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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (3 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Esa es otra visión que nunca olvidaré:
pater
, casi ciego por su ansia de hacer su trabajo, y el martillo cayendo, los golpes precisos mientras su mano izquierda giraba el bronce: golpe, giro, golpe, giro.

En un abrir y cerrar de ojos, era el cuenco de una copa. No la sagrada copa de un sacerdote, sino el tipo de copa que a un hombre le gusta llevar de viaje para demostrar que no es un esclavo, la copa que se usa para beber vino en un lugar extraño, que recuerda el hogar.

Fuera, las sombras se alargaban cada vez más.

En la fragua, el martillo hacía su ruido apagado contra el cuero.
Pater
lloraba. El sacerdote nos cogió a nosotros tres y nos llevó afuera. Yo quería quedarme y ver la copa. Ya podía ver la forma, podía
ver
que
pater
no había perdido su tacto. Yo tenía seis o siete años y solo quería ser un herrero como
pater
. Hacer una cosa de la nada: esa es la auténtica magia, sea en el seno de una mujer o en una fragua. Pero salimos afuera, y el sacerdote llevaba el tubo de bronce, Sopló por él un par de veces y después asintió como si se hubiera resuelto un rompecabezas. Me miró.

—Se te ocurrió ir a buscar esto —dijo.

No era una pregunta, por lo que no dije nada.

—A mí también tendría que habérseme ocurrido —dijo mi hermano.

Penélope se echó a reír.

—No en un año de días festivos —dijo; una de las expresiones de
mater
.

El sacerdote envió a un esclavo a por fuego del fogón principal de la cocina y lo puso en el hogar del patio. Ahí es donde
pater
encendía la fragua en pleno verano, cuando hacía un calor espantoso. Y él lo bendijo; era un hombre cabal y merecía su dracma de plata, a diferencia de la mayoría de los sacerdotes a los que había conocido, Bendecir el hogar exterior era algo que a
pater
ni siquiera se le habría ocurrido.

Después, aderezó su pequeña hoguera y nosotros tres nos afanamos por ayudarlo, recogiendo trozos de madera y de corteza por todo el patio. Mi hermano trajo una brazada de madera de cocina. Después, el sacerdote empezó a jugar con el tubo, soplando por él y mirando cómo brillaban y se enrojecían cada vez más las brasas y las llamas aumentaban de tamaño.

—Mmmm… —dijo varias veces.

He pasado gran parte de mi vida con sabios. He tenido suerte: allí donde he ido, los dioses me han favorecido con hombres que aman el estudio y, sin embargo, tienen tiempo de hablar con un hombre como yo. Pero creo que se lo debo todo al sacerdote de Hefesto. El nos trató a todos nosotros, unos niños, como a iguales y lo único que le preocupaba era aquel tubo y el efecto que producía en el fuego.

Hacía las cosas más extrañas. Estuvo andando por el patio hasta encontrar una paja entera de la pasada siega, que cortó limpiamente con un afilado cuchillo de hierro y la utilizó para soplar sobre las llamas. Produjo el mismo efecto.

—Mmmm… —dijo.

Vertió agua sobre el fuego e hizo vapor y se escaldó la mano, y maldijo y saltó sobre un pie. Penélope trajo a una de las niñas esclavas, que hizo un emplasto y, mientras le curaba la mano, él soplaba por el tubo sobre el fuego apagado… y no ocurrió nada, salvo que una estela de ceniza se levantó y acabó en mi quitón.

—yimmm
—dijo, y volvió a encender el fuego.

En la fragua, el sonido había cambiado. Podía oír el martillo más ligero de mi padre —cuando eres el hijo de un herrero, conoces toda la música de la fragua—:
tap-tap, tap-tap
. Estaba haciendo un trabajo delicado, grabando con un pequeño cincel, quizá. Yo quería ir y mirar, pero sabía que no sería bienvenido. Estaba con el dios.

Así que me quedé, en cambio, observando al sacerdote. Envió a Bion a por una pieza de cuero, que enrolló en un gran tubo, y sopló por él sobre el fuego, pero no pasó casi nada. Con la pieza de cuero, Bion y él hicieron un tubo realmente largo, tan largo como el brazo de un hombre adulto, y el sacerdote hizo que Bion soplara sobre el fuego. Bion hacía esto en la fragua y era experto en ello, y el sacerdote se quedó observando la acción del largo tubo sobre el fuego.

—Mmmm… —dijo.

Mi hermano se aburría. Hizo una lanza con leña y empezó a perseguirme por el patio, pero yo quería observar al sacerdote. Había aprendido a ser el hermano pequeño: le dejé que me diera en las costillas y no me quejé ni me enfrenté a él. Simplemente, seguí observando al sacerdote hasta que mi hermano se aburrió. No duraría mucho.

A mi hermano no le gustaba verse privado de su dominio.

—¿A quién le importa? —preguntó—. ¿El tubo hace que el fuego arda? Bueno, ¿y a quién le importa eso?

