Cuando la ve por primera vez en casa de la gran duquesa Militza, Rasputín adivina en seguida en ella la agitación de una naturaleza inquieta dada a los signos del más allá. Representa exactamente el tipo de mujeres que buscan su enseñanza. Pero él estima no tener nada en común con los charlatanes que hasta entonces han desfilado ante ella. Al contrario, él está dotado por Dios de un verdadero poder sobre los seres. Si lo dudara, el testimonio de los eclesiásticos que lo han distinguido bastaría para convencerlo de su vocación. Lamenta que la Emperatriz, que es seguramente una dama de clase, no recurra a él para que la libre de sus penas y sus angustias. Su método es simple. Mientras que la mayoría de los pretendidos sanadores imponen las manos o hacen pases magnéticos, él se contenta con orar con mucha intensidad pensando en el hombre o la mujer que se ha prometido a sí mismo salvar. Toma sobre sí el mal de aquellos que solicitan su ayuda. Los alivia de su fardo cargándolo sobre sus propios hombros. Por lo tanto, no es un médico cualquiera del espíritu sino un intercesor que tiene la suerte de saber atraer la atención del Señor sobre las miserias de aquí abajo. Al menos es así como se considera, sin orgullo ni falsa humildad. Lo que le interesa es el combate de las almas. Pues el alma manda al cuerpo. Y quien alivia el alma alivia el cuerpo por añadidura.
Esta toma de conciencia de sus facultades excepcionales incita a Rasputín a decirse que el Zar y la Zarina, decididamente, ya no pueden privarse de su mediación ante Dios. En este momento son como dos náufragos sacudidos por la tempestad. Las huelgas en San Petersburgo, las sediciones en Moscú, la huida de los ministros, la agitación charlatana de la Duma, todo irrita la opinión pública y, de rebote, atormenta a los soberanos. Rasputín no se ocupa en absoluto de política, pero no puede permanecer indiferente ante la confusión en que imagina sumida a la pareja imperial ante las dificultades de la hora.
Por fin, en julio de 1906, le es dado encontrar varias veces al Zar y la Zarina en el palacio Znamenka, de la gran duquesa Militza, y en Sergueieva, residencia de verano de la gran duquesa Anastasia. Esta última, recientemente divorciada del duque de Leuchtenberg, desea volver a casarse con su cuñado, el gran duque Nicolás Nicolaievich. Pero la Emperatriz, que es de un puritanismo de hierro, se muestra hostil a esa unión, cuya consecuencia sería la introducción de una divorciada en la familia. Anastasia y Militza cuentan con Rasputín para hacerla ceder. Él se desempeña a más y mejor en esa tarea ingrata, llegando a declarar que ese casamiento «del hermano y la hermana» contribuiría «a la salvación de Rusia». Alejandra Fedorovna lo escucha, pero no se decide a pronunciarse y entibia sus relaciones con Anastasia para castigarla por desafiar así las conveniencias sociales.
A pesar de este logro a medias, Rasputín hace llegar al Zar una carta del padre Iaroslav Medvedev, confesor de Militza de larga data, que solicita una audiencia oficial para el
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Gregorio, que ha traído de Siberia un icono de san Simón de Verkhoturié destinado a Sus Majestades. El 15 de octubre de 1906, Nicolás II recibe a Rasputín en su palacio de Tsarskoie Selo. Lo rodean su esposa y sus hijos. Toman el té. Gregorio se siente en el colmo de la felicidad. Por fin accede al pináculo. Entrega al Emperador el icono milagroso y conversa libremente con la familia.
Mientras conversa, observa a su gente. La Emperatriz, que es de elevada estatura, posee una belleza fría, un porte altanero, una abundante cabellera rubia y ojos azules llenos de una gran dulzura, pero, ante la menor emoción, su rostro se llena de manchas rojas. No ha de saber controlar sus nervios. Su actitud desdeñosa se debe, con seguridad, a una extremada timidez. Eso no le impide ser categórica en sus juicios. Considera que la sociedad de San Petersburgo es inmoral, fútil, y lo dice sin ambages. A su lado, el Emperador parece pequeño y borroso. Tiene un lindo rostro, con barba cuidada y mirada inexpresiva. Es probablemente un hombre de raza, un buen marido, un buen padre de familia, ¿pero es un buen soberano? En todo caso, no tiene el aire de un conductor de pueblos: más bien de un oficial elegante, bien educado, que tiene por delante una carrera mediana en una guarnición de provincia. Es evidente que necesita que velen por él y que lo aconsejen en los momentos cruciales. Las cuatro grandes duquesas, de las que la mayor, Olga, tiene once años y la menor, Anastasia, cinco, son encantadoras. En cuanto al heredero del trono, de dos años de edad, todavía no es más que un niñito. Pero de aspecto paliducho y esmirriado. Su madre lo contempla con mirada ansiosa. Rasputín lo bendice así como a sus hermanas y sus padres. Luego se retira con lentitud y dignidad. La audiencia ha durado una hora. «Ha visto a los niños y ha conversado con nosotros hasta las siete y cuarto», anota Nicolás en su diario íntimo.
