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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (25 page)

BOOK: Reamde
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Esto (mantener feliz a Ivanov, contener su paranoia bajo control) era un aspecto del problema en el que Peter y Csongor evidentemente no habían estado pensando mucho, y se la quedaron mirando. Zula contuvo un arrebato de leve irritación.

—En términos de dirección, hay medidas que podemos tomar para fijar expectativas y mostrar progreso hacia un objetivo.

Ellos no supieron si estaba bromeando. Ella misma no estaba segura.

¿Por qué estaba molesta con los dos?

Porque estaban intentando resolver el problema de localizar al Troll. Lo cual podría haber sido problema de Ivanov, pero no de ellos. Su problema era Ivanov.

Si conseguían localizar al Troll, tendrían un problema peor: serían cómplices de un complot de asesinato.

Pero no creó más problemas, porque había algo en el plan que le gustaba: los sacaría a la calle, donde podrían poder pedir ayuda o incluso escapar. No tenía muy claro qué les sucedería si acudían a la policía y admitían que habían entrado en el país sin visado, pero era improbable que fuera peor que lo que Ivanov tenía en mente.

Durante la conversación, había estado observando a Sokolov por el rabillo del ojo. Todavía tenía un documento en el regazo, pero no había pasado ninguna página desde hacía un buen rato. Seguía haciendo callar a los miembros de su pelotón, a veces furiosamente. Los estaba escuchando a ellos, tratando de seguir la conversación.

—¿Cree que nos permitirán salir a la calle sin más?

—Esa es la cuestión —admitió Csongor.

—Tienen que hacerlo si quieren encontrar al Troll —dijo Peter.

—Entonces intentaré venderlo —dijo Zula—. Intentaré hacerle comprender que es la única forma.

Y se aseguró de que Sokolov oyera sus palabras.

En Csongor, Zula había empezado a reconocer algo que también había visto en Peter y que, de hecho, probablemente explicaba que se hubiera sentido atraída hacia Peter en primer lugar. Ninguno de los dos tenía una gran educación formal, ya que cada uno había decidido, durante sus últimos años de adolescencia, simplemente salir al mundo y empezar a hacer algo. Y cada uno de ellos se había abierto paso desde allí, a veces con buenos resultados y a veces con malos resultados. Por tanto, ninguno de los dos tenía gran cosa en cuestiones de dinero o de prestigio. Pero cada uno de ellos tenía una especie de confianza en sí mismo que no se encontraba a menudo en los jóvenes que habían seguido el camino recomendado del instituto a la facultad y la formación de posgrado. Si hubiera querido ser cruel o sarcástica al respecto, Zula habría emparejado a aquellos muchachos meticulosamente acicalados con fetos superdesarrollados, esperando interminablemente el momento de nacer. Lo cual estaba perfectamente bien dado que las universidades estaban bien surtidas de mujeres fetales. Pero tal vez por su pasado en campos de refugiados y la muerte prematura de su madre adoptiva, no podía lograr interesarse en aquellos hombres. La cualidad que había visto en Peter y ahora veía en Csongor era (y dio un respingo ante la palabra, pero parecía haber poco sentido tratando de distanciarse de ella a través de capas de ironía autoconsciente) masculinidad. Y eso era bueno y malo. Veía la misma cualidad en algunos hombres de su familia, sobre todo en el tío Richard. Y lo que sabía de él era que básicamente era un buen hombre, que había hecho unas cuantas locuras, había hecho daño a alguna gente y se había sentido mal al respecto, que había tenido suerte, que moriría por protegerla, y que sus relaciones con las mujeres, en general, no habían salido bien.

El avión descendió durante un rato y luego dibujó una serie de giros que parecían una maniobra previa al aterrizaje. En media hora más se habría puesto el sol, pero en ese momento la luz brillaba casi en horizontal sobre el paisaje que tenían debajo, proyectando sombras distintas y dando relieve a las masas de tierra y los edificios. Que hacía calor y humedad era evidente incluso desde allí arriba. La orografía era asombrosamente complicada: un montón de penínsulas de muchas extensiones estirándose hacia un puñado de islas grandes y pequeñas en una bahía formada por la confluencia de al menos dos grandes estuarios. Con la excepción de algunas sedimentaciones y placas de tierra artificial en torno al borde del agua, las masas de tierra tendían a ser empinadas, montañosas, y verdes. Mientras descendían resultó fácil detectar Xiamen, que era una isla casi circular, separada de tierra firme por estrechos tan angostos que habían tendido puentes modernos para conectarla con lo que parecían ser barrios industriales.

Era con diferencia la isla más grande de la bahía, con la excepción de una, más alejada del continente, que rivalizaba en tamaño si no en población. Pues la isla redonda de Xiamen estaba casi completamente desarrollada, y solo las zonas más elevadas del interior continuaban verdes. La gran isla al este tenía forma de esponja apretujada hacia la mitad. Tenía algunas zonas edificadas, pero eran dispersas, poblaciones pequeñas separadas por amplias regiones planas dedicadas a la agricultura. Otras partes eran montañosas y parecían salvajes, aunque se veían carreteras serpenteantes y algunas curiosas instalaciones, repletas de cúpulas y antenas.