Me miró buscando mi apoyo. Tenía razón. Todos los hijos de un herrero aprendían a usar el tubo, igual que todos los esclavos.

El sacerdote se dio la vuelta hacia él como un jabalí hacia un cazador.

—Muchacho, ¿cómo dices que a quién puede importarle? Responde a esta adivinanza y la esfinge no te comerá:
¿por qué
el aire del tubo hace que el fuego sea más brillante, eh?

El martillo de
pater
decía ahora:
taptaptaptaptaptap
.

—¿A mí qué me importa? —preguntó Chalkidis, encogiéndose de hombros—. ¿Puedo irme a jugar? —preguntó.

—Vete con Aquiles —dijo el sacerdote.

Mi hermano se marchó corriendo. Mí hermana podría haberse quedado —estaba dando vueltas en la cabeza a algunas ideas, aunque fuesen cosas sin importancia—, pero
mater
la llamó para que llevara vino y ella fue rápidamente.

—¿Puedo tocar la lente? —pregunté.

El sacerdote alargó el brazo y la puso en mi mano. Él se volvió de nuevo hacia el fuego.

Era hermosa y, aunque hubiese dicho que no había nada mágico en ella, me emocionaba tocarla. Atraía el fuego del sol. Y era transparente, y profunda. Yo miraba las cosas a su través y era curioso. Había una hormiga deforme: unas partes más grandes y otras más pequeñas. El polvo adquiría textura.

—¿Se calienta en vuestra mano cuando atraéis el sol? —pregunté.

El sacerdote se sentó sobre los talones. Me miró como un agricultor mira a un esclavo que está pensando comprar.

—No —dijo—. Pero es una excelente pregunta —añadió, levantando el tubo de bronce—. Tampoco lo hace esto. Pero ambos hacen que el fuego brille más.

—¿Qué sentido tiene? —pregunté.

El sacerdote sonrió ampliamente.

—Ni idea —dijo—. ¿Sabes escribir?

Yo negué con la cabeza.

El sacerdote se acarició la barba y empezó a hacer preguntas. Me hizo cientos de preguntas, cuestiones difíciles acerca de los animales domésticos. Evidentemente, estaba examinando mi cabeza, tratando de ver si tenía alguna inteligencia. Yo procuré responder, pero tenía la sensación de estar fallando. Sus preguntas eran difíciles y él seguía y seguía.

Las sombras fueron agrandándose y mi padre empezó a cantar. En un año, no había oído su canto en la fragua; en realidad, a la edad que yo tenía, había olvidado que mi padre cantaba
siempre
cuando trabajaba.

Su canto llegaba de la fragua como el olor de una buena comida, primero suave y después más fuerte. Era la parte de la
Ilíada
en la que Hefesto hace la armadura de Aquiles.

La voz de mi madre llegó desde la exedra y se unió con la de
pater
en el patio. En estos días, nadie enseña a las mujeres a cantar la
Ilíada
, pero entonces todas las chicas del campo de Beocia la sabían. Y cantaban juntos. No creo que los hubiese oído nunca cantar juntos. Quizá él estuviese feliz. Quizá ella estuviese sobria.

Pater
entró en el patio con una copa en la mano. Debía de haberla bruñido él mismo, en vez de hacer que la bruñesen los chicos esclavos, porque brillaba como el oro a la última luz del sol.

Atravesó el patio cojeando e iba sonriendo.

—Mi regalo para ti y para el dios —dijo, entregando la copa al sacerdote.

Tenía una base plana —permítaseme decir que es algo difícil de conseguir cuando se redondea la copa— con lados inclinados y el borde limpiamente acabado. Había remachado el asa, un trabajo sencillo, pero hecho limpia y precisamente. Los remaches eran de plata y el asa, de cobre. Y en la copa había grabado una escena en la que podía verse a Hefesto siendo llevado al Olimpo por Dioniso y Heracles, cuando su padre, Zeus, aceptó que volviera. Dioniso era alto y fuerte y llevaba un quitón de lino, y en el bronce estaba grabado a martillazos cada pliegue. Heracles tenía una piel de león que
pater
había grabado de manera que parecía que tenía pelo, y el dios herrero estaba un poco bebido, feliz porque su padre le hubiera permitido regresar.

El sacerdote le dio la vuelta a un lado y a otro y después negó con la cabeza.

—Es un trabajo regio —dijo—. Los ladrones me matarían en la carretera por una copa como esta.

—Es tuya —dijo
pater
.

El sacerdote asintió.

—Al parecer, tus regalos son perfectos —dijo.

La copa daba testimonio de ello. Recuerdo mi sobrecogimiento al mirarla.

—Intacto por la furia de Ares —dijo
pater
—, debo más que la copa, sacerdote. Pero eso es lo que puedo pagar ahora.

El sacerdote estaba visiblemente turbado. Yo era un chico y pude ver su aturdimiento, tan evidente como había visto el miedo y la furia en Simón. Eso me hizo preguntarme de un modo completamente nuevo quién era mi padre.

