vuelve loco, le presta alas, lo hace volar y planear en el aire como un jote en estado de ensoñación.

Poco antes de la hora del almuerzo, en medio del intenso trajín, en la escuela Santa María nos enteramos de algo que nos conmovió sobremanera y alentó el ánimo de todos. Varios gremios porteños, trabajadores de la ciudad y de la ribera, habían acordado unánimemente adherirse de una manera más práctica al movimiento huelguístico de los esforzados compañeros salitreros. De modo que se habían reunido y nombrado un comité encargado de secundar y obedecer las disposiciones del Comité Central de los pampinos, tal como ya lo habían hecho algunas otras secciones de trabajo, como los panaderos, por ejemplo, los carpinteros, los jornaleros, los lancheros, los pintores, los gasfiteros, los albañiles, los carreteros, los cargadores, los abasteros y los sastres. Gremios estos que ya tenían un representante dentro del Comité Central.

—No sé si ustedes se han dado cuenta —comenta entusiasmado José Pintor—, pero esto indica claramente que nuestro movimiento está comenzando a generar toda una revolución obrera.

Y se saca el paletó y se arremanga la camisa, preparándose para almorzar.

—Por supuesto, pues compadre Pintor —dice Domingo Domínguez—. Nosotros somos los llamados a cambiar la historia proletaria de este país.

Y tras acomodarse un pañuelo a modo de babero, da las primeras cucharadas a su plato de porotos.

—Nosotros no vamos a cambiar nada, carajo —reclama con voz tosca y sin levantar la vista de su almuerzo Olegario Santana—. En este país mandan los que tienen la riqueza, y punto.

Los amigos se miran entre ellos desconcertados. Luego comienzan a recriminarlo sacándole en cara lo atrabiliario de su comportamiento, su pesimismo desmoralizante y sus eternos reparos a la huelga.

—Este Olegario habría sido capaz de desanimar al mismísimo Napoleón —dice José Pintor.

—El pesimismo de mi compadre Olegario se parece a su paletó —salta Domingo Domínguez—: es igual de negro, igual de viejo y no se lo saca renunca.

Entonces los improperios devienen en cuchufletas, derivando inevitablemente a su manía de no sacarse jamás el paletó, ni siquiera para echarse a dormir. Que por la noches —lo joden en cuadrilla los amigos—, mientras todos los demás hombres se sacan el suyo y lo doblan cuidadosamente para usarlo de almohada, él no tiene ningún empacho en acostarse sobre su oreja, pero con su paletocito puesto.

—De tan arrugado que está el pobre, parece planchado con hojas de repollo —corona las mufas festivamente Domingo Domínguez.

Y mientras todos ríen y se palmotean y hablan con la boca llena, Gregoria Becerra, aprovechando que Liria María se ha ausentado para ir al baño, se lleva a Idilio Montano a un lado y le pide cuentas en voz baja. Que por qué diántres había hecho llorar a su niña ayer por la noche.

El joven herramentero, azorado hasta el tartamudeo, le explica lo sucedido en la carpa. Luego, en un acto de arrojo suicida, le abre las compuertas de su corazón enamorado y gesticulando y moviendo las manos en un desesperado intento de convencimiento, le confiesa lo muy prendado que está de Liria María, lo mucho que la quiere, todo lo que sería capaz de hacer y de no hacer con tal de que ella vuelva a mirarlo como antes, a hablarle, a sonreírle como le sonreía. Y lo dice tan convencido de sus palabras, con tanta pasión y brillo en la mirada, que Gregoria Becerra se enternece hasta las lágrimas y termina poniéndose incondicionalmente de su parte.

