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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (24 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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Eran las tres y veinte minutos.

Y mientras en la incandescencia del cielo una bandada de jotes comienza a planear en círculos, cruzando sus sombras sobre la muchedumbre, Olegario Santana trata de convencer a Gregoria Becerra para que se una a las personas que se retiran por el lado de la calle Barros Arana. Que él está seguro, le dice, de que ese hijo de perra del general va a ordenar disparar contra la gente. Que lo vio clarito en su mirada de escarcha cuando pasó junto a él en su cabalgadura, de vuelta a su puesto de mando. «Hágalo por sus hijos», trata de persuadirla el calichero. Y apuntando a las ametralladoras dice en tono casi de rogatoria: «Yo vi vomitar fuego a aparatos como ésos en la guerra, señora, y le digo que pueden matar a miles de cristianos en una pestañada». Gregoria Becerra, abrazada a su hijo, se niega a irse. Pero mira al matrimonio de la oficina Centro con su virgencita en los brazos y, con toda la pena del mundo asomada en sus ojos, les dice que lo mejor para ellos es que se vayan con los que van saliendo. El hombre y la mujer se miran un rato en silencio y dicen que ellos también se quedan. En sus miradas brilla la misma fascinación irreal que arde en los ojos del resto de la muchedumbre. Olegario Santana, con una expresión desorbitada, toma de las solapas a José Pintor y le grita que obligue a Gregoria Becerra a irse. Que si acaso están todos locos de remate. El carretero, mordisqueando nerviosamente su palito de dientes, dice que ha estado rogando desde temprano a su vecina para que salga de ahí, pero que no hay caso. Y que él tampoco se va, carajo. El calichero no comprende cómo toda esa gente no puede sentir en el aire el presagio de la muerte irremediable.

En esos momentos, convencido el general de que ya no era posible persistir por más tiempo
—«sin comprometer su prestigio y la honra de las autoridades y de la fuerza pública, y penetrado de la necesidad de dominar la rebelión antes de que terminara el día»,
como escribiría en su informe—, se decidió a tomar la resolución final. Erguido en su cabalgadura, con el sol prendido en sus arreos militares, tras persignarse levemente, levantó la mano para dar la orden de fuego.

20

El mar resplandece como una lámpara. Con gesto gracioso, Liria María se pasea por la arena dándose aire con un abanico de motivos japoneses que le acaba de regalar Idilio Montano. Es primera vez en su vida que posee uno y usarlo le da una alegría casi infantil.

Al salir de la escuela habían pasado por el almacén del chino Chiang a comprar dulces y le oyeron decir que acababa de recibir mercadería de Oriente. Y entre finos rollos de seda pura, cajones de té aromático y delicadas piezas de porcelana, Liria María había descubierto el abanico cuyos encajes y filigranas en añil y oro la habían maravillado. Él se lo compró al instante con el dinero que le quedaba del cambio de sus últimas fichas. «Total —dijo—, hoy, para bien o para mal, se arregla la huelga y nos volvemos todos al trabajo».

La gente que hay en la playa a esas horas es casi toda de la pampa; en su mayoría familias bolivianas, hombres y mujeres de rostros impenetrables que habían llegado a las salitreras atravesando los fragosos pasos cordilleranos y que jamás en su vida habían visto el océano, ni siquiera en fotografías. De modo que desde el mismo día de su llegada a Iquique, prácticamente vivían a orillas del mar. Pescaban, cocinaban, lavaban —algunos hasta dormían allí— fascinados por la dimensión infinita de las aguas y el perpetuo estallido de las olas contra las rocas.

Pasado el mediodía, cuando aún no corre una pizca de viento y el sol reverbera caliente en las aguas del mar, aparece en la playa un piquete de policías a caballo gritando que la gente de la pampa debe reunirse de inmediato en la escuela Santa María; que hoy se arreglará definitivamente el conflicto. «Hoy vuelven a sus casas y a su trabajo», dicen gravosamente a través de sus bocinas, sin desmontar de sus cabalgaduras. Y los pampinos, respetuosos y cumplidores como siempre, comentando en voz baja la premura del llamado, comienzan a recogerse de a poco y a marchar agrupados hacia el centro de la ciudad.