—Eso es la isla taiwanesa, ¿no? —dijo Zula.

—Yo diría que sí —contestó Csongor—. Todo eso es zona militar: parece la basura que los soviéticos construían en Hungría.

Otra isla más pequeña pasó bajo su ala. También estaba notablemente subdesarrollada comparada con todo lo demás.

—La otra —dijo Csongor—. Una es Quemoy, la otra es Matsu. No sé cuál es cuál.

Momentos después estaban sobre Xiamen, y después de una serie de virajes se prepararon para aterrizar.

El avión no se dirigió a la terminal, sino hacia una parte más apartada del aeropuerto que estaba repleta de otros pequeños jets privados, y fue necesario pasar antes una docena de ellos antes de encontrar un lugar donde aparcar. Zula, naturalmente, no tenía ni idea de qué aspecto tenía la terminal de jets privados de Xiamen un día normal, pero la escena que se presentó ante la ventana le pareció extremadamente bulliciosa. Más allá de la verja de seguridad, había tantos coches negros intentando situarse que era necesario que hombres de uniforme lo controlaran agitando los brazos y haciendo sonar silbatos. Algunos coches fueron admitidos a la pista para detenerse junto a los jets aparcados.

Los asesores de seguridad se habían interesado en lo que pasaba y apretaban las caras contra las ventanillas.


Germaniya
—dijo uno de ellos.


Yaponiya
—dijo otro.

—Nombres de países —explicó Csongor. Zula estaba al otro lado del avión y no podía ver bien—. Algunos de esos aviones pertenecen a gobiernos. Allí está el suyo.

Y se apartó de una ventanilla y señaló hacia el que tenía las letras ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.

—¿Qué está pasando? —preguntó Zula.

Csongor se encogió de hombros.

—¿Algún tipo de conferencia, tal vez?

—Taiwán —dijo Peter—. ¡He oído hablar de esto! ¡Tiene algo que ver con Taiwán!

Zula se quedó atónita, no por escepticismo, sino porque normalmente Peter no estaba tan puesto en los sucesos.

—Slashdot.
[04]
Ha habido algún tipo de revuelo, conectado con esto. Ataques de negación de acceso contra ISP taiwanesas que salían de China.

—¡De acuerdo, sí! He oído algo al respecto —dijo Csongor—. Mantienen charlas diplomáticas. Pero no sabía que tenían lugar en Xiamen.

Pero esto fue lo último que vieron antes de que Sokolov ordenara que bajaran todas las pantallas.

Después de que se detuvieran, Ivanov salió de la cabina de popa, hablando por teléfono, y salió del avión.

Apagaron todas las luces y permanecieron allí sentados durante una hora antes de que Zula se quedara dormida.

Cuando despertó, todavía estaba oscuro. Había gente de pie y moviéndose, pero no hablaban. Todos cogían sus cosas. Zula los imitó. Sokolov estaba de nuevo ante la puerta de la cabina del piloto, dando una palmada a sus hombres en el hombro a medida que iban saliendo.

Csongor, que llevaba un reloj de pulsera, dijo que habían pasado seis horas desde que el avión aterrizó.

Cuando Zula llegó al final del pasillo, Sokolov extendió la mano para detenerla, y luego le entregó un pequeño bulto. Olía a ropa nueva. Ella lo cogió con las dos manos y lo desenvolvió. Era una sudadera de capucha negra impresa con el nombre de un diseñador de moda, descaradamente falsificada.

—No es mi estilo —dijo.

—Más tarde le buscaremos un abrigo de pieles —respondió Sokolov.

Zula lo miró a los ojos. Él tenía tal vez la mejor cara de póker que había visto jamás: no podía deducir el menor atisbo de que estuviera haciendo alarde de humor seco, de sarcasmo cruel, o si en efecto pretendía conseguirle un abrigo de pieles.

—Tampoco es mi estilo.

Él se encogió de hombros.

—Póngase esto: ya nos preocuparemos por el estilo más tarde.

Zula se puso la sudadera. Él extendió la mano tras su espalda, cogió la capucha, y se la puso sobre la cabeza. Luego la echó hacia delante para cubrirle la cara. Entonces le dio una palmada en el hombro para hacerle saber que podía continuar. De un modo extraño que hizo que Zula se odiara a sí misma, le gustó la sensación de la palmada.

Al bajar las escalerillas, vio que las dos furgonetas esperaban junto al avión. De pie junto a la primera estaba un asesor de seguridad, vigilándola con atención. Al pie de las escaleras había otro, que no la tocó pero se le acercó mientras se dirigía a la furgoneta.