Un rato después, cuando está pensando en cómo decirle a Liria María que no haga sufrir más al pobrecito volantinero, se aparece su hijo Juan de Dios acompañado del mismo periodista del diario
La Patria
que había conocido en el Club Hípico. El niño dice que lleva al caballero a conversar con su amigo José Brigg, pues quiere escribir una nota contando sobre cómo se vive en la escuela. Gregoria Becerra dice que está bien que se escriba eso en los diarios, para que las autoridades y las familias ricachonas del puerto se den cuenta de que los pampinos no son ningunos revoltosos, ni menos unos forajidos desalmados como se anda diciendo por ahí.

—Yo no sé qué patrañas informan los espías que mandan los gringos a la escuela y que se pasean por aquí como Pedro por su casa —dice con voz fuerte Gregoria Becerra—. Usted, ponga la verdad, caballero, y diga si aquí entre nosotros ve a alguno con cara de saqueador, incendiario o violador de mujeres.

Pasado el mediodía, nos enteramos de que venía entrando un nuevo buque de guerra. Esta vez se trataba del crucero «Esmeralda» y traía a bordo tropas del Regimiento Artillería de Costa. Los militares desembarcados acamparon todos en la plaza Prat y su presencia le dio un aspecto extraño y desusado a ese paseo que era el corazón mismo de la ciudad. Con tantos soldados llegados al puerto se había comenzado a sentir un clima de tensión y animosidad en el aire. Y aunque obreros y militares se cruzaban en las calles sin rozarse ni mirarse aún como enemigos, así y todo el Comité Central tomó la sabia decisión de no celebrar más comicios públicos en la Plaza Prat. «Esto para no exacerbar el ánimo de los militares —dijo José Brigg— y no darle motivos a la autoridad para el empleo de la fuerza».

Olegario Santana y sus amigos, que habían decidido no ir a ver el desembarco —«Así como van las cosas, en unos días vamos a tener más soldados que huelguistas en Iquique», había dicho con sorna Domingo Domínguez—, acompañan a José Pintor a la Casa Locket a cambiar las últimas fichas que le quedan. En la Casa Salitrera no lo atienden. Si quiere cambiar sus fichas tiene que subir a la oficina, le dicen de mala manera. Indignados, los amigos deciden dirigirse a la imprenta del diario
La Patria
a estampar su queja y dejar constancia del hecho.

Mientras esperan en las dependencias del diario —donde les prometen que su reclamo saldrá ahora mismo, en el número vespertino—, alguien les pasa una hoja ya impresa de la edición. Allí se informan de varias noticias que saldrán al público en un rato más. Se imponen, por ejemplo, de que el «Zenteno», el barco de guerra que trae al Intendente de la provincia y a la tropa del Regimiento O'Higgins, llegará mañana a primera hora al puerto, y que el Teatro Nacional continuará clausurado «por la fuerza de las circunstancias». En una nota que lleva como título: «Gracioso ofrecimiento», leen sobre una tal señorita Isabel Ugarte, residenta iquiqueña de nacionalidad peruana, que ha puesto a disposición de los huelguistas una espaciosa bodega de su propiedad, ubicada en la esquina de las calles Barros Arana y Sargento Aldea, para dar alojamiento a los pampinos que siguen llegando a Iquique. Además se enteran, contentísimos, de que el número de oficinas salitreras que se han plegado a la huelga ya llega a la cantidad de sesenta y tres. «Dato éste susceptible de ser rectificado», dice la nota.

—Y pensar que todo comenzó en nuestra pequeña oficina San Lorenzo —dice Domingo Domínguez.

—Y en una humilde casa del Campamento de Arriba —especifica orgulloso Idilio Montano.

Al terminar de imprimirse la edición completa del diario, los amigos se encuentran con el artículo del periodista que había estado en la escuela esa mañana. Allí se dan a conocer las impresiones de su visita. Domingo Domínguez lee en voz alta:

«Hoy tuvimos oportunidad de visitar la Escuela Santa María , local donde se hospedan más de seis mil huelguistas. Era precisamente la hora en que se repartía el almuerzo y, por consiguiente, el acceso al sitio donde se encontraba el Directorio general se hacía casi imposible. Hasta que por fin conseguimos nuestro objetivo.

