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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (24 page)

BOOK: Reamde
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—¿Quién es Ivanov? ¿Qué hacía Wallace para él? —preguntó.

Csongor se acomodó en su asiento, sintiéndose cansado de pronto, y se frotó los ojos.

—Llevaba seis años trabajando para esta gente y nunca había visto a Ivanov. Entonces apareció en Budapest un día y me llevó a un partido de hockey y a cenar, y luego quedó claro quién era realmente el jefe.

—Pero ya era demasiado tarde.

—Sí. Yo sabía ya demasiado y todo eso. En Rusia hay unos cuantos grupos similares al de Ivanov. Algunos son de etnia rusa. Ivanov pertenece a uno de ellos. Otros son checos o uzbekos o lo que sea. Los rusos son muy antiguos, y se remonta quizás a Iván el Terrible. Si eres miembro de uno de esos grupos, vives toda tu vida dentro.

Peter hizo una mueca.

—Eso no es decir mucho.

—¿Cómo dices?

—Si eres de la mafia, tu esperanza de vida es... ¿cuánto, treinta años?

—Al contrario —dijo Csongor—. Precisamente porque tantas de sus actividades son rutinarias y aburridas, muchos de los miembros mueren de viejo. Y ese es el problema.

—¿Qué problema?

—Es un problema para Ivanov, quiero decir.

—¿Y eso?

—Estos grupos siempre han tenido por costumbre tener un fondo llamado el
obshchak,
que es un fondo común de dinero que usan para todo tipo de cosas, incluyendo prestaciones.

—¿Prestaciones? ¿Me está diciendo que los gangsters rusos tienen seguro dental?

Csongor se encogió de hombros.

—No veo por qué le sorprende tanto. Si a un tipo le duelen las muelas hay que atenderlo, no importa cómo se gane la vida. En el sistema de estos grupos, el dinero para el dentista se saca del
obshchak.
Cuando un miembro llega a la edad de jubilación, el
obshchak
cuida de él. Y, naturalmente, el
obshchak
también se emplea para financiar —Csongor echó un vistazo en derredor— operaciones.

—Así que ahora mismo somos invitados del
obshchak
—dijo Peter.

—Sí, pero no creo que seamos invitados autorizados —replicó Csongor.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que Ivanov está robando los fondos que se usan para alquilar este avión —dijo Csongor—. Porque estos tipos no actúan así. Son inversores extremadamente conservadores en su mayor parte. No hacen locuras como esta.

Peter bufó.

—Un fondo de pensiones es un fondo de pensiones —dijo Zula.

—Precisamente —dijo Csongor, volviéndose hacia ella—. La mayor parte del
obshchak
se invierte en instrumentos financieros adecuados. Wallace, no sé cómo expresarlo, es...

—¿Administrador monetario?

—Es el que administra a los administradores monetarios —dijo Csongor—. Distribuye los fondos de sus clientes entre diferentes administradores profesionales, evalúa su actuación, mueve dinero de una cuenta a otra según sea necesario.

—No es todo lo que hace —dijo Peter—. Cuando lo conocí, me compró números robados de tarjetas de crédito.

—Eso no es habitual en Wallace.

—Me dio esa impresión.

—El jefe de Wallace es, era, Ivanov. Creo que Ivanov cometió algunos errores. Del dinero que controlaba, parte se suponía que iba a ser invertido legítimamente. Se lo confió a Wallace. Otras cantidades fueron dedicadas a planes que llamaríamos crimen organizado. Solo puedo suponerlo, pero creo que Ivanov se metió en problemas.

—Algunos de sus planes fracasaron —dijo Zula.

—O tal vez simplemente se apropió del
obshchak
—repuso Csongor—. Tal vez no era el hombre adecuado para manejar ese dinero.

Peter se echó a reír.

Csongor se permitió un levísimo atisbo de sonrisa y continuó:

—Las cifras cuatrimestrales no eran buenas. Supo que tenía problemas, que tenía que correr algunos riesgos para poder aumentar esas cifras. Los tipos como él tal vez son adictos a correr riesgos de todas formas. Wallace y él establecieron algunas transacciones complicadas y al mismo tiempo invirtieron parte del dinero que Wallace controlaba en planes como sus números de tarjetas de crédito robadas. Cuando Wallace perdió todos sus archivos...

—El castillo de naipes se vino abajo —dijo Zula.

—Sí.

—¿Entonces por qué no han ido todavía a por Ivanov?

—No lo saben —contestó Csongor—. Ivanov tiene cuartelillo y se ha movido a gran velocidad. Para cuando sus jefes sepan que está pasando algo raro, estaremos en Xiamen.

—Así que vamos a Xiamen —dijo Zula.

—Es lo que me dijeron. A encontrar al Troll.

—¿Van a matarnos?

Csongor se lo pensó demasiado tiempo para el gusto de Zula.

—Creo que depende de Sokolov.

—¿Qué pasa con él?

—Es otro contratista privado, como Wallace. Pero se dedica a seguridad.

—Me da miedo incluso preguntar por su historia.

—Dos veces héroes —dijo Csongor—. Una vez en Afganistán y otra en Chechenia.