Le indicaron el asiento trasero, donde se sentó entre dos asesores que se aseguraron de que su cinturón estuviera bien ajustado. Csongor acabó delante de ella y Peter, al parecer, iba en la otra furgoneta.

Sokolov dio una orden. Las furgonetas se pusieron en marcha, atravesaron una verja en la barrera de seguridad y salieron a la carretera del aeropuerto. Un Mercedes negro se detuvo ante ellos. Zula seguía esperando el momento de llegar a un puesto de control, pero eso no sucedió. No los controló nadie. En un momento determinado se mezclaron con el tráfico de una carretera. Estaban en China.

Chet tenía que ir a Elphinstone para comprar suministros para el cierre del Mes del Barro, así que llevó a Richard hasta el aeropuerto de una sola pista de la ciudad. Un avión de hélice y motores gemelos le estaba esperando allí, y Chet, que conocía lo que había que hacer, simplemente se acercó a él, bajó la ventanilla, e intercambió algunas palabras con el piloto mientras Richard sacaba su maleta de la parte trasera de la camioneta y la metía por la diminuta puerta del avión. Treinta segundos más tarde estaban en el aire. Richard, que hacía este viaje un par de docenas de veces al año, había establecido un acuerdo con una compañía aérea del barrio de Renton, y por eso todo esto era completamente rutinario. La cantidad de tiempo que pasaría en el aire era menor que la que algunos empleados de la Corporación 9592 pasarían en sus coches esta mañana, atascados en los puentes flotantes o detenidos tras los guardabarros de otros coches.

El primero y el tercer tercio de la ruta fueron completamente sobre montañas. El tercio central atravesó la cuenca irrigada en torno a la presa de Gran Coulee. No importaba cuántas veces la sobrevolara Richard, siempre le sorprendía ver el terreno alisado de repente y desarrollar una retícula rectilínea de carreteras perpendiculares que se entrecruzaban, igual que en el Medio Oeste. Antes, la pauta quedaba impuesta en fragmentos dispersos sobre mesetas agrietadas que separaban valles montañosos, pero ahora fluían para formar una parrilla coherente que se extendía hasta toparse con parte del terreno que era demasiado accidentado y escabroso para poder ser sometido a semejante tratamiento. El único aspecto en que estos cuadrados verdes diferían de los del Medio Oeste era que aquí muchos de ellos tenían círculos de verde, las marcas de los sistemas de irrigación por aspersor central.

Richard nunca podía mirarlos sin pensar en Chet. Pues Chet era también un chico del Medio Oeste y había crecido en una ciudad pequeña en la parte oriental perfectamente cuadriculada de Dakota del Sur, donde sus amigos y él habían formado una pandilla protomotera para montar artilugios caseros hechos con motores de segadoras. Más tarde pasaron a motos de cross y luego a motocicletas de verdad. La falta de disposición del mundo para suministrarle a Chet todos los recursos que necesitaba para mantener y mejorar su flota de motos lo llevó al negocio de trapichear con marihuana, cosa que debía ser oscura y peligrosa en aquella época, pero que ahora, en los tiempos del cristal de meta, parecía tan íntegro como dirigir un puesto de limonada. Chet había hecho un montón de kilómetros recorriendo esas carreteras entrecruzadas, que prefería a las carreteras estatales y las interestatales ya que había menos tráfico y menos presencia policial.

Una noche de 1977 viajaba camino del sur tras un lucrativo encuentro en Pipestone, Minnesota. Era una cálida noche de verano; la luna y las estrellas habían salido. Se apoyó contra el respaldo de su máquina y dejó que el viento le agitara la larga melena y metió el puño. Luego despertó en un hospital en Minneapolis en febrero. Como los terapeutas le explicaron lentamente, el perro de un granjero lo había encontrado en medio de un maizal. Parecía que su viaje nocturno había terminado con un súbito giro al oeste en una encrucijada. Incapaz de completar el giro, voló directamente hasta el maizal, a unos ciento cuarenta kilómetros por hora. El maíz, que tenía dos metros de altura en esa época del año, lo había detenido de forma más o menos razonable, y por eso había recibido sorprendentemente pocas heridas. Los largos pero fibrosos tallos se habían roto y astillado cuando los atravesaba, pero su indumentaria de cuero había desviado la mayoría. Por desgracia, no llevaba casco, y una astilla le entró directamente por la fosa nasal izquierda hasta el cerebro.

La recuperación fue lenta. Chet recuperó casi todas sus funciones cerebrales. No había perdido ninguna de sus habilidades, a menos que la discreción y la sociabilidad contaran, así que dedicó gran parte de su atención a la cuestión de por qué los escrupulosos delineantes que habían trazado las secciones de las carreteras hacía cien años habían sido tan estrictos al fijarse a la estructura de cuadrícula y sin embargo habían insertado perversamente aquellos ocasionales giros laterales. Al examinar los mapas, advirtió que los giros solo se producían en las carreteras norte-sur, nunca en las este-oeste.

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