Parapetados detrás de un montículo de arena, Idilio Montano y Liria María se van quedando solos. Cuando él se lo hace saber, ella se cubre la cara con el abanico en un natural gesto de rubor. Pensando en la feminidad natural que irradia el abanico, Idilio Montano le dice con ternura que da la impresión de que ella lo hubiera usado toda la vida. Liria María, escondida detrás de las flores de loto, mostrando nada más que los ojos, le sonríe con todo el esplendor de su mirada. Idilio Montano la besa en la frente. Y cuando, tras un rato de silencio, ella vuelve a elogiar la fineza y hermosura de su abanico, él, en un travieso tono de gravedad, le dice que es bueno que ella sepa que se lo ha regalado principalmente por dos motivos: primero, porque se parecen a los volantines, y, segundo, para que no siga abanicándose con las manos, pues, según decía su abuela, eso atrae maleficios. Y se pone a contarle que su majestuosa abuela boliviana era una anciana muy sabia que, además de partera, era ducha en materia de sortilegios y sahumerios. Él muchas veces la había visto curar, entre otras cosas, el mal de ojo, la había visto quebrar el empacho, componer huesos, enderezarle la boca torcida a un hombre sobajeándole la cara con una pata de chivo, y hasta sacarle el diablo del cuerpo a una joven religiosa que se había enamorado de un músico del Orfeón.

Liria María no dice nada. Como un niño con un juguete nuevo, sigue abanicándose y sonriendo feliz de la vida.

—Lo único que le pido —le dice cariñoseándola Idilio Montano— es que no se le vaya a ocurrir soñar con él.

—¿Y por qué no? —pregunta ella extrañada, sin dejar de darse aire.

—Porque, según mi querida abuela, soñar con un abanico es indicio de que una traición anda rondando.

Liria María lo mira con el ceño fruncido.

—Además no debe abanicarse tan despacio —le exhorta él, semiserio—. Pues eso es signo de indiferencia para con el que está a su lado.

—¿No cree que su regalito está saliendo un poco complicado? —replica ella en un fingido mohín de enojo.

—Es que al decir de mi abuela —se disculpa ligero él—, que también era consejera en materias del amor, el uso del abanico encierra todo un código de señales de cortejo nupcial. Por ejemplo, y sólo de lo que yo me acuerdo, pasar el dedo índice por las varillas significa: «Tal vez debamos hablar». Abanicarse con la mano izquierda quiere decir: «No mires a ésa». Asomarse a la ventana abanicándose significa «Espérame». Al quitarse un cabello de la frente con los padrones se está diciendo: «No me olvides». A final de cuentas, parece que una mujer con su abanico abierto expresa más cosas que un mudo con sus manos ¿no le parece?

—Desde hoy en adelante —dice Liria María— me pasaré la vida quitándome los cabellos de la frente con los padrones. Así usted me recordará a toda hora.

Idilio Montano se tumba a su lado y sonríe. De espaldas en la arena, se pone a contemplar el azul del cielo, sin ninguna nube que lo manche. Al ir quedando solos en la playa, le parece que el ruido del mar y el graznar de las gaviotas revoloteando sobre sus cabezas se han ido haciendo más nítidos. De pronto, sin saber bien a guisa de qué, Idilio Montano se incorpora, la mira a los ojos y se oye diciéndole que por qué nunca le ha hablado del joven que se mató de amor por ella.

Liria María deja de abanicarse por primera vez y le devuelve la mirada sorprendida.

—Claro que si no quiere contarme nada lo entenderé perfectamente —se apresura a decir él.

