Mientras Rasputín asiste, arrodillado en el fondo de la catedral entre algunos peregrinos andrajosos, a la misa que Juan de Cronstadt celebra ante una multitud de fieles ricamente vestidos, se produce un movimiento entre el gentío. Al final del servicio, un oficiante en hábito blanco se acerca a Gregorio y lo conduce al pie del altar. Allí, el padre Juan de Cronstadt lo invita a comulgar antes que los demás, lo bendice y le pide que lo bendiga a su vez, lo que equivale a designarlo su sucesor. «Hijo mío», le dice, «he sentido tu presencia. Llevas en ti la chispa de la verdadera religión».
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Según algunos testigos, añade: «Pero ten cuidado, tu porvenir está en tu nombre».
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Esta alusión al probable origen del patronímico de Rasputín (
rasputsvo
, el libertinaje) justificaría por sí sola, si fuera verídica, la reputación de videncia atribuida al padre Juan de Cronstadt. Lo irrefutable es que el santo hombre ha sentido, como otros antes que él, la aproximación de un personaje por encima de lo normal a su esfera de meditación. Al retirarse, luego de la excepcional consagración de que ha sido objeto en medio de una basílica llena de gente, Rasputín ya no duda de su destino. Varios eclesiásticos le proponen que siga estudios para ser ordenado sacerdote. Él rehúsa. A pesar de su deferencia hacia la jerarquía ortodoxa, desconfía de sus dogmas demasiado rígidos, demasiado restrictivos para su gusto. Por principio y por temperamento, es hostil a los largos ayunos, a las mortificaciones, a la sumisión ciega ante los directivos del clero, en resumen, a la Iglesia del Estado. Prefiere seguir siendo un simple
staretz
, un vagabundo, un francotirador de la religión oficial. Esta falsa humildad disimula, en realidad, el formidable orgullo de un autodidacta seguro de ser el único poseedor de la verdad. Desde su aparición en los medios eclesiásticos de San Petersburgo, sabe que la Iglesia tiene más necesidad de él que él de la Iglesia. Dondequiera que se encuentre, haga lo que haga, él estará a disposición de Dios y no de los sacerdotes. En lo sucesivo, no habrá más intermediarios entre el Cielo y él.
Después de pasar cinco meses en la ruidosa e inquieta San Petersburgo, siente la necesidad de sumergirse en la paz de los campos para poner orden en sus ideas. En enero de 1904 retoma el camino de Pokrovskoi. Allí se reencuentra con las vastas planicies nevadas, el silencio, la soledad, su familia, que lo recibe como a un héroe de la fe, y el pequeño oratorio subterráneo que acoge cada vez más fieles.
Sin embargo, poco después de su partida para Siberia, Antonio, el obispo de Tobolsk, llega a San Petersburgo. Al oír a los miembros del clero cantar alabanzas a Rasputín, pierde la paciencia. Los informes que ha obtenido en el ínterin mencionan numerosos escándalos causados por el pretendido
staretz
en las aldeas e incluso en Kazan. El rumor público acusa a Rasputín de llevar una vida disoluta y de «cabalgar a las mujeres» con el pretexto de prepararlas para las alegrías de la comunión con el Señor. A pesar de esos motivos de queja detallados, Teófanes persiste en la idea de que su protegido es un vidente. Con algunas debilidades, puede ser… ¿Pero quién no las tiene? En todo caso, por sus creencias simples y su lenguaje directo, es más indicado que cualquiera para paliar las influencias deletéreas que se propagan entre la aristocracia, en la corte y a la sombra del trono.
En realidad, cuando hace ese cálculo, Teófanes tiene en cuenta sobre todo la extraña conducta de la emperatriz Alexandra Fedorovna y de su círculo, cuyas desviaciones místicas lo inquietan. Estima indispensable y urgente que las más altas figuras del Estado dejen de prestarse a las maniobras de ciertos magos, de ciertos espiritistas, y que vuelvan al seno de la ortodoxia. Rasputín ha llegado a tiempo para asumir la función de pastor congregador. ¡Que vuelva entonces lo antes posible a San Petersburgo! Eso se le hace saber discretamente. Y, a comienzos de 1905, está de regreso en la capital.