Militza está encantada del éxito de su maestro espiritual ante Sus Majestades. En diciembre del mismo año, la Emperatriz le pide que presente a Rasputín a su mejor amiga, la dama de honor Anna Taneieva, hija del jefe de la cancillería privada del Emperador. Un profundo afecto une a la Zarina con esa tonta charlatana de veintidós años, regordeta, ignorante y exaltada que, siguiendo su ejemplo, se apasiona por las manifestaciones del más allá. Como Anna acaba de comprometerse con el teniente de navio Alejandro Vasilievich Vyrubov, se le pide a Rasputín que dé su opinión sobre el porvenir del futuro hogar. Después de haberse concentrado, según acostumbra, declara de mala gana que no ve nada claro en la unión proyectada.
A pesar de esa advertencia, la boda tiene lugar. La pareja se instala en Tsarskoie Selo, en una casita blanca, a tres minutos de camino de la residencia imperial. Una línea telefónica que une la villa al palacio permite a Alejandra Fedorovna y Anna conversar largamente, a distancia, mientras llega el momento de su encuentro casi cotidiano. Anna no tarda en confesar a su amiga y protectora que no es feliz. Su marido, a quien ella idealizaba en sus sueños, es un desequilibrado, un borracho y un impotente que le niega las alegrías del amor conyugal. Después de un año y medio de vida en común, el matrimonio es anulado por la Iglesia por no consumación. Sin embargo, Anna continúa viviendo en Tsarskoie Selo. Está impresionada por el acierto de las predicciones de Rasputín, que le ha revelado, en el momento de su compromiso, el desencanto que la afligiría tarde o temprano. Está dispuesta a creer en adelante en las menores palabras del mago. Y la Zarina no está lejos de compartir su confianza.
Poco después, la gran duquesa Anastasia, ya divorciada del duque de Leuchtenberg, se casa con el gran duque Nicolás Nicolaievich. Aunque ha dado su consentimiento a esta alianza, la Emperatriz, herida en sus principios de moralidad y dignidad, se aleja de las dos hermanas montenegrinas que, decididamente, son demasiado ligeras de cascos. No obstante, conserva toda su estima por el hombre que le habían recomendado. Por otra parte él también, por diplomacia, toma distancia con respecto a Anastasia y Militza. Su objetivo sigue siendo la familia imperial. Piensa que, a menudo, los grandes de esta tierra toleran sufrimientos que sobrepasan los que sufren los humildes. Entre la gente circulan rumores acerca de la salud endeble del zarevich. Se afirma, en secreto, que tiene hemofilia. Esta afección congénita, trasmitida únicamente por las mujeres y que ataca sólo a los varones, salvo raras excepciones, se manifiesta por una deficiencia del proceso de coagulación. El menor golpe basta para provocar una hemorragia en el enfermo. La sangre acumulada en los tejidos o en las articulaciones ocasiona dolores insoportables. Renuentes a utilizar la morfina en grandes dosis, los médicos bajan los brazos y esperan el fin de la crisis. Se cree que la reina Victoria de Inglaterra, abuela de la Zarina, portaba el germen misterioso de esta enfermedad. La ha trasmitido a varios de sus descendientes, entre ellos, la que se convertiría en emperatriz de Rusia. Al enterarse de la hemofilia de su hijo poco después de su nacimiento, Alejandra Fedorovna quedó aterrada. Aun ahora, se siente culpable ante Rusia entera de haber traído al mundo un niño de complexión tan frágil. El temor de un desenlace fatal o de una invalidez definitiva domina sus días y sus noches. Tiembla cuando Alexis se golpea la rodilla o se rasguña un dedo. La incapacidad de los doctores más eminentes para curarlo o simplemente aliviarlo la persuade de que sólo Dios puede operar ese milagro. Cada vez más a menudo su pensamiento vuelve a Rasputín.
Hacia fines de octubre de 1907, cuando la familia imperial está instalada por el otoño en Tsarskoie Selo, Alexis se cae mientras juega en el jardín y se queja de violentos dolores en una pierna. Al comprobar que el edema le estira la piel, Alejandra Fedorovna es presa del pánico. Los médicos, llamados en seguida, prescriben baños de barro caliente y ponen al niño en cama. Es inútil. A la desesperada, la Emperatriz convoca a Rasputín. Después de todo, según los rumores, no es solamente un confidente de almas sino también un sanador de cuerpos. Él llega al palacio a medianoche. La importancia de la intervención que se le encomienda no lo perturba. Como de costumbre, aparta los remedios recomendados por los médicos, se sienta a la cabecera de la cama y ora. Ni una vez roza al niño con sus manos, pero lo mira intensamente. Su meditación es larga, profunda, silenciosa. La Emperatriz, con los nervios crispados, se contiene para no interrumpirlo. Poco a poco, Alexis cesa de gemir y se distiende. Cuando Rasputín se aleja, el niño se ha tranquilizado. ¿Es la presencia del hombre barbudo, de ojos fijos, lo que ha terminado por calmar el sufrimiento del zarevich o hay que atribuir el aplacamiento a una evolución normal de la enfermedad? De todos modos, a la mañana siguiente, el paciente sonríe a su madre. El edema se ha reabsorbido. Alrededor del pequeño lecho los allegados pregonan que se trata de un milagro.