El Comité Central está instalado en los altos del local, y damos enseguida los detalles que observamos al llegar a ese sitio. En la escala estaban destinados, a guisa de centinelas, como ocho ayudantes de orden, los cuales se ocupaban en atender a las personas que deseaban hablar con el Directorio. Pasamos nuestra tarjeta que los ayudantes hicieron llegar al Presidente, señor Brigg, quien ordenó que se nos diera libre paso. Permanecimos en el recinto como dos horas, y en todo ese tiempo pudimos imponernos de la magnífica organización que tienen los huelguistas.

El Presidente, rodeado de sus directores y los ayudantes de orden, imparte las órdenes que son acatadas con todo respeto. Los delegados de las oficinas que van llegando se presentan al Directorio y éste los inscribe en un registro y les da las instrucciones del caso: esto es, que la bandera de orden que han enarbolado jamás sea arriada.

A cada instante los ayudantes de orden reciben instrucciones para los huelguistas, las que son inmediatamente obedecidas. También pudimos oír que, con un tino bajo todo punto de vista plausible, se tomaban informaciones a las comisiones nombradas por el Comité para vigilar todos los establecimientos donde se expenden bebidas alcohólicas. Las comisiones hacen las denuncias al Comité Central y éste, a su vez, las comunica a la autoridad competente.

Esta sana actitud de los trabajadores de denunciar ellos mismos a los despacheros que venden licor a sus compañeros, merece sea tomada en cuenta, porque, con ello, se justifican ante todo el mundo como obreros que sólo luchan por el pan, desbaratando ellos mismos todo lo que se encamine a producir disturbios. Francamente es aquello un cuartel general en donde reina la disciplina más completa, escudada siempre en el buen sentido. Dignas de oírse son allí las órdenes que se reparten, pues todas van encaminadas a impedir que se venda licor a sus compañeros, que guarden siempre la norma de conducta que han adoptado desde el primer día, y así dan una prueba más de la cultura de este pueblo trabajador que hoy se levanta en actitud pacífica para que se le oiga su justo clamor.

Los delegados, por otra parte, se hacían presentes ante el Comité para imponerlo de los últimos trabajos. Cada uno de los ayudantes que efectuaba alguna comisión dada por el Comité, inmediatamente de concluida daba cuenta de su resultado, encomendándosele, al instante, otra. Nos retiramos pues, del cuartel general sin cansarnos de admirar la perfección, orden y buen criterio con que dirige el movimiento el Comité Central Unido de la Pampa e Iquique».

Al salir de las oficinas del diario los amigos van contentos y animosos. Palmoteándose mutuamente acuerdan, en voz baja —no fuera a haber algún representante de las comisiones de alcohol por ahí cerca—, ir a beber por ahí un trago de aguardiente. Según han sido dateados en la mañana por los obreros de la Confederación Perú-boliviana, hay un expendio de bebidas alcohólicas cerca de donde van caminando ahora mismo que está vendiendo trago para callado.

Domingo Domínguez, como para descargar un tanto su conciencia, dice a modo de disculpa que él cree que con tomarse unos cuantos traguitos no le hacen ningún daño al movimiento, pues ellos son tipos que saben beber.

—Aunque bebemos como cosacos —dice sacando pecho— no somos ningunos borrachos abrazafaroles.

El carretero José Pintor, por su parte, se disculpa con el subterfugio de que un ácrata que se respete como tal, debe a lo menos violar una regla, y que en este caso la regla más sana de romper es ésta.

Mientras Olegario Santana fuma en silencio, Idilio Montano, que para sorpresa de todos es el más entusiasmado con la idea, dice que ya basta de palabrería y que mejor se apuran en hallar el boliche, que él está necesitando con urgencia beber un trago.

—El jovencito está sacando las garras —dice serio Olegario Santana.

—Como decía mi abuela: «Quien con lobos anda, al tiempo aúlla» —se defiende Idilio Montano.

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