—Militar —tradujo Peter—. No es un gangster.

—Es un poco, cómo lo diríamos, una puerta giratoria. Es complicado.

—Pero si es cierto que Ivanov ha picoteado de la reserva —dijo Zula—, entonces un militar no va a aprobar eso, ¿no? No tiene que seguir cumpliendo órdenes si está claro que su jefe se ha vuelto loco.

—No conozco a Sokolov —fue todo lo que dijo Csongor.

Sokolov subió a bordo y luego retrocedió hacia la cabina para dejar pasar a los otros. Uno a uno, los asesores de seguridad, rusos y con el pelo corto, subieron a bordo y se repartieron por la cabina siguiendo sus indicaciones. Eran más jóvenes que él, pero no exactamente jóvenes: sus edades parecían oscilar entre los veintitantos a los treinta y tantos. Todos tenían rostros interesantes, pero Zula no tuvo ganas de observarlos directamente porque no quería que la pillaran mirando. Peter, Zula y Csongor pudieron conservar su propio espacio a popa. La gente de Sokolov llenó los demás espacios disponibles y, cuando todos los asientos estuvieron ocupados, se sentaron en el suelo del pasillo. Había siete, incluido Sokolov.

Un coche aparcó junto al avión. Los dos pilotos rusos subieron a bordo y empezaron a rellenar el papeleo. Subieron más cosas del vehículo a la bodega de carga, y cuanto esta estuvo llena, metieron en la cabina de pasajeros material adicional y lo colocaron donde cupiera. Ivanov subió a bordo, oliendo a alcohol, y entró en su compartimento al fondo. Sokolov le tendió a Zula una bolsa que contenía un par de zapatillas Crocs, unas cuantas camisetas, y ropa interior.

Los pilotos cerraron la puerta. Sokolov ordenó bajar las pantallas de las ventanillas. El avión entró en pista, despegó al norte y viró hacia el sur. Varios minutos más tarde, mientras ascendían, Zula pudo echar un buen vistazo a lo que consideró que era Vladivostok: una ciudad portuaria de gran tamaño construida alrededor de una larga cala, en forma de dedo doblado, al final de una gruesa península.

Volaron en silencio durante un rato. Los asesores de seguridad fumaban: una conducta que Zula nunca había visto a bordo de un avión.

—Bueno, si vamos a buscar al Troll, tal vez deberíamos trazar un plan —sugirió Csongor.

Los asesores de seguridad lo miraron con curiosidad, pero luego su atención empezó a dispersarse y comenzaron a hacer comentarios secos y chistes en ruso. De vez en cuando Sokolov les decía que se callaran y ellos permanecían en silencio durante un rato. O tal vez Sokolov prohibía ciertos temas de conversación. Zula prefería no especular cuáles podían ser estos temas.

—Bueno, para empezar, ¿sabe usted algo de Xiamen? —preguntó.

—Tuve la oportunidad de buscar un poco en Google —dijo Csongor.

—Nosotros no —respondió Peter.

—Es un sitio curioso —dijo Csongor—. Un poco como Hungría.

—¿Y eso qué significa?

—Demasiados vecinos.

—Yo nunca lo había oído mencionar hasta ayer —dijo Zula.

—Es el lugar de los guerreros de terracota, ¿no? —pregunto Peter.

—Está pensando en Xi’an —dijo Csongor, con una sonrisa triste que indicaba que él había cometido el mismo error—. Eso está tierra adentro. Xiamen está en la costa. Un poco más arriba de Hong Kong. Directamente frente, como lo llaman, a una pequeña extensión de agua...

—Un estrecho —dijo Zula.

—Sí, frente a Taiwán. Xiamen es el sitio por donde la plata española entraba en China. Los españoles llevaban galeones desde México a Manila, y desde allí, los mercaderes chinos lo llevaban hasta Xiamen, y luego remontaban el río Nueve Dragones hasta el interior. Pero los holandeses lo descubrieron, y por eso el lugar se pobló de piratas holandeses que se ocultaban tras todas las pequeñas islas y salían a robar la plata. Cuando no hacían eso, robaban al pueblo chino. Entonces llegó Zheng Chenggong y los espantó. Fue un hombre sorprendente. Su madre era japonesa. Su padre era un pirata chino. Nació en Japón. Pero fue criado por antiguos esclavos musulmanes, liberados por su padre; por eso alguna gente piensa que era musulmán en secreto. Expulsó a los holandeses de Taiwán y la hizo formar parte de China de nuevo. Es un héroe tanto para los chinos continentales como para los taiwaneses. Hay una estatua enorme de él en Xiamen.

—¿Y esto con qué se relaciona con nuestro problema? —preguntó Peter, haciendo un exagerado alarde de paciencia.

Csongor le dirigió una mirada apreciativa.

—Como decía, solo tuve acceso a Internet durante unos pocos minutos. Lo suficiente para descargar algunos libros antiguos. Luego me cortaron la señal. Así que he estado leyendo los libros en el avión.

—Así que toda su información procede de libros antiguos —dijo Peter.