Ella cierra el abanico, lo deja sobre su falda y suspira hondo. Luego clava su mirada en un punto del horizonte y, metiendo las manos en la arena caliente, apuñándola y dejándola ir lentamente por entre los dedos, comienza a narrar aquella historia que aún la sigue atormentado en sus pesadillas. Al joven lo había visto por primera vez en la pulpería, una mañana en que la ayudó a llevar un saco de carbón demasiado pesado para ella. Desde esa vez no había dejado de pasar un solo día frente a su casa. Le dejaba papelitos escritos en la ventana diciéndole que estaba enamorado de ella y citándola en diversos lugares del campamento. Citas a las que, por supuesto, ella nunca fue. Hasta que una tarde de abril, en que él le había dejado una esquela pidiendo verla en la plaza «a la hora en que comienza a tocar el orfeón», al ver que ella ya no iría —el orfeón iba en su cuarto tema—, el joven apareció en su casa con un cartucho de dinamita atado al cuello. La llamó por su nombre desde la calle y cuando ella se asomó a la ventana, se hizo volar en pedazos ante sus ojos horrorizados.

Idilio Montano, emocionado, le toma la mano. Algo le quiere decir y sólo se queda mirándola en silencio. En esos momentos una bandada de gaviotas cruza chillando el cielo y los ojos húmedos de Liria María.

Que pese a lo triste del suceso, continúa ella, como hablando consigo misma, lo malévolo había sido que después se andaba comentando en la oficina que el difunto había sido su novio. Al parecer, por las noches, y sin ella saberlo, el joven se iba a parar junto a la ventana de su casa, en donde una vez fue sorprendido por un sereno del campamento. Este anotó en su Libro de Vigilancia que la señorita Liria María, hija de la viuda Gregoria Becerra, domiciliada en la calle tal, número tanto, conversaba con su novio a través de la ventana hasta altas horas de la noche. Aunque eso era mentira, ella y su madre se habían impresionado ante el hecho inadmisible de que existiese un libro de esa naturaleza en la Administración. Un libro en donde todo lo que la gente hacía o dejaba de hacer en el Campamento —incluso lo que decía o no decía— era anotado meticulosamente.

Idilio Montano le dice que en todas las salitreras existe un Libro de Vigilancia a través del cual se informa a los administradores de todo lo que ocurre en los campamentos: las peleas, los accidentes, los robos, los suicidios, los partos, las visitas, las fiestas, los enamoramientos, las bodas, los adulterios, las compras fuera de la pulpería y en general el comportamiento de cada uno de los trabajadores y sus familias, en la calle y dentro de sus propias casas. Y eso él lo sabe perfectamente, pues una vez, siendo un niño, junto a otros niños de su edad se había robado uno de estos libros en la Administración de San Lorenzo. Era un libro grande, de tapas duras y negras. Y él siempre se acordaba de dos informes anotados en sus páginas. Dos informes que lo habían impresionado particularmente porque hacían referencia a personas que él conocía, y que de tanto leerlos los había aprendido de memoria. Uno era el suicidio de un matrimonio que vivía a la vuelta de su casa y la anotación decía: «a las 8.15 horas p.m., el Jefe del Servicio Nocturno, Juan Ortiz, encontró dos cadáveres en la calle Sargento Aldea. Los cuerpos pertenecían a Jesús Eulogio Cortés de 37 años, natural de Canela de Mincha y su esposa María Aurora Guerrero, de 29 años, natural de Valparaíso. Para poner fin a sus días han utilizado dinamita, la que, encontrándose ambos acostados, se supone que colocaron entre el estómago de Jesús Eulogio y la espalda de la mujer, pues la explosión les destruyó a ambos las partes indicadas». El otro era un informe similar a lo que le había ocurrido a ella en la oficina Santa Ana. Éste tenía un título que decía: «Enamorados», y hablaba de un hombre que él siempre veía venir a casa a consultar a su abuela sobre cuestiones amorosas. Se trataba de un tipo bajito, vestido siempre de manera elegante. «El carbón se hace y el cabrón nace», le oía decir a su abuela cuando el hombre se iba. «A las 11.30 p.m. —decía el informe— se encontró en una ventana del Hospital al individuo de nombre Pedro Américo Osorio Andrade, conversando con la enfermera Alejandra Castillo, que es casada con el chino de la carbonería. La susodicha enfermera se hallaba sin la toca y con la bata a medio desabrochar. Osorio Andrade, trabaja en la maestranza y vive en la calle Lord Cochrane, número 4».