Encuentra la sociedad conmocionada. La absurda guerra ruso-japonesa, que estalló el año anterior, obsesiona a todo el mundo. El hombre del pueblo no comprende por qué lo envían a que lo maten en los confines del imperio si los japoneses no piensan en invadir la patria. En los medios evolucionados se susurra que esa guerra ha sido desencadenada a la ligera para servir a los intereses de capitalistas sin escrúpulos. Los primeros reveses del ejército ruso, con el ataque-sorpresa por el enemigo, el sitio y luego la capitulación de Port-Arthur, han sometido el orgullo nacional a dura prueba. El gobierno es criticado abiertamente en los salones y en la calle. El 9 de enero de 1905,
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el descontento de las masas se traduce por una manifestación pacífica de los obreros, conducidos por un tal «pope Gapon», tal vez pagado por la policía. Por orden de las autoridades de San Petersburgo, la multitud de manifestantes ha sido recibida con una carga de caballería seguida de una fusilería en regla. Centenares de muertos y heridos cubrieron el suelo. Ese «domingo rojo», como ya se lo llama, ha tenido como primer efecto desacreditar al Zar ante sus súbditos. Lo cual llena de satisfacción a los espíritus progresistas y, sobre todo, a los terroristas, que no esperan más que un pretexto para golpear. Se suceden los atentados. El 4 de febrero de 1905, el gran duque Sergio, tío de Nicolás II y comandante del distrito militar de Moscú, es muerto por una bomba. El único acontecimiento reconfortante en esta serie de desastres consiste en la venida al mundo, meses antes,
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del zarevich Alexis, primer heredero masculino de la pareja imperial después del nacimiento de cuatro hijas. Pero el recuerdo de ese episodio favorable a la dinastía es barrido en seguida por los desórdenes imputables a los revolucionarios, que continúan hostigando al poder con mítines, huelgas, panfletos y asesinatos. En el paroxismo de los desórdenes, la tripulación del acorazado Potemkin se rebela, masacra a sus oficiales y se presenta en Odesa enarbolando la bandera roja en el mástil. En la ciudad estalla una asonada. La guarnición responde. Las calles están obstruidas con cadáveres. El asunto será liquidado sólo con el desarme del navio en el puerto rumano de Constanza. Mientras tanto, el ejército ruso acumula derrotas en Extremo Oriente. En tierra es la caída de Mukden; en el mar, la destrucción de la flota nacional, hundida en Tsushima. El imperio cruje por todas partes. De retroceso en retroceso, Rusia se ve obligada a firmar la triste paz de Portsmouth con el Japón. Un bochorno más para el Zar. El pueblo lo hace responsable de la sangre derramada y de la bandera humillada. No obstante, la represión efectuada en los medios sospechosos permite que la vida mundana prosiga medianamente su orgulloso desfile. Los salones son tan requeridos como siempre y los teatros no se vacían. Se puede esperar que los agitadores, acosados sin pausa, terminen por cansarse.
A instigación de Teófanes, Rasputín es recibido por algunas familias de la alta burguesía y de la nobleza. El monje Eliodoro, que se ha convertido en su guía, lo presenta a Olga Lokhtina, esposa de un ingeniero consejero de Estado. Ella sufre de neurastenia y los médicos que se sucedieron han renunciado a curarla. Rasputín, al verla, descubre de entrada las raíces de su melancolía. Le habla largamente, paternalmente, y, como ella desfallece al solo sonido de su voz, termina por decidir que no podrá desembarazarla de sus tristezas y sus angustias crónicas más que poseyéndola no sólo moralmente sino también físicamente. El remedio resulta de maravillas. La experiencia ha enseñado a Rasputín que, en la gimnasia del acoplamiento, no hay diferencia entre una campesina y una mujer de mundo. Ya sea que dispongan de un lecho con sábanas bordadas o de un jergón recubierto con una tela ordinaria, el secreto de su goce es el mismo. Basta con contentarlas en su carne para saciar, al mismo tiempo, su sed de absoluto.
Convertida en amante del
staretz
, Olga Lokhtina demuestra su gratitud dándole lecciones de lectura, escritura y modales. Luego lo presenta a sus amigas como sanador y profeta. Lo recomienda a la condesa Kleinmichel, que a su vez lo introduce en el muy cerrado y muy reaccionario salón de la condesa Ignatiev. Ésta, cuyo marido ha sido ministro bajo Alejandro III, se entrega apasionadamente al ocultismo. En su casa se invita a médiums, se hace mover las mesas, se invoca a los espíritus que flotan en el más allá. Rasputín brilla en medio de esa asistencia exaltada, en su mayoría femenina. Comparte con las damas del mejor mundo la adoración por el zar Nicolás II, padre bendito de la nación, y la idea de un intercambio de buenos procedimientos entre los huéspedes del Cielo y los de la Tierra. Lo escuchan, lo devoran con los ojos, lo respiran. Hasta los hombres están subyugados. Los que frecuentan la casa de la condesa Ignatiev ven en él a un educador sagrado para el que la Biblia ya no es un pretexto para plegarias abstractas sino un libro de carne y de sangre, un libro accesible a los pecadores, un libro de consuelo hasta en la falta. En primera fila entre esos oyentes extasiados se encuentran las dos grandes duquesas montenegrinas Militza y Anastasia. Hijas del Rey de Montenegro, se han casado respectivamente con el gran duque Pedro Nicolaievitch, tío abuelo de Nicolás II, y el príncipe Romanovski, duque de Leuchtenberg.
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Una y otra organizan sesiones de espiritismo en sus palacios. Invitan a Rasputín a sus tentativas de conversación con los muertos. Sin participar en esa interrogación a los espíritus efectistas, se muestra abierto a todas las formas de misterio, deslumhra a las jóvenes por su familiaridad con las Santas Escrituras y, más aún, por su talento para leer el carácter y el porvenir de una persona sólo con mirarla hondamente a los ojos. Ahora bien, Militza y Anastasia están muy cerca de la emperatriz Alejandra Fedorovna, a quien alientan en sus ensueños religiosos.