De todos modos, la noticia de ese acceso de hemofilia es mantenida en secreto. Según las consignas impartidas por el Zar, la salud de los miembros de la familia imperial debe estar al abrigo de cualquier indiscreción. Pero ¿cómo impedir que los sirvientes hablen? En la ciudad, algunas personas ya saben que Rasputín ha curado al zarevich. Para los escépticos, se trata de un fenómeno de magnetismo, de sugestión sobre el espíritu del enfermo. Para los creyentes, Dios ha elegido al
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siberiano como instrumento de su voluntad junto a la humanidad sufriente. En cuanto a Rasputín, está sinceramente convencido de que los poderes eternos se expresan a través de él cuando se esfuerza por aliviar a sus semejantes. Por medio de un acto de amor hacia el paciente, le trasmite su confianza en la curación y por otro acto de amor, esta vez hacia el Cielo, incita al Señor a ayudarlo en su empresa salvadora. En suma, el movimiento de su espíritu es doble en esos momentos: una zambullida en la conciencia de aquel que se le entrega y una ascensión hacia Aquel de quien todo depende aquí abajo.
Sea como sea, el renombre del taumaturgo adquiere una nueva dimensión. Él es el único que no se sorprende. A partir de ese día, concurre a menudo al palacio. Para no divulgar esas visitas de un simple
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a la familia imperial, los soberanos lo hacen subir por la escalera de servicio. Sin embargo, las reglas de seguridad exigen que su paso sea inscrito en los registros de cada uno de los puestos de guardia antes que pueda acceder a los departamentos particulares. Generalmente llega antes de la comida y juega con Alexis, que, entre sus malestares, se muestra vivo y alegre. El niño le toma afecto y le da el apodo de Novy, «el nuevo». Ese sobrenombre divierte a Sus Majestades y Rasputín será autorizado oficialmente a añadir Novy a su apellido. Por otra parte, es muy consciente del honor que le hacen el Emperador y la Emperatriz al recibirlo en su intimidad. Pero no por eso deja de hablarles con franqueza y sencillez, llamándolos
batiuchka
y
matuchka
(«padrecito» y «madrecita»), según la costumbre campesina. Con ese comportamiento rústico, acentúa todo lo que lo opone a él, representante de las masas rusas, a los cortesanos sofisticados que hormiguean alrededor del trono. Al hablar así, de igual a igual, con Sus Majestades, sin testigos molestos, sin mediadores circunspectos, se yergue como campeón de la Santa Trinidad que debe asegurar la gloria de Rusia: el Zar, la Iglesia, el Pueblo. No hay salvación, dictamina, fuera de esa unión entre los principios monárquicos y religiosos por una parte y el terruño en el que se hunden sus raíces por otra. El pueblo es el humus necesario que soporta y nutre el árbol de la autocracia ortodoxa.
Alejandra Fedorovna lo comprende y lo aprueba. De origen alemán, y habiendo aceptado abandonar el protestantismo por amor hacia su novio, se ha consagrado a su nueva patria y a su nueva religión con un entusiasmo de prosélito. A favor de ese cambio de país y de fe, se pretende más rusa que los rusos de origen. Lo que busca hoy, como sedienta, no es la Rusia que se encuentra en los salones y que está desflorada, falseada por las maneras europeas, sino la verdadera Rusia, la de los sufrimientos humildes, las devociones ancestrales, los trabajos oscuros, las dulces tradiciones y las supersticiones irrazonables. Su imaginería personal se puebla con troikas en la nieve, canciones nostálgicas, reuniones alrededor de un samovar en una isba y fieles arrodillados ante un pope de campo. Cuanto más folclórica es su visión del país, más se siente llamada a amarlo y cuidarlo. Está convencida de que los frecuentadores de la corte la denigran a sus espaldas, mientras que la inmensa nación rusa, todavía prisionera de las tinieblas, la adora y la respeta. Y Rasputín le parece el auténtico mensajero de esa Rusia. A través de él, se comunica no sólo con el Dios de la Iglesia, sino también con el espesor humano de la provincia. Cuando lo ve, barbudo, rústico y con esa mirada penetrante, es toda la raza rusa la que se prosterna ante ella. Se sentiría desolada si él no llevara más la blusa campesina y las botas o si hablara con el lenguaje refinado de los aristócratas. Muy pronto, Rasputín adivina el ascendiente que ha adquirido sobre ella y se alegra como de una victoria. Pero, al mismo tiempo, se siente emocionado por esa soberana que sueña con acercarse a sus subditos más insignificantes y desprovistos. Si ella ha encontrado en él un guía, él descubre en ella una amiga, una hermana, a la vez frágil y omnipotente. Se jura protegerla y proteger al Zar contra los malvados que pululan hasta en los corredores del palacio. Puede hacerlo puesto que tiene a Dios en su manga.