Liria María, que lo ha oído en silencio, mordiéndose los labios murmura con rabia que hasta los sentimientos quieren controlar estos gringos canallas. No les basta con ser dueños del sudor de los trabajadores y amos de su tiempo. «Estos desgraciados también quieren convertirse en dioses de sus pobres vidas miserables», dice enronquecida.

Idilio Montano, que jamás la había oído hablar de ese modo en los siete días y siete noches que lleva de conocerla, se da cuenta claramente que la muchacha está forjada en la misma fragua de su madre. Y eso lo enamora aún más.

De pronto, una gaviota blanquísima se posa en lo alto del pequeño montículo de arena, a dos metros de ellos. Sus redondos ojillos parecen espiarlos inquietos. Ella se la queda mirando con curiosidad. Él, risueño, dice que la gaviota tiene el mismo modo de mirar, así de medio lado, de una pulpera bizca que conoce en San Lorenzo. «Se llama Alamira Bellavista», dice. Ella sonríe, pero no cree que se llame así. Y cuando ambos, tratando de acercarse a la gaviota, haciéndole gracias con el abanico y llamándola por el nombre de Alamira, suben gateando la pequeña duna, caen en la cuenta de que están completamente solos. En toda la extensión de la playa no se ve un alma.

Ambos se miran con aire de complicidad. Ahora sí pueden bañarse libremente. Ella, entonces, luego de hacerse rogar un poco, le pide que se vuelva un momento para sacarse el vestido y luego sale corriendo hacia el mar. Él se desviste en dos tiempos y la sigue riendo y enredándose en los pantalones. Con el agua a la cintura, ríen felices de la vida.

El mar entero es suyo. El cielo, la nubes, los cerros, todo les pertenece. Ella en enaguas y él en camiseta y calzoncillos de tocuyo, juegan a tirarse agua alegremente. Se empujan, se abrazan, no paran de reír. En un instante, mirándose intensamente a los ojos, sienten que ya no pueden esperar más tiempo y se ciñen en un largo beso inmensurable. Sus labios saben a toda el agua del mar, a toda la sal del universo. Se sienten felices. El mundo es sólo de ellos. Extenuados de dicha, él la alza en los brazos y, sin dejar de besarla, la deposita suavemente en la orilla. Y allí, donde la playa no es agua ni arena sino una delgada lámina de cielo transparente, comienzan a amarse, tiernos, gozosos, febriles. Para ambos es la primera vez; para ambos es un milagro, una epifanía, una celebración. El mar entero es un santuario y ellos los sacerdotes oficiando la misa. Ella llora de amor. Él parece morir de felicidad.

Después, tendida de cara al cielo, temblando aún de amor, Liria María yace como si toda la languidez del mundo se hubiese alojado en su cuerpo de niña. Con la popelina de la enagua pegada a su piel blanquísima, besada apenas por el mar, tiene en su cuerpo el gesto de una sirena desmayada. Él, con toda la luz de la tarde convergiendo en sus ojos negros, la contempla en silencio. En esos momentos su corazón es un frágil volantín en vuelo sostenido por la pura brisa del amor de aquella niña tan dulce. Y se lo dice. Ella lo mira y piensa que la pasión le ha agregado más carbón a sus ojos negros. Como nunca antes habían amado, cada caricia y cada una de sus palabras de amor les resulta un descubrimiento nuevo, un asombro, una maravilla. Ellos dicen sol y el sol es el amor; dicen arena, y cada grano de arena se preña de amor, y al nombrar el amor la luz del día se repliega como una pantera encandilada.

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