El 1.º de noviembre de 1905, Militza recibe, en su residencia de Znamenka, al Emperador y la Emperatriz. Con la impetuosidad audaz de una catecúmena, les presenta a su famoso protegido. Puesto en presencia de los soberanos, Rasputín no se sorprende ni se turba. Piensa que todo se desarrolla según la voluntad divina. Cada uno tiene su papel en la Tierra. Nicolás es zar, Gregorio es
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. Ambos se necesitan mutuamente. Siempre con su caftán y sus botas de
mujik
, Rasputín tiene conciencia de ser, ante el Emperador, una encarnación de la Rusia viviente. Sin dudar, lo tutea y lo llama
batiuchka
, «padrecito»; y tutea también a Alejandra Fedorovna. Ella se estremece ante tanta impertinencia y simplicidad. Con complacencia, él habla a Sus Majestades de Siberia, de la existencia oscura en las aldeas, de la miseria y la infinita paciencia de la gente humilde, en fin, de la presencia de Dios en los menores acontecimientos del día. Nicolás II está encantado con ese intermedio místico-popular. Esa misma noche anota en su diario íntimo: «Conocí a un hombre de Dios, Gregorio, de la gobernación de Tobolsk».
Cuando vivía en su lejana provincia, Rasputín ignoraba casi todo acerca del Zar. Para él, Nicolás II era una especie de entidad superior, nimbada de misterio y con un poder sin límites. Pero en San Petersburgo, gracias a los ecos de los salones y de la calle, se forja poco a poco una imagen más precisa de la pareja imperial. Lo que le revelan sus diferentes interlocutores lo asombra y lo inquieta.
Están los que, como él, se rehusan a criticar al monarca y los que, en voz baja, no dudan en sugerir que Nicolás II no es más que un buen hombre sin voluntad, dominado por su mujer, y que prefiere la vida de familia, tranquila y discreta, a los fastos y las responsabilidades del poder. Se susurra que desde el comienzo de su reinado han aparecido signos nefastos sobre su cabeza. Apenas se había comprometido, muy joven, con la princesa alemana Alix de Hesse-Darmstadt, cuando su padre, Alejandro III moría a los cuarenta y nueve años de una afección renal. La joven se dirigió a Crimea, donde permanecía el Zar enfermo, justo a tiempo para recoger su último suspiro. Era una protestante ferviente y tuvo que abjurar de su fe para convertirse en una verdadera gran duquesa ortodoxa con el nombre de Alejandra Fedorovna. En ocasión del entierro del Zar en San Petersburgo, el 7 de noviembre de 1894, apareció cubierta con velos de duelo, lo que incitó a las malas lenguas a decir que, llegada al país «detrás de un féretro», era «un ave de mal agüero». Y, muy pronto, los hechos parecieron justificar esa aserción. Durante las fiestas de la coronación de Nicolás II, en mayo de 1896, cuando la multitud se apiñaba en el campo de la Khodynka, las planchas dispuestas a través de los fosos cedieron bajo el peso de los visitantes y más de dos mil personas murieron asfixiadas o aplastadas. Con el propósito de minimizar el desastre, los allegados del nuevo emperador le aconsejaron asistir al baile programado para esa noche en la Embajada de Francia. Pero, entre el público, muchos interpretaron esa decisión como una muestra de indiferencia con respecto a las víctimas de la Khodynka. «El Zar y su esposa», decían, «bailan sobre cadáveres». Más tarde, la opinión popular le reprochó también los atentados terroristas que no sabía impedir, la inútil matanza de la guerra contra el Japón, la inexcusable masacre de manifestantes en ocasión del «domingo rojo».
Ya sea por mala suerte o por errores de criterio, parece que Nicolás II no puede emprender nada que no esté destinado al fracaso. Sin embargo, con la tozudez de los débiles, se rehusa a modificar su línea de conducta. Su idea fija es mantener, cueste lo que cueste, las bases de la dinastía y no ceder ni una parcela del poder que le han legado sus abuelos. Rasputín, monárquico fiel, no piensa censurarlo. Pero se pregunta si el soberano está bien secundado por su esposa. También se mantiene informado de lo que se dice de ella en los salones. Todos elogian su belleza, su dignidad, su rectitud moral, pero se cuenta que es excesivamente nerviosa, que siente horror hacia el mundo y las obligaciones protocolares, que es feliz sólo entre su marido y sus hijos y, por fin, que sus aspiraciones místicas la han llevado a rodearse de videntes y sanadores todos igualmente sospechosos. Se cita a un francés, el maestro Philippe de Lyon, magnetizador extralúcido, junto con unos yurodivy, especie de inocentes semiidiotas que pretenden ser visitados por el Señor, como por ejemplo el tartamudo Mitia Koliaba, la loca Daria Osipova, el epiléptico Pacha, el peregrino Antonio, el pies-descalzos Basilio… El trato con estos impostores no impide que Alejandra Fedorovna rece ardiente y tradicionalmente en su oratorio decorado con numerosos iconos. Ya sean aprobadas por la Iglesia o nacidas de su imaginación enfermiza, todas las vías le parecen buenas para llegar a Dios.