Pater
llamó a Bion y Bion sirvió vino, vino barato, porque eso es lo que teníamos, en la nueva copa. Primero, el sacerdote oró al dios herrero e hizo una libación, y bebió; después, bebió
pater
y, a continuación, bebió Bion. Después, ellos me dieron la copa y bebí yo.

—Tu hijo, aquí presente, también tiene un regalo —dijo el sacerdote, mientras el vino nos calentaba el vientre.

—Es listo —dijo
pater
, y me alborotó el cabello.

Fue la primera vez que le oí decir tal cosa.

—Más que listo —dijo el sacerdote.

Bebió, miró la copa y se la pasó a Bion, que la llenó. El
co_
menzó a pasarla
y pater
le hizo una señal con la mano.

—Todos los sirvientes del herrero aquí, Bion —dijo él.

Así que Bion bebió de nuevo. Y permíteme que te diga que, cuando llegaron los tiempos difíciles y Bion permaneció leal, fue por esa razón:
pater
era justo. Justo y recto, y los esclavos lo sabían. Algo que debes recordar cuando te sientas tentada de coger alguna pequeña rabieta, ¿eh, señorita? ¡Que el pelo se te caiga en tu comida y una meada en tu vino si los maltratas! ¿Entendido?

En todo caso, bebimos un rato más. Se me subió a la cabeza. El sacerdote le pidió a
pater
que pensara en trasladarse a Tebas; dijo que haría una fortuna haciendo trabajos como este en una auténtica ciudad.
Pater
se encogió de hombros. El gozo de la obra se lo estaba llevando el vino.

—Si hubiese querido ser tebano —dijo—, me hubiese ido allí cuando era joven.

Hizo que la palabra
tebano
sonase mal, pero el sacerdote no se ofendió.

Después, el sacerdote se volvió hacia mí.

—Este chico tiene que aprender a leer y a escribir —dijo.

Pater
asintió.

—Es bueno que un herrero sepa leer y escribir —convino.

Mi corazón se disparó. Yo solo
solo
quería ser hertero.

—Yo podría llevarlo a la escuela —dijo el sacerdote.

Pater
negó con la cabeza.

—Eres un buen sacerdote —dijo—, pero mi hijo no será un
país
en Tebas.

El sacerdote tampoco se ofendió.

—Tú no vas a enseñar al chico por tu cuenta —dijo, sin emplear un tono de pregunta.

Pater
me miró, asintiendo.

—No —dijo—. Es mi maldición: no tengo tiempo para ellos. Enseñar lleva demasiado y me enfado cada vez más —añadió, encogiéndose de hombros.

El sacerdote asintió.

—Arriba, en la montaña, está la tumba de un héroe con un sacerdote —dijo.

—Leito —dijo
pater
—. Fue a Troya. El sacerdote es Calcas, un borracho, pero un buen hombre.

—¿Sabe escribir? —preguntó el sacerdote.

Pater
asintió.

A la mañana siguiente, me levanté al alba para ver partir al sacerdote. Sostuve su mano en el patio mientras él daba gracias al dios y a
pater
por su copa, y
pater
estaba feliz. Recordó a
pater
que yo tenía que aprender a escribir y
pater
hizo un juramento no solicitado, y así se hizo. Yo no estaba seguro de lo que pensaba, pero esa era la forma de actuar de
pater
: lo que mereciera la pena hacerse, se hacía.

El sacerdote fue hasta la cancela y bendijo a Bion.
Pater
tomó su mano y fue a su vez bendecido.

—¿Puedo saber tu nombre, sacerdote? —preguntó.

En aquella época, los hombres no siempre se decían sus nombres.

El sacerdote sonrió.

—Soy Empédocles —dijo.

Pater
y él se dieron las manos al modo de los iniciados. Después, el sacerdote se me acercó.

—Serás un filósofo —dijo.

Estaba completamente equivocado, pero fue bonito oírlo a la edad de seis o siete años, o los que yo tuviera entonces.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Arímnestos —respondí.

2

E
stando en Heraclea, donde gobernamos la Propóntide desde la época de las tribus salvajes, quizá te parezca raro que, en Beoda, dos ciudades que están a distancia de un día puedan ser enemigas inveteradas, Es cierto, gastamos las mismas bromas y adoramos a los mismos dioses, y todos leemos a Homero y Hesíodo, elogiamos a los mismos atletas y maldecimos del mismo modo, pero Tebas y Platea nunca fueron amigas, Los tebanos eran grandes, pulcros y metían sus grandes narices donde no queríamos. Tenían una «federación», una extraña forma de decir que gobernaban todo, que los antiguos sistemas podían irse al Tártaro y que todas las polis pequeñas tenían que limitarse a obedecer.

Yo tenía entonces cinco años, o quizá seis, cuando
pater
se fue y regresó herido; los hombres de Tebas se llevaron la mejor parte. No atacaron nuestros huertos ni quemaron nuestras cosechas, pero nosotros nos sometimos y ellos obligaron a la pequeña Platea a aceptar
sus
leyes.

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