—Sí. Pero hay un detalle, y es que las relaciones entre Xiamen y Taiwán son muy antiguas y complicadas. ¡Justo en la bahía de Xiamen hay dos islas que pertenecen a Taiwán! Hay menos de diez kilómetros desde Xiamen, pero son parte de un país distinto y durante la Guerra Fría el Ejército Rojo las bombardeaba constantemente con fuego de artillería.

—Vale, comprendo que Xiamen tiene todo tipo de relaciones con Manila, Hong Kong y Taiwán, es un puerto importante, etcétera —dijo Zula—. ¿Todo esto es solo información turística o nos dice algo en relación al Troll?

Csongor se encogió de hombros.

—Tal vez no respecto al Troll, sino respecto a nosotros. A nuestra situación. Intentaba descubrir cómo nos iban a meter estos tipos en el país. Hace falta un visado para entrar en China. ¿Lo sabían?

—No —dijo Zula, y Peter negó con la cabeza.

—No es difícil pero se tarda algún tiempo, hay que hacer papeleo, enviar el pasaporte. Obviamente, nosotros no tenemos visado. Así que me preguntaba cómo van a meternos estos tipos en el país.

Zula y Peter observaban intensamente a Csongor, esperando el remate.

—Preguntan por qué esto es relevante para nosotros. La respuesta, creo, es que si intentaran llevarnos a algún lugar del interior del país resultaría un poco más difícil. Pero Xiamen es famoso por el contrabando y la corrupción. Algo así como el diez por ciento de todos los artículos extranjeros que se venden en China entran en el país de contrabando. Tradicionalmente gran parte del contrabando se hace a través de Xiamen. Hubo una gran conmoción hace diez años.

—Conmoción —dijeron Peter y Zula al unísono.

—Sí. Muchos funcionarios fueron ejecutados o enviados a la cárcel. Pero sigue siendo el tipo de lugar donde un hombre como él —Csongor, sin querer pronunciar el nombre, dirigió la mirada hacia la puerta del compartimento de Ivanov—, podría hacer conexiones con funcionarios locales que controlan puertos, aduanas, y demás, y conseguir meter de contrabando, digamos, cargamento humano.

—Bien, supongamos que tiene razón y puede meternos —dijo Peter—. ¿Qué hacemos entonces?

Csongor reflexionó unos instantes. No solo el problema técnico de encontrar al Troll, sino tal vez qué podía decir en voz alta. Ivanov no podía oírlos a través del mamparo, pero los asesores de seguridad sí, y al menos uno de ellos (Sokolov), hablaba algo de inglés. Mientras hacía estos cálculos su cabeza permaneció inmóvil, vuelta con respecto a los rusos, pero sus ojos fluctuaban de un modo que Zula encontró enormemente expresivo.

—La dirección con la que estamos trabajando —empezó a decir, refiriéndose, como entendió Zula, al cuádruple con puntos escrito en la palma de la mano de Sokolov.

—Es parte de un bloque enorme controlado por una ISP —dijo Peter—. Es lo que sabemos.

—¿Y si intentáramos estrecharlo geográficamente? —propuso Csongor.

—No podemos irrumpir exactamente en la sede de la ISP e interrogar a sus administradores de sistemas... —dijo Peter, siguiendo la línea de pensamiento de Csongor.

—Pero esos administradores deben de tener algún plan para asignar todas esas direcciones a diferentes partes de la ciudad —dijo Csongor—. Puede que no esté perfectamente ordenado, pero...

—Pero probablemente no será aleatorio —dijo Peter—. Al menos podríamos hacernos una idea.

Ahora le tocó a Zula el turno de sentirse como un cero a la izquierda, pero trabajar en una compañía tecnológica le había enseñado que era mejor hacer la pregunta que seguir la corriente fingiendo que entendías.

—¿Cómo vamos a conseguir esa información? —preguntó.

—Pateando aceras —dijo Peter, y miró a Csongor en busca de confirmación.

Zula pudo ver por la expresión del rostro de Csongor que no estaba familiarizado con la frase.

—¿Saliendo a la calle y haciendo qué? —preguntó.

—He oído que tienen cibercafés por todas partes —dijo Peter—, y si eso es cierto, deberíamos poder entrar, pagar dinero, conectar con un ordenador, y comprobar su dirección IP. La anotamos y pasamos al siguiente cibercafé.

—O podíamos hacer wardrive.

Zula estaba vagamente familiarizada con el término: ir en coche con un portátil buscando y conectando con redes wi-fi no seguras.

—Habitaciones de hotel —asintió Peter.

—O solo vestíbulos.

—Entonces podríamos construir un mapa que nos de una imagen de cómo la ISP ha ubicado su dirección IP alrededor de la ciudad. Y eso debería poder permitirnos centrarnos en un barrio concreto donde viva el Troll. Tal vez, si tenemos suerte, un cibercafé concreto que el Troll utilice.

Zula reflexionó.

—Lo que me gusta —dijo—, es que es sistemático y gradual, y por eso debería demostrar a nuestro anfitrión que estamos trabajando en el problema de manera firme y con